OPINIÓN

El megáfono de la sociedad

por Marta Lagos Marta Lagos

Prestemos atención al megáfono de la sociedad, comprendamos lo que nos dice, y actuemos de acuerdo con ello, en pos de avanzar para todos y no solo para algunos. Hay que comenzar por un cambio constitucional que traiga consigo una efectiva igualdad ante la ley, sobre todo igualdad ante la justicia, con un sistema de rendición de cuentas de los que tienen el poder que vuelva soberanos a los ciudadanos. Claro está que, más que una larga lista de precandidatos a presidente, que disputan cada día una torta electoral (número de electores) más pequeña, se requieren líderes que señalen el camino, sin miedo a subirse al carro en que la población ya se encuentra: el de una sociedad abierta.

Hay demasiadas voces que gritan a diario y no comprendemos bien lo que nos están diciendo. Su tono es tan fuerte que se entienden como gritos incomprensibles. La violencia, las bombas, la violencia física, la violencia verbal que ha aumentado en los últimos años, la violencia detrás del volante cuando los automovilistas tiran el auto encima para impedir el paso…

Nos damos cuenta de la violencia ambiente cuando nos atiende en un local un mesero o mesera extranjera y su amabilidad natural nos llama la atención. ¿Ser amable es extraordinario?

¿Qué quiere decirnos esta sociedad con todo aquello? ¿Acaso no es como un megáfono que habla a todos, pero no se dirige a nadie y por tanto podemos ignorarlo?

Aquí ofrecemos una explicación al mensaje de ese megáfono.

Una sociedad expresa de muchas maneras la forma como quiere avanzar y durante los gobiernos de la concertación el apoyo a los consensos fue importante, se buscaron los consensos y se avanzó en todos los que se pudieron encontrar. Nunca antes en la historia la sociedad chilena había avanzado tanto en tan poco tiempo. Ese mecanismo, sin embargo, se agotó. Se produjo clase media, prosperidad, un Chile distinto. Un Chile satisfecho con su vida. La primera década de este siglo fue una donde aumenta la satisfacción de vida y se mantiene muy cerca del promedio de la región. Es a partir de 2010 que comienza a agrandarse la distancia entre Chile y el resto de la región. Paradójicamente pareciera que la sola prosperidad no es suficiente para la satisfacción de vida.

As ahí donde llega el péndulo de Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera, que no es otra cosa que la búsqueda de una nueva forma de avanzar a la luz del agotamiento de la forma anterior. La ausencia de mayorías en el Parlamento es su expresión política más concreta. Se acabaron las opciones para las mayorías, los consensos, ahora llegamos a la etapa de las negociaciones, avanzar por medio de acuerdos entre minorías. No es solo la sociedad la que se individualizó y atomizó, el mundo político se individualizó también atomizándose. El fraccionamiento del sistema de partidos no es otra cosa que eso.

La prosperidad, la formación de la clase media media y la clase media baja trajo consigo el periodo materialista, de apoderamiento de bienes de un cuarto y un tercio de la sociedad. Esto trajo empoderamiento y un profundo proceso de individualismo acompañado de un fuerte proceso de secularización. Chile es el país de la región que se ha secularizado más rápidamente, superando al más agnóstico, que era Uruguay, según el Estudio Mundial de Valores. Un tercio del país no reconoce pertenecer a alguna religión.

La falta de amabilidad no es otra cosa que el individualismo exacerbado y la expresión de ese conflicto valórico que implica haber alcanzado la adquisición de bienes físicos, pero no haber sido acompañado de la adquisición de bienes políticos como la plena soberanía, el acceso a los oportunidades, el desmantelamiento de las desigualdades,  erradicar la cuna como fuente de desigualdad, etc.

La debacle de importantes instituciones nacionales, tanto públicas como privadas (Carabineros, militares, Iglesia católica, etc.), no es sino la manera de expresar un individualismo, seguir un camino propio, pasando por encima de las reglas establecidas que son consideradas insuficientes, injustas, no iguales para todos.  El que puede, rompe las reglas para encontrar un camino propio, sin importar el colectivo. Esa es la consigna. La consigna de la ausencia de lo colectivo. Los escándalos de las instituciones han ayudado a esta debacle, pero estas no son monocausales, se basan en un cambio valórico profundo más allá de los escándalos.

La “opinión pública” ha expresado un malestar con las instituciones por medio de la abrupta caída en la confianza en ellas, produciendo un descontento con la democracia. A ello se le agrega el descontento con la economía, la sensación de estancamiento.

Todo lo anterior está produciendo una demanda de quiebre. La creencia de que se acabaron las políticas públicas que puedan producir cambio lleva a una articulación de una demanda de quiebre. Hay percepción de un agotamiento de las políticas públicas como instrumento de cambio. Los cambios graduales ya no son creíbles ni esperados. Hoy casi todas las propuestas de ley se tienden a llamar “reformas”, como una manera de indicar que producirán cambios mayores, reconociendo la debilidad de las políticas públicas de impactar nuestras vidas, y la debilidad de las leyes anteriores para haber producido el cambio esperado.

Este gobierno (y el anterior) anuncia “reformas”, no leyes. Una reforma debería ser un cambio estructural que cambia la posición de los actores en ese ámbito. Las reformas han perdido peso como instrumento, porque precisamente no cambian la posición de los actores en ese ámbito. Es por ello que aumenta la presión por cambios discretos, es decir, cambios graduales o evolutivos como era antes, aquellos que puedan mostrar que cambia la posibilidad de cada cual en la sociedad: el cambio en la distribución del poder ahora y ya.

Es la demanda de quiebre que se comienza a articular. La percepción de estancamiento no es solo económica, sino también social y política, es el estancamiento de la dispersión del poder. Es por eso que hay una percepción mayoritaria de que el país va en la dirección equivocada. No son los tiempos mejores que no llegaron, como se cree popularmente, es una sensación de más larga data que viene a ser confirmada por la ausencia de tiempos mejores.  Este gobierno carga con esa “mochila” de demandas acumuladas que no tienen que ver con los “tiempos mejores”. Hay una lectura monocausal y simplista de la problemática nacional.

Los sucesos del Instituto Nacional no son otra cosa que la vanguardia de esa demanda de quiebre, donde el pasado no importa, lo que importa son las oportunidades del futuro. No se quiere esperar más una generación para tenerlas, sino que hay que tenerlas aquí y ahora.

Las bombas que rompen, quiebran, desarticulan, son el síntoma de una sociedad que tiene altos niveles de autorrepresión, que ya no se sabe comunicar con el otro. La insoportable otredad nos ha vuelto solitarios, individualistas, agresivos y desamparados. Hemos perdido la habilidad de interactuar con “el otro”, sin desconfiar, sin defendernos, sin agredir. Entonces esa sociedad grita, escupe, pega y se ve, a simple vista, incomprensible. El Instituto Nacional es precisamente la expresión sucinta de todo aquello.

La mutación en las formas de criminalidad también son una expresión de ese malestar, el aumento de crímenes con violencia, los tiroteos, los portonazos, son la expresión del mismo fenómeno. No se trata de “pobres niños, jóvenes maltratados en su infancia”, se trata de personas que se ven en una cueva oscura sin salida, sin camino por recorrer. Una sociedad que no ofrece el futuro que se ve para otros, solo paras algunos. Una sociedad que no ofrece integración y pertenencia, sino soledad e individualidad disconforme, una sociedad donde no se sabe si se cuenta con el otro o hay que defenderse del otro.

El país ha perdido en orgullo nacional y en patriotismo. No son rasgos menores de cambios valóricos de una República y están siendo ignorados. El problema de las Fuerzas Armadas no es solo el escándalo de corrupción último, ni las violaciones de derechos humanos del pasado, hoy es también de su función en la República.

Tenemos entonces dos problemas principales: por una parte, el agotamiento de las políticas públicas como instrumentos creíbles de mejoramientos de nuestras vidas y, por otra, esta sociedad “ácida” y “pragmática”, en extremo individualista que hemos construido. Esta sociedad con una desigualdad que no mide en “Gini” sino que se concreta en un nivel de la educación y un lugar donde se vive. Son los más viejos (mayores de 50-60 años) los menos educados (educación básica y media incompletas), los que viven en las comunas menos ricas de Chile, que son la gran mayoría (aquellas comunas donde no hay presencia de personas ABC1), y son los más jóvenes (menos de 30 años) los que creen tener la certeza de que a ellos tampoco les tocará.

Dos tercios que no acceden a la educación superior, pero les gustaría. Esa desigualdad que abarca a 55%-60% de la población del país, es la fuente que explica lo que nos sucede. No reconocemos su condición, sino aledañamente, en el margen. No abordamos sus problemas, sino los promediamos. Nos olvidamos de Dahrendorf que le dio muerte a los promedios en tiempos de crisis, ya en 1974.

Se oye por todos lados el megáfono que grita cambio discreto, radical, para salir de la cueva oscura donde no se ve cómo cruzar al otro lado. (En el caso chileno, los analistas internacionales hablan de la cueva como si fuera dorada y fuera una verde pradera bucólica, porque no toman en cuenta la lección de Kahneman, donde todo avance que es inferior al de los otros, no cuenta). La población rezagada en educación, la más vieja y la más joven y en lugares no afluentes, no es tonta, sabe que no tiene otra oportunidad para salir de allí que producir un quiebre. Se acabó la gradualidad.

Son los que saben que no ganarán nunca 2 millones de pesos en vez de los 400.000 que ganan ahora.  Solo que hasta ahora no lo han expresado masivamente, sino más bien individualmente. Eso no tiene que ver con “los tiempos mejores” de Piñera, sino que viene acumulándose desde el fin de los 20 años de la concertación y el inicio del péndulo Piñera/Bachelet. Si hay una cosa que la concertación no hizo, fue desmantelar desigualdades. Creyó que bastaba con desmantelar la pobreza y que la desigualdad se desmantelaría correlativamente en el mismo sentido.

El lento desmantelamiento que han hecho los chilenos del sistema de partidos no es otra cosa que eso: la expresión del descontento con el contenido y velocidad de los cambios para los rezagados que ha producido la vieja estructura de poder. Se busca una nueva estructura de poder. La gente ya no vota por los partidos sino por las personas. Por eso Piñera puede hacer el peor Gobierno de todos los tiempos y Lavín puede ganar. Su afiliación política no es lo relevante para ese casi 80% que no vota por partidos. Pero, cuidado, porque eso implica que puede ganar alguien que efectivamente no tenga partido alguno, un populista cualquiera. La ventaja de Lavín que lo puede llevar a la Presidencia es, a la vez, síntoma de una tremenda debilidad de la democracia: el descrédito de los partidos. Su elección sería la confirmación de esta hipótesis.

La debacle de las instituciones es parte del mismo fenómeno. Las instituciones caen por una decadencia moral en su interior que expresa la ausencia de justicia social, un sistema donde cada cual se las “arregla” para cruzar la calle a su manera. Fraudes de carabineros y militares que se autoperciben como no integrados a la sociedad chilena, unas especies de parias, excluidos de la élite, eligen la compensación económica como sustituto. ¿Cuándo se ha visto un carabinero como miembro de la elite? ¿O un militar? Se podría decir que Juan Emilio Cheyre era la excepción que confirmaba la regla. Incluso la decadencia moral de la Iglesia católica, que culmina con Renato Poblete, muestra la profundidad de la crisis valórica de esta sociedad donde el pragmatismo, individualismo, el goce personal, valen por encima de todo lo otro.

Es un megáfono el que estamos oyendo, donde se grita tan fuerte que no se alcanza a oír. ¿El megáfono que no logramos oír o el que no queremos oír? Una sociedad que grita así de fuerte y no oímos, es porque no queremos oírla. No pueden creer nuestros ojos que estamos donde estamos. Desechamos estas líneas como exageradas, apocalípticas, descontextualizadas. Si de hecho nos dicen que somos los mejores de América Latina, ¿cómo puede ser todo esto cierto? Tiene que estar mal. Lo que está mal es el acceso a bienes políticos, donde Chile y su democracia han fallado. No confundir con el acceso a bienes económicos donde Chile ha sido mucho más exitoso en América Latina, si bien ha fallado en su redistribución.

El megáfono que no queremos oír, entre otras cosas, es porque no hay líderes que se atrevan a pintarnos como somos, no como nos queremos ver. Los que gritan cambio se sacaron la máscara, no quieren más vestirse de seda y son cada día más.

El nuevo mapa del Estudio Mundial de Valores muestra cómo Chile se despega de los países tradicionales y se ubica entre los más racionales de la tierra, más bien en la frontera de los países de la Europa católica en el conjunto de las naciones del Báltico Ortodoxo. Aumenta sus grados de libertad individual, niega las religiones, se seculariza y avanza a una sociedad abierta, mientras la elite sigue siendo tradicional y más bien confesional. La elite se ha secularizado mucho menos que la población. La crisis de representación es también valórica, no solo de pluralidad y política.

Tenemos dos maneras de abordar el problema. Por una parte, podemos buscar y encontrar un líder que denueste nuestro Estado y nos señale el camino para salir de la cueva (dorada), o bien tener un quiebre con altos niveles de movilizaciones sociales.

Las políticas públicas ya no son la solución a nuestros problemas, un cambio constitucional sí. Mientras más se aplace este cambio constitucional, más violento será. La próxima elección presidencial debería ser sobre el cambio constitucional para abordar los problemas institucionales y del sistema político. Si no lo es, solo agrandará la brecha entre la población y la dirigencia política, disminuyendo la participación electoral y fraccionando aún más el sistema de partidos.

Chile tiene masivamente el síndrome de Kahneman, los avances que no valen para la gran parte de la población porque son desiguales, el desarrollo es desigual, la velocidad de cambio es desigual, y la brecha que no se acorta para la mitad del país, producen la ausencia de satisfacción de cualquier avance. Somos un país más rico que antes, pero no avanzamos en el desmantelamiento de las desigualdades. Es el fin de los promedios para Chile. Sin ese avance no hay modo de disminuir la violencia. La violencia es expresión de esa brecha. Es por ello que el proyecto de las 40 horas a la semana es tan importante, porque dispersa el poder, hace justicia y redistribuye ingreso. Después del ajuste inicial, hay una percepción de redistribución de poder.

Hay que definir desigualdad para que no se entienda como a algunos les gusta describirla para poder desecharla rápidamente. No se trata de entenderla como el contrario de igualdad, es decir, “partes iguales”, sino de entenderla como justicia, es decir, equilibrio entre las partes. Kahneman describe el impacto de una distribución “injusta” sin equilibrio y sus consecuencias en el comportamiento. Eso es lo que enfrentamos, la injusticia en la distribución de los beneficios del crecimiento económico, que es donde Chile ha fallado.

El crecimiento económico es una nueva fuente de desigualdad, donde se da todos los días la oportunidad de más concentración de la riqueza y una evolución muy (demasiado) lenta del mejoramiento de las condiciones de la gran mayoría arriba descrita. La problemática de la productividad no puede estar más íntimamente ligada a ese fenómeno de la injusticia en la distribución del ingreso que ocho de cada diez chilenos creen que hay.

Los nudos gordianos que nos retienen para llegar al desarrollo son esos, son bienes intangibles, de los cuales el más relevante es la justicia.

Prestemos atención al megáfono de la sociedad, comprendamos lo que nos dice, y actuemos de acuerdo a ello, en pos de avanzar para todos y no solo para algunos. Hay que comenzar por un cambio constitucional que traiga consigo una efectiva igualdad ante la ley, sobre todo igualdad ante la justicia, con un sistema de rendición de cuentas de los que tienen el poder que vuelva soberanos a los ciudadanos. Claro está que, más que una larga lista de precandidatos a Presidente, que disputan cada día una torta electoral (número de electores) más pequeña, se requieren líderes que señalen el camino, sin miedo a subirse al carro en que la población ya se encuentra: el de una sociedad abierta.

Presenciamos el fin de la sociedad tradicional, caminando a pasos agigantados hacia una sociedad más abierta, secular y racional, que no pide permiso para avanzar.

 

Publicado en El Mostrador, medio digital de Chile