El rotundo rechazo que la mayoría de la sociedad chilena expresó en contra de la amalgama constitucional que habían propuesto las fuerzas políticas antisistema, aunque ha generado ciertos legítimos entusiasmos entre los demócratas de América Latina, no significa que la pregunta sobre el incierto futuro del modelo liberal en América Latina haya perdido vigencia.
El “triunfo de la sensatez”, como le han llamado algunos, no debería leerse como una victoria de las ideas liberales enfrentadas a la pulsión del populismo autoritario y las izquierdas desintegradoras. El No a la propuesta constitucional fue solo parcialmente una reacción en defensa de las libertades. También sumó el voto en contra de sectores antisistema, a los que el proyecto de Constitución resultó insatisfactorio, porque su expectativa era la de aprobar un texto constitucional que se estableciera como rompimiento con el pasado, que destruyese la institucionalidad actual y despejase el campo para la instauración de una realidad sin definir, una especie de “ya veremos” político, social y económico que, como es natural, despertó los temores de muchos electores. Muchos “No” fueron producto del miedo y no por la defensa consciente del régimen de libertades y el Estado de Derecho. Fue un “No” más defensivo que activo.
En días recientes estuvo de visita en Madrid el politólogo y profesor universitario estadounidense Francis Fukuyama, el popularísimo autor de El fin de la historia y el último hombre. El objetivo de su visita fue el de presentar su más reciente libro en español, El liberalismo y sus desencantados.
En lo esencial, lo que Fukuyama se propone en esta oportunidad es hacer una defensa del modelo liberal más clásico, pero a partir de hacer la crítica, de forma simultánea, de las amenazas que provienen de los enemigos del liberalismo, como también las que surgen “desde adentro”, es decir, de quienes entienden el pensamiento liberal como una especie de doctrina que debe aplicarse de modo riguroso e ilimitado. Estas amenazas, que comentaré sumariamente en este artículo, constituyen las fuerzas, los factores que dan forma a una extendida situación que ha sido calificada como de “recesión de la democracia”. Esa “recesión de la democracia” incluye a varios países de América Latina ―Chile entre ellos―, en los que están en curso procesos que limitan o destruyen las libertades democráticas.
La recesión democrática tiene una característica en la que es menester detenerse: los ataques provienen desde distintos extremismos ―izquierdas, nacionalismos, neoliberales, fundamentalismos, neocomunismos y más―. A estos han venido a sumarse los personalismos, es decir, las figuras megalómanas que, asumiendo cualquier disfraz político-ideológico, actúan contra la estabilidad democrática. Estos personalismos no tardan en convertirse en enemigos del modelo democrático-liberal, porque su motor irreducible no es otro que prolongarse en el poder de forma indefinida.
En un foro al que tuve la ocasión de asistir, Fukuyama puso especial foco en la desigual distribución de la riqueza, que sería uno de los elementos que socavan la credibilidad de la democracia liberal ante los ciudadanos. Se trata de un elemento que merece un análisis de mayor profundidad, en el caso de América Latina, ya que salvo países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, Haití y algún otro, en casi toda la región, los datos de distribución de la riqueza, desde comienzos de los noventa a esta fecha, han mejorado de forma sustantiva.
Hay que recordar en el marco de esta reflexión que el capitalismo, combinado con el Estado de Derecho, ha demostrado ser la estructura socioeconómica, el sistema que mejores resultados ha mostrado, a lo largo de las décadas, en los más diversos indicadores sociales y económicos. A pesar de sus errores o de su amplio potencial de perfectibilidad, sigue siendo el modelo que más progreso genera, el que ofrece más oportunidades a las familias, el que mejor gestiona cuestiones fundamentales como el acceso a la justicia o a las ayudas gubernamentales.
Contra los que idealizan la acción ilimitada del mercado, como la solución a las fallas de la economía, Fukuyama sostiene: el Estado debe intervenir, de forma limitada. También otros autores, que coinciden en el objetivo de defender el modelo liberal, señalan: salvar al modelo liberal de su creciente deterioro exige reconocer que la globalización, ahora acelerada por la revolución tecnológica, aumenta las desigualdades e impacta negativamente en los ingresos, por ejemplo, de capas enteras de las clases medias en todos los continentes.
En el auge de los populismos, la tensión entre los beneficiados y los castigados por los nuevos modelos productivos del capitalismo digital es un factor que no puede desconocerse. La desigualdad salarial, la desregulación de las relaciones laborales, la precarización creciente de los empleos, la robotización de líneas de producción (especialmente en el sector industrial y en ciertos servicios) son fuente indiscutible de un malestar que, de lo económico y laboral, se expande, confunde y mezcla, con lo político y lo social.
Hay una constante actividad propagandística de los enemigos de la libertad, que consiste en establecer una asociación directa entre democracia liberal y capitalismo salvaje, cuyo principal objetivo es el desconocimiento de lo obvio: que no existe, al menos hasta ahora, un modelo mejor que el liberal, capaz, a un mismo tiempo, de garantizar las libertades políticas e individuales, y generar los correctivos necesarios para que la riqueza esté cada vez mejor repartida, sin olvidar nunca que todo esfuerzo de distribución social solo será sostenible bajo la premisa de mejorar constantemente.
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