Su Santidad, san Juan Pablo II, hizo de la expresión “no tengáis miedo” su principal mensaje en medio de sus imprescindibles reflexiones. Lo hizo no tanto como recurso tropológico o la búsqueda dentro de la literatura preceptiva para encandilar a los fieles, sino para sintetizar la raíz de todos los males, que además del pecado original, se ciñe como peligrosa diadema de crímenes espantosos y omisiones grotescas. Ciertamente, el miedo, como respuesta espontánea de nuestra frágil biología, es un mecanismo primigenio de naturaleza protectora. Espiritualmente es el principal aliado de las maquinaciones diabólicas para helar la sangre y detener cualquier iniciativa, sobre todo, las que redimen a la humanidad y nos reivindican como hijos predilectos de la creación. Los grandes relatos oscuros de nuestra historia y las carnicerías humanas más abyectas se hicieron tomando al miedo como combustible volátil de ejecutorias innombrables. Sunt lacrymae rerum.
Pero en el miedo también encontramos fuerza, aunque suene paradójico. Por ejemplo, en la tradición judeo-cristiana, sintetizada en la palabra sagrada, según se lee de la Nova Vulgata (Bibliorum Sacrorum Editio), tanto Dios Padre (Isaías 41:10 y 13; 51:12; Josué 1:9); como los Ángeles y Arcángeles (Lucas 1:30-31; 2:10); los Profetas, Monarcas y Apóstoles (Deuteronomio 31:6 y 8; Salmos 23:4 27:1 y 3, 31:19; 56:3; 118:6; Filipenses 4:6-7; 1era de Juan 4:18); y, hasta el mismo Jesús (Mateo 10:28, Marcos 6: 49-50; Lucas 2:10, 8:50; 1ero de Pedro 3:14) apelan constantemente a reconocer el miedo y dejarlo en la espalda porque la promesa del Altísimo es que siempre estará con nosotros. Este miedo canalizado, a sabiendas que siempre lo vamos a sufrir, ha servido para la previsión de futuras contingencias que pudiéramos lamentar. Es el llamado miedo-advertencia, que bien administrado, termina por generar las banderas amarillas y rojas de alerta ante situaciones que pueden comprometernos, no sólo como sujetos, sino como sociedad en cualquiera de sus sectores y niveles.
Precisamente este miedo es el que reconoce y analiza un buen líder. La principal característica de un líder responsable es saber aprovechar que ese miedo, que nos hermanastra en la ciudadanía humana, o bien se canalice hacia otras emociones, o bien, permita la apertura y confianza en una solución. De hecho, las grandes transiciones de un modelo político hacia otro, precisamente, comienzan cuando el miedo -tanto de tirios como de troyanos- es superado no con ademanes prusianos o relatos épicos, sino con la confianza prudente de quien se sabe que el futuro nunca traerá aquello que el miedo cincela en sus pensamientos. Quien pretenda que una población se inmole dejando atrás sus miedos por una bandera o las sillas giratorias del cambio de caras más no de ideas, entonces, o se engaña o engaña a otros en la mayor de las vilezas. Y esto es así, como decían los antiguos penalistas, is fecit cui prodest, porque el miedo puede ser apropiable como artilugio para ganar poder, dinero, así como cualquier otro desiderátum mezclado con el fango y la sangre de la historia.
Pero también, y así habrá que reconocerlo, el miedo motoriza resistencias. Cuando no se le deja otra opción al amenazado, es decir, que lo ponen a jugar en resistencia, apela a la inmolación. Ejemplo de ello ocurrió en las sangrientas batallas durante el asedio nazi a la Unión Soviética. También, si quien se encuentra resistiendo en el poder, no encuentra otra vía para proseguir, usará ese mismo miedo para enfilar sus últimas baterías y apostar al todo o nada. Y en esta última situación, termina ganando quien sepa mantener un frenético ritmo de batallas diarias hasta aniquilar al otro por agotamiento o sencillamente por despertar sus miedos de “perder lo ganado”, generando un repliegue estratégico muchas veces esterilizante. En fin, con el miedo-resistencia, los últimos capítulos de historias personales y grupales sirve como tinta indeleble para escribir postreras líneas sobre quién pudo o no administrarlo.
De esta manera, la administración del miedo se torna en un arte de mucha perfección y paciencia, moldeado desde el buril de la paciencia. Es quizá la clave para reconocer el liderazgo innato de una persona, y de esta manera, diferenciarlo de quien se contenta con la categoría de “dirigente” o administrador. El liderazgo entiende que el miedo puede ser un elixir mágico; pero, mal dosificado, sub o sobrestimado o inadvertido, se trasmuta en un peligroso arsénico sin antídoto conocido. He allí una de las claves para saber manejar situaciones como las que actualmente vive Venezuela. No es escuchar himnos gloriosos o evocar realidades épicas de gestas muchas veces construidas a conveniencia de quienes detentan el poder. No es emular las letras de un “cara al sol” o la “internacional socialista”, pensando que en un santiamén ocurre un encantamiento que borra el miedo y lo hace un mal recuerdo. Sería una estupidez pensar que todo funciona así, cuando, más bien esas manifestaciones de lo que se conoció como las camisas pardas (SA) y su brutal represión a las comunidades judías en Alemania, es un indiscutible síntoma de un miedo mayor sufrido por los victimarios.
Y precisamente de esto queremos concluir nuestro artículo de hoy. ¿Acaso el victimario no sufre de un miedo tan grande, esterilizando cualquier iniciativa que no sea la violencia, tanto la primaria como la institucional? Debo confesar que es así, aunque la prestidigitación del violento quiera mostrarnos como el “fuerte”. Más bien un cuerpo institucional es víctima del miedo cuando, como decía Sebastián Hafner: “(…) La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del dueño entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo que comúnmente se considera la política; el particular no es en modo alguno un político, ni mucho menos un conspirador o un enemigo público. Está en todo momento a la defensiva. No pretende más que salvaguardar aquello que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor personal. (…) Dicho Estado exige a este particular, bajo terribles amenazas, que renuncie a sus amigos, que abandone a sus novias, que deje a un lado sus convicciones y acepte otras preestablecidas, que salude de forma distinta a la que está acostumbrado, que coma y beba de forma distinta a la que le gusta, que dedique su tiempo libre a ocupaciones que detesta, que ponga su persona a disposición de aventuras que rechaza, que niegue su pasado y su propio yo y, en especial, que, al hacer todo ello, muestre continuamente un entusiasmo y agradecimiento máximos (…)” (Historia de un alemán. Memorias 1914-1939).