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El misterio de la ensaladilla rusa

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El sagaz príncipe austríaco Von Metternich, el genio conservador que operó como cerebro del Congreso de Viena, dejó allá en su siglo XIX una de las más certeras definiciones sobre el colosal oso del Este: «Rusia nunca es tan fuerte como parece, ni tampoco es tan débil como parece». Y en esas seguimos.

Rusia es un enigma y contemplando su historia a veces semeja una dramática sucesión de fracasos. Su gente puede ser sentimental y heroica, y también bárbara. Sofisticada y primitiva. A veces todo a un tiempo. Es la tierra de Tolstoi, Chaikovski y Perelman. Y también la de Lenin, Stalin y Beria. Tiene un pie asentado en Europa (y deberíamos haber contribuido a afianzarlo) y otro apoyado en su infinito particularísimo.

Un país indescifrable para nosotros: con 14 husos horarios, 143 millones de habitantes, 120 grupos étnicos y la mayor superficie del planeta (dos veces Canadá), donde cabe desde el desierto a los bosques de las taigas, o a la tundra. Allí se alcanza la menor temperatura fuera de los polos (71 bajo cero) y allí se encuentra el lago más profundo del planeta, el Baikal.

Rusia es riquísima, con gas, petróleo, carbón, madera, metales preciosos a punta pala… Pero nunca acaba de funcionar del todo bien, por una razón sencilla: su perenne modelo político consiste en una oligarquía extractiva, que hace que su riqueza no se fluya bien. Así fue con los zares. Así fue con el horroroso experimento comunista, que se prolongó desde 1917 hasta 1991, cuando el pusilánime Gorbachov provocó la ruptura de lo que fuera el imperio rojo en 14 repúblicas independientes. Y así ha seguido siendo con el dipsomaníaco Yeltsin y con su sucesor, Putin, el hombre fuerte desde hace 23 años, uno de los personajes más ricos del mundo, cabeza de una red de magnates con los que forma una opaca cúpula de ayuda mutua.

Los datos cantan. Con toda su riqueza, la esperanza de vida de los rusos es ¡diez años menor! que la de los españoles y su PIB per cápita es de 28.000 dólares, frente al nuestro de 37.000. Los años de Putin ha sido de crecimiento débil e inflación. A cambio ha ofrecido orden, testosterona nacionalista y la aparición de una cierta clase media.

Tras sacudirse a los mongoles, la etapa de los zares comienza en 1547, con Iván el Terrible. Pero quien fascina al frío Vladimir Valdimirovich es Pedro el Grande, con el que se identifica y cuya estatua adorna su despacho. La pandemia resultó una mala consejera para muchos seres humanos. Tantas horas de asilamiento daban para darle demasiadas vueltas a la cabeza, y a veces las ideas que emergieron de la soledad no fueron las mejores. El gran hito de Pedro el Grande fue su victoria en la batalla de Poltava, el 8 de julio de 1709. Aquel día machacó a su archienemigo, Carlos XII de Suecia. Comienza allí el declive de los suecos como potencia -no remontarían hasta Ikea y Abba- y es el momento fundacional del gran Imperio Ruso. ¿Y dónde tuvo lugar esa legendaria batalla? Al Este de Ucrania, a 300 kilómetros de Kiev. Putin se acuerda como si hubiese sucedido ayer.

En el mundo de los autócratas no existe el salutífero «memento mori», con el que en la Antigua Roma se les recordaba a héroes guerreros y mandatarios que seguían siendo mortales. El plutocrático ex agente de la KGB se dejó llevar por sus delirios de grandeza y decidió lanzarse a conquistar Ucrania. Putin se envalentonó porque Obama, el san Barack del «progresismo», fue un paquete en política exterior que le dejó hacer a su antojo. Putin dominó el escenario bélico sirio. Putin invadió Crimea en 2014. Obama no hizo nada. Estaría entretenido con el cambio climático y grabando charletas pamplineras con Springsteen…

Cuando a un ex espía con psicología gansteril no se le paran los pies -o se le engatusa con una diplomacia habilidosa a lo Kissinger-, al final se viene arriba. Y así ha ocurrido. El 24 de febrero de 2022, Putin lanza su «operación especial» en Ucrania (resulta enternecedor que hasta la misma víspera, Albares, el lince diplomático que ocupa nuestra cancillería, seguía sermoneándonos con su mantra de «todavía queda tiempo para la paz»). Putin cometió dos errores. Infravaloró a Occidente, al que creía derrotado y narcotizado por su aparente blandenguería («la democracia liberal es un modelo obsoleto», había zanjado en 2019), y sobrevaloró sus propias fuerzas. Olvidó la segunda parte del juego de palabras de Metternich: «Rusia nunca es tan fuerte como parece». Se fue a la guerra con un ejército desmotivado, con un arsenal que no es precisamente la punta de vanguardia que nos vendía en sus desfiles propagandísticos y alquilando parte de la campaña de modo atrabiliario a la banda de mercenarios Wagner de su antiguo cocinero, Prigozhin (en cuyo brillante currículo se incluyen nueve años en la trena por robo).

Viendo todo esto a toro pasado, resulta curioso que durante muchos años hubiese en prósperos países europeos panegiristas de la supuesta la esperanza del hombre fuerte regenerador que veían en Putin. Unos aplaudían por pura afición y otros eran de pago. Los magníficos resultados del modelo dictatorial quedan una vez boca arriba con la singular pelea de gallos entre Putin y Prigozhin, que sería una entretenida ópera bufa si detrás no hubiese un sangriento drama que acumula ya cientos de miles de cadáveres.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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