OPINIÓN

El mes más cruel

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

Finalizó la Semana Santa con la quema de Judas. Un monigote tetracéfalo, suerte de Hidra incompleta —en la mitología griega, el número de cabezas de este serpentino monstruo de venenoso aliento varaba entre tres, cinco, siete o nueve hasta cien, e incluso diez mil—, bautizado El Aissami Padrino Meléndez de Maduro en referencia a los epítomes de la «corrupción enchufada», ardió en la hoguera de la inquisición popular y, mientras el  Dalai Lama pretendía irse de lengüetazos con un infante, dando pábulo a preguntarse si semejante arranque de pedofilia no sería concomitante al onanismo contemplativo de los monjes tibetanos, y el diario El País, con shakesperiana inspiración y la venia de William Faulkner, titulaba «Biden opta por el silencio frente al ruido y la furia de Trump» —«La vida es una sombra… Una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa» (Macbeth)—, la edición digital de El Nacional publicó un texto de Pedro Carmona Estanga, ofreciendo su versión de lo acaecido hace 21 años, cuando, mediante un golpe de Estado eufemísticamente fundamentado en un llamado «vacío de poder», se proclamó presidente de la República, juramentándose sobre la Constitución de 1961. A falta de una «Comisión de la Verdad», exigida, prometida y jamás conformada, su testimonio es tan válido como el del gobierno al cual suplantó durante 48 horas. Nada nuevo revela el hombre de Venoco y Fedecámaras, pero su súbita aparición, a modo de recordatorio de aquel ya remoto abril —«Abril es el mes más cruel, criando/ lilas de la tierra muerta, mezclando/memoria y deseo, removiendo/turbias raíces con lluvia de primavera» (La tierra Baldía, T. S. Eliot)—, no deja de ser intrigante: ¿Será el preludio del ansiado y no muy bien bregado final del írrito y putrefacto mandato de Nicolás el segundón?

Por ahora, el aparato publicitario rojo se aboca a marcar distancia entre el (des)gobierno y quienes, con la anuencia y complacencia del ahijado bigotón salsero y su padrino, se enriquecieron ilícitamente ordeñando las ubres de Petróleos de Venezuela. El absolutismo bolivariano adultera el pasado, a fin de hundir a viejos aliados, devenidos en adversarios, en el foso del olvido. Como hizo Stalin con Trotsky, borrándolo de históricas fotografías al lado de Lenin, hasta hacerlo desaparecer por obra, gracia y piolet de Ramón Mercader, o como Fidel Castro con Carlos Franqui —la portada del libro Retrato de familia con Fidel es harto elocuente al respecto—.

Hackear, cortar, tachar, pegar; alimentar con toda suerte de falacias esa biblioteca de la pereza llamada Wikipedia y eliminar cualquier testimonio gráfico o escrito de sus lazos con el medio centenar de encarcelados bajo sospecha de comer quesos  sin cumplir los trámites correspondientes al debido proceso, ha sido la opción escogida por Fuerte Tiuna a fin de  lavarle la cara a la diarquía milico civil, a raíz de la forzada renuncia de El Aissami —de acuerdo con el acusador público al servicio del Ejecutivo, Tarek William Saab, se han ejecutado 55 detenciones y faltan 12 personas por aprehender; además, se realizaron 142 allanamientos en el territorio nacional—, golpe de efecto fríamente calculado para dejar patitiesos a quienes apuestan a una continuidad del régimen sin el metrobusero a la cabeza. Enarbolando la bandera de la anticorrupción, Nicolás está lanzado y en plena campaña para su ratificación, malgré el adiós de Tibisay, dando por descontados el fracaso de las negociaciones en México y el inmovilismo de la oposición electoralista.

Buena parte de la fortaleza del totalitarismo descansa en sus servicios de inteligencia. Estos  actúan al  margen de la ley, sin  código de ética alguno ni respeto a los derechos humanos, para sacar esqueletos de los closets y mantener a raya a amigos y enemigos del hegemón; por eso, la sola mención de sus acrónimos basta para acobardar al más pintado; y si atemorizan las siglas y abreviaturas, más asusta quien se oculta tras ellas: Lavrenti Beria, jefe del comisariado del pueblo para asuntos internos (NKVD) –antecedente de la KGB–, en tiempos de Stalin, es antonomástico ejemplo de ello; entre nosotros lo fue Pedro Estrada,  el elegante y  despiadado sabueso que seguía  el rastro de potenciales enemigos de Pérez Jiménez y no descansaba hasta echarles el guante o hacerlos desparecer: su crueldad –lo llamaban Chacal de Güiria– reputó a la Seguridad Nacional (SN) como una de las más sanguinarias policías secretas del continente.

Del espionaje, glorificado y satanizado por Hollywood y la industria del best seller –según la nacionalidad del héroe o el villano de la película o del thriller, pues el cine y la industria editorial son eficaces herramientas  propagandísticas– tenemos la noción de que se trata de un azaroso trajín de disimulos, infiltraciones, sobornos y traiciones con el que alcanzaron deplorable nombradía  la Gestapo, la CIA, la KGB, el Mossad, el MI5 y la Stasi; organizaciones orientadas a operar en el extranjero, porque para fisgonear en el ámbito doméstico, algunos países cuentan con agencias como el MI6 inglés  o el  FBI  norteamericano.

Concebido para combatir el crimen sindicalizado, el FBI fue utilizado por J. Edgar Hoover para violar la privacidad de sus conciudadanos y sustanciar expedientes de quienes profesasen simpatías por causas progresistas, a fin de intimidarlos o exponerlos al escarnio público; a su muerte se supo que era pornógrafo y homosexual, condiciones abundantes en esas sórdidas estructuras apuntaladas en segundas intenciones, a menudo bases argumentales para desacreditar a sus presas. Así proceden los hurones del G2 cubano, que se mueven en nuestro patio como Pedro o perro por su casa o su perrera.

En Venezuela, la nueva-vieja policoco (policía contra la corrupción) tiene mucho de santo oficio y, a su inquisidor mayor, Nico, el (in)corruptible, se le teme tanto como a Lucifer. De La Sagrada de Gómez al Sebin de Maduro media un siglo en  cuyo prolongado decurso se han refinado los métodos de  investigación; sin embargo,  a pesar de los modernos  prodigios tecnológicos de escucha y seguimiento, la tortura continúa siendo la forma más expedita –y la preferida de los sádicos carceleros apostados en La Tumba y el Helicoide– de obtener información y admisiones de culpabilidad («hacer cantar el pájaro», dicen en su execrable germanía), por miedo, dolor o ambos; y, con la complicidad de jueces venales o prevaricadores, condenar a inocentes por disentir.

La panóptica mirada del chavismo no se limita a su inquietante omnipresencia mural; patriotas cooperantes, clones de los chivatos de los comités de defensa de la revolución castrista (CDR), expertos en el pinchado de teléfonos y la intervención y adulteración de cuentas electrónicas, encastrados en la Cantv y Conatel, soplan pálpitos y barruntos cuando el régimen requiere pruebas para justificar arrestos. Y no necesariamente de personeros de la contra, sino de compinches y colaboracionistas que, sorpresivamente, incurren en desviaciones y se convierten en apóstatas: acaba de suceder con la reciente «revolución en la revolución». Tal vez si hacemos peso, el mundo no se hunda, pero seguramente el madurato sí. Y entonces podríamos, además de perdonar al Dalai Lama y al chapucero Carmona, contar la historia con objetividad, poniendo los puntos sobre las íes y revelar cómo Hugo Chávez acumuló una enorme fortuna. Pero esto es harina de un próximo costal.