Depauperado. Prácticamente inservible. Infuncional. ¿Quién lo diría? El Metro, la otrora «gran solución para Caracas». Un producto singular de la Venezuela democrática. Hoy arrasado con saña. Dejó de ser la joya de la corona ciudadana de los caraqueños.

Recordamos, todos los de mi época, su fabulosa inauguración. El tiempo de su puesta en funcionamiento y varios años posteriores significaron una marca pública fundamental: en el tren había educación, limpieza profunda, atención, al punto que modelaba sorprendentemente una conducta de habitantes y foráneos. Rápido; cuasi instantáneo. Colores y pulcritud daban cuenta de que era posible una Venezuela moderna y ágil, con aires de grandeza indoblegables. Fue una inversión pública importante, con apoyo internacional fundamental.

Me he subido últimamente con frecuencia al Metro de Caracas. Infernal destrucción lograda por el socialismo del siglo XXI. Escuchar acerca de las explosiones cotejadas posteriormente en videos es ñinga. Esto si constatamos su impresionante suciedad y abandono, su deterioro, con goteras, con roturas a simple vista. Ya ni a los suicidas les provoca inventar muertes en esa inmundicia. El calor resulta volcánico el día que elijan para viajar, dentro o fuera de los vagones; las puertas no cierran o no abren, abunda el maltrato; los robos y hurtos se suceden con apenas minutos de intervalo. Pedigüeños y vendedores se dan cita entre harapos y caramelos. Se para el tren o va morrocoyunamente. Cuando va. Eso, así, a simple vista. ¿Como estará por dentro, a escondidas? ¿Los cables, las vías?

El objetivo no es otro que denigrar de las obras enmarcadas en el Pacto de Puntofijo. No ocurre igual con Los Próceres o con el hotel que lleva el nombre del explorador y científico alemán. El acabamiento simbólico capitalino precisa interpretarlo junto a las embadurnadas del gris esparcido a propósito en nuestra capital. Los símbolos descompuestos buscan también amedrentar, reducir, postergar, aniquilar el ánimo ciudadano. En el Metro se proyecta el decaimiento y la impotencia. Constituye una manera más de doblegación de la voluntad contraria por hastío. Nos restringen el ánimo con la certidumbre de generarnos una derrota física, moral, visual. Aniquilamiento programado.

Pero, a sabiendas de sus intenciones desmoralizantes, urge sobreponerse a diario de la dominación que implica restregarnos la liquidación de los símbolos queridos y su trueque por otros que encarnan los más turbios valores: la cínica depauperación como política de entrega a la miseria improductiva, paralizante. Nos obligan a revertir las secuelas de este gran campo de concentración pintado de gris donde nos someten y nos humillan. Por ahí va el Metro. La intención es que nos echemos desesperados a los rieles. Pues no, hay que echarlos a ellos, mejor. Y cobrarles caro la descubierta maniobra verdaderamente manipuladora. La Corte Penal Internacional, estoy seguro, quedará corta en sus tan soberanos juicios.

 


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