OPINIÓN

El miedo en la espalda

por Jeanette Ortega Carvajal Jeanette Ortega Carvajal

Hace media hora se dictaminó que no le corresponde ni a usted leer ni a mí escribir. Lo impide el último dígito de nuestro número de cédula. ¡La semana pasada salió publicado en Gaceta y su vigencia, aunque sorpresiva, comenzó a regir desde el mismo miércoles! Y si no lo sabía, recuerde: “la ignorancia no exime el cumplimiento de la ley”, así que, cumpla o le acarreará consecuencias.

¿Continúa leyendo? Ya no es ignorancia, es audacia, razón por la que merece que le confiese un secreto que ha marcado mi vida al punto de hacerla insufrible.

No. No es lo que piensa. No hablaré de política. No haré referencia al hecho de que en Venezuela llevamos más de 20 años entrenándonos para sobrevivir con hospitales que hace mucho que entraron en terapia intensiva y a los cuales la indolencia de un gobierno de izquierda ha logrado colocar en el coma inducido más largo de la historia, ni siquiera ha intentado aplicar desfibriladores para ver si, ante una carga eléctrica de alto voltaje como la cuarentena por la COVID-19 y la falta de gasolina, mejora o al menos reacciona. Me refiero a los habitantes, no al país.

No hablaré tampoco de corrupción, de presos políticos, de racionamiento de agua, gas, electricidad, falta de efectivo, devaluación e hiperinflación. No. Tampoco hablaré de desnutrición, desempleo, deserción escolar ni de un Wi-Fi deficiente que podría impedir el desarrollo exitoso del próximo año escolar, mucho menos plantearé el tema de la migración que ha separado familias y destruido amores.

Referencias a médicos, enfermeras y a profesores mal pagados, no las verá aquí. No mencionaré nada de eso, ni “votar o no votar”, ese hoy no es mi dilema. Lo que quiero es escribir un texto apocalíptico, perdón, apolítico.

¿En qué momento pasamos a ser personajes del realismo mágico? No lo sé, pero estoy cansada. Estoy obsesionada con algo que no puedo controlar… paso día y noche escribiendo y si no lo hago, me da un ataque irreprimible de histeria y pierdo la razón.

Un amigo médico me dio el diagnóstico: “Hipergrafía –dijo– es lo que tienes”. Suena interesante, pero ¿qué es eso? –pensé– Jamás me había enfrentado a un término de tan elevado ruido semántico”.

—¿Es un cumplido? –pregunté entusiasta.

—No –respondió de inmediato– es un trastorno mental. Es la necesidad imperiosa e irrefrenable de escribir siempre y constantemente acerca de cualquier cosa.

No acepté el diagnóstico de mi amigo el psiquiatra. Lo que yo  necesitaba era un exorcismo. Siento que dentro de mí hay otra persona y me resulta imposible parar de escribir e incluso deseo hacerlo mientras usted lee. Eso me produce un placer indescriptible y ya que llegó hasta aquí, por favor, siga adelante. No se pierda el final.

Estoy poseída por el alma antigua de un hombre que acostumbraba a escribir sin censura ni restricciones. Un hombre que en su tiempo afirmó que los tres grandes majaderos de la historia habían sido Jesucristo, Don Quijote y él. He aquí lo que hoy les quiere decir: llevo años muerto, soportando la anarquía que en Venezuela ha adquirido el significado de la palabra libertad. Me siento impotente ante la paraplejia de quienes no hacen nada para definirla y defenderla.

Nadie lo sabe, pero la libertad se sublevó. Reprochó al hombre su abuso. Reclamó años de explotación, miserias y promesas incumplidas. Se alzó contra aquellos quienes al esgrimir una pluma, la utilizaron de manera despótica, hiriendo la dignidad de su significado.

Por eso, la libertad, herida en su concepto, aglutinó verbos de diferentes tiempos. Los agrupó. Los conjugó. La indignación logra eso.

El verbo “ser” se acercó y de modo imperativo, dijo: sé tú.

En futuro perfecto del modo subjuntivo, contesté: Yo hubiere sido, pero no me dejaron –y añadí– “bajo la dictadura, ¿quién puede hablar de libertad?”.

Con tristeza, la libertad se alejó. Le dio la espalda al alma antigua del hombre que vive en mí y con valor, utilizando mis manos, abrió la Constitución. No había leyes. En su lugar borrones a conveniencia y páginas en blanco.

Dentro de mí, el alma antigua se paralizó ante un futuro imperfecto que no aceptó, no comprendió y no merecía. Este ya no es mi tiempo, ni mi sueño, ni mi país. Lo siento… ¡Cómo duele! ¿Qué pasó con las leyes? ¿La justicia existe? ¿Qué hicieron con la libertad que les heredé?

“Cuando la tiranía se hace ley, la rebelión es un derecho”, dije con su voz ronca. Intentaré hacer algo. Escribiré un libro de 47 páginas, una por cada año que viví. Tomaré una licencia literaria. Me conjugaré. Permiso, Real Academia. Mis acciones pasadas hoy se convierten en verbo: yo libre, tú libre, él libre… nosotros libres. ¿De quién depende?

“Echemos el miedo a la espalda y salvemos la patria”, fue lo último que con mis labios dijo el Libertador Simón Bolívar, el hombre de alma antigua que había poseído mi cuerpo.

@jortegac15