A José Gregorio lo llamamos el “médico de los pobres” por el gran espíritu de servicio que le llevó a atender, sobre todo, a los que carecían de medios para procurarse la salud. Para mí, sin embargo, es el médico de todos, pues no solo sabemos que atendía a cualquiera sin distinción, sino que yo, que no soy propiamente de esos más pobres sin ningún tipo de recursos, también fui sanada por él. Esto es relevante en un momento como el que vivimos, pues las caracterizaciones que estereotipan a los hombres por sus creencias o filiaciones políticas, por su nivel cultural o adquisitivo, abren zanjas que destruyen la vida en común. Estas percepciones erradas confunden y dirigen la atención a lo puramente físico y material; a lo aparente y no a lo esencial.
En el país hay mucha bondad oculta, pero también hay mucha destrucción. Hay necesidad de salud espiritual, porque pesan fuerzas muy contrarias al amor. Y esta palabra, tan necesaria para ser feliz y responder a la vida; tan fundamental para reconstruir sociedades rotas y apaciguar la violencia, es fuerte. No es blanda. Tiene un significado con mucho peso, porque aunque todos tendemos muy naturalmente a amar y a desear ser amados, el que necesitamos para derribar tantos muros es elevado: no es nuestro. Será un don de Dios, porque Él es el que hace nuevas todas las cosas. No hay amor sin verdad; por eso, para poder superar tantas diferencias tenemos que lograr reconocer que hay derechos fundamentales que deben ser respetados porque derivan de la dignidad humana: la vida, la libertad religiosa, el libre pensamiento, la educación, la salud, el trabajo.
Dios necesita de nuestra apertura interior, de nuestra humildad, de nuestra buena voluntad, para abrirnos el camino hacia la posibilidad de un diálogo honesto por el bien de todos. Su misericordia es más grande que nuestras miserias, pero Él necesita que se las entreguemos para obrar. Sus caminos son extraños; tanto, como lo fue el itinerario de José Gregorio, quien sufrió mucho discerniendo su vocación. Él sabe de caminos tortuosos y sabe también cómo Dios lo reconduce todo a un fin que lo explica todo. Por eso pienso que desde el cielo será un buen intercesor de nuestros intentos por enrumbarnos.
La reconciliación pasa por ver al país como las dos ciudades de san Agustín: el trigo está mezclado con la paja, porque hay corazones buenos, y otros más duros, en todas partes. Por eso, los capaces de lograr una comunicación con los que difieran de su particular modo de pensar, háganlo, pues toda aproximación al otro pasa por el diálogo. De lejos no es posible conocer a alguien, así como tampoco es posible evaluar su conciencia. Por eso el acercamiento es siempre el camino para cruzar ese río que nos separa en bandos, sobre todo cuando han abundado las sospechas que distancian.
El cambio que tanto anhelamos es fruto de una conversión interior: de saberse amados, comprendidos y sanados por Dios. La verdadera raíz de nuestros males es el pecado. La verdadera destrucción es la moral y pasa por el corazón. Por eso, la verdadera sanación en la que José Gregorio puede mediar es en la curación de nuestras almas. Yo no dudo de que Dios tendrá misericordia de su pueblo, pero espera esa renovación moral tan necesaria. El milagro consistirá en remover las conciencias y provocar deseos de mejora; no en transformarnos en ángeles sin que intervenga nuestra buena voluntad.
La violencia no se supera con violencia. Se supera con amor y con la defensa de la dignidad humana, para evitar que sea violentada. No conozco otro camino que el del acercamiento honesto al prójimo, porque de lejos no es posible conocernos. La única vía para salir de este laberinto es la de la apertura al otro, la de la mediación de la verdad y la suavidad del amor que perdona, que cubre las miserias, propias y ajenas, pero que no ceja de hacer respetar los derechos fundamentales, precisamente para posibilitar que nazca una sociedad nueva, donde el amor sea comprendido en su justa dimensión y el valor de todo ser humano, también.
Confío en que José Gregorio nos ayudará a abrir caminos de renovación, de diálogos honestos y fecundos, para que sea posible un país más fraterno y humano.