Cuando Nayib Bukele (1981) ganó las elecciones presidenciales de El Salvador, el 3 de febrero de 2019, muchos demócratas de América Latina y del mundo celebraron el triunfo. Aquella victoria tuvo el sabor de lo incontestable: se alzó con más de 53% de los votos, lo que evitó una segunda vuelta. Participó en esas elecciones como candidato de Gran Alianza por la Unidad Nacional -GANA-.
No era la primera vez que se imponía en las urnas: primero había sido alcalde del pequeño municipio Nuevo Custlatán (2012) y, a continuación, en 2015, se convirtió en alcalde de San Salvador, la ciudad más poblada y capital del país. Conquistó aquellos dos triunfos como candidato por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional -FMLN-, la organización fundada en 1980 y que, hasta 1992, actuó como coordinadora de los cinco grupos guerrilleros que participaron en la cruenta guerra civil, cuyo balance es aterrador: más de 75.000 personas fueron asesinadas.
Su biografía conocida es la un hombre inquieto: con apenas 18 años fundó una discoteca. Más adelante haría una carrera como publicista, cuyos aprendizajes han marcado su hacer político, en los que predomina el mensaje directo y el recurso efectista. Antes de entregarse a la política, el oficio donde podría encontrar masas de seguidores, fue publicista del FMLN y próspero vendedor de motocicletas.
Estos mínimos datos anotados hasta aquí no solo describen una carrera política ascendente: también sugieren a un político resoluto y en auge, que no titubeó al momento de romper con el FMLN, cuando intentaron detener su ascenso, y que encontró en GANA el instrumento para inscribir su candidatura presidencial, cuando no le permitieron hacerlo a través de Nuevas Ideas, la organización que él mismo había creado en 2017. Este apurado vistazo muestra a un hombre siempre listo para sortear las dificultades y dar el próximo paso.
Aquel entusiasmo de 2019 tenía, al menos, dos significativos fundamentos: su triunfo rompió el estatuto binario y polarizado que tuvo la disputa por el poder en El Salvador, desde el final de la guerra civil, en 1989, entre el FMLN y Arena izquierda y derecha respectivamente, ambos de radicales posiciones. Además, vino a reemplazar a Salvador Sánchez Cerán, que gobernó a ese país entre 2014 y 2019, y que era un disciplinado miembro de la corte del castrismo y el chavismo, y que cada vez que tuvo la ocasión, prestó declaraciones y apoyos políticos a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Una vez en el poder, el resoluto Bukele se ha desatado. Su talante vanidoso y egocéntrico; su deseo de imponerse y pasar por encima sobre cualquier forma de resistencia; su necesidad de hacer las cosas a su modo, cuando quiere, como quiere y bajo sus propios parámetros, sean legales o no, se han impuesto como su modo de ejercer el poder. El método Bukele consiste en obedecer siempre al culto que Bukele siente por Bukele.
El “cambio” que ha anunciado y repetido con habilidad de publicista; la promesa que contenía el nombre de “Nuevas Ideas”, con el que bautizó a su partido, no eran tales. Al contrario, son una reedición de viejas y lamentables taras de la historia política latinoamericana: ni son nuevas sus poses de caudillo, ni nuevas sus prácticas populistas, ni tampoco la práctica de gobernar a través de las redes sociales, ni mucho menos, el exhibicionismo constante, sus cantos de gallo en celo, el personalismo con que avanza en su doble propósito: liquidar la independencia de los poderes, someterlos a sus designios, para así garantizar su deseo de mantenerse en el poder, después de 2024, que marca la fecha en que debería culminar su mandato presidencial.
La destitución de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional tampoco es un procedimiento nuevo. En conjunto son procedimientos que remiten a Juan Domingo Perón y a Hugo Chávez, a Evo Morales y a Rafael Correa, a Daniel Ortega y a Manuel Antonio Noriega: verbosos, siempre en postura de picapleitos ofendido, demagógico. Profundamente demagógico.
Basta con atender a su propia fraseología para que sea evidente el peligro, no potencial sino en curso, que Bukele representa para la democracia. La pretensión de que con él arranca una nueva etapa en la historia de El Salvador (“El 3 de febrero de 2019, nuestra historia empezó a cambiar para siempre. El 1 de junio de 2019, dimos otro paso más, haciendo ese juramento. El 28 de febrero de 2021, los salvadoreños reafirmaron el rumbo que querían tomar. Este 1 de mayo, nuestro país dio los pasos necesarios para seguir cambiando”); o el manto de pureza que se atribuye a si mismo (“Si bien la oligarquía ya no está detrás del presidente, ni detrás del gobierno dando órdenes, siempre está ahí, peleando por seguir controlando al Estado. Les molesta que las grandes decisiones del país ya no se tomen en sus despachos. Por tantos años, ellos gobernaron todo. El 1 de junio de 2019 dejaron de tener un presidente que hacía lo que ellos decían”); o lo que es todavía peor, el que se asuma como la suprema representación del pueblo (“Este gobernante que ustedes ven acá, sí tiene un grupo de poder detrás de él. Y ese grupo de poder se llama pueblo salvadoreño. Por eso es que nuestros adversarios no nos entienden. Incluso algunos en la comunidad internacional se confunden. No entienden a quién representamos. Es extraño para ellos ver un gobierno que no represente a un grupo de poder más que al pueblo mismo”), nos aproximan, cada día con un mayor número de evidencias, a una nítida conclusión: Bukele, en realidad, es un enemigo de la democracia, que recién ha iniciado su tarea de demolición.
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