“En realidad, va a ser fácil curar el envejecimiento y el cáncer”, insiste David Sinclair, investigador sobre el envejecimiento en la Universidad de Harvard. En la misma sintonía, Elon Musk sigue afirmando que pronto hará que seres humanos aterricen en Marte y desplegará robotaxis en masa. Las grandes empresas han fijado objetivos de neutralidad de carbono basados en previsiones muy optimistas sobre el potencial de las tecnologías de eliminación del carbono. Y, por supuesto, muchos comentaristas insisten ahora en que “la IA lo cambia todo”.
En medio de esta confusa mezcla de exageraciones y maravillas tecnológicas genuinas, ¿será que los empresarios, científicos y otros expertos se están adelantando a los acontecimientos? Como mínimo, delatan una marcada preferencia por las soluciones tecnológicas a problemas complejos, así como la creencia pertinaz de que el progreso tecnológico nos hará más sanos, más ricos y más sabios. “Dennos un problema del mundo real”, escribe el decano de Silicon Valley Marc Andreesen en “El manifiesto tecno-optimista”, “y podremos inventar una tecnología que lo resuelva”.
Pero, como señalamos en nuestro libro How to Think About Progress (Cómo pensar en el progreso), esta actitud está muy influenciada por lo que llamamos el “sesgo del horizonte”: la propensión a creer que cualquier cosa que los expertos imaginen que se puede lograr mediante la tecnología está inminentemente a nuestro alcance. Debemos este optimismo a los éxitos de la tecnología en el pasado: la erradicación de la viruela, la llegada del hombre a la luna, la creación de máquinas que pueden superar a los grandes maestros de ajedrez y a los radiólogos.
Si bien estos hitos perduran de manera permanente en nuestra memoria colectiva, ofreciendo una sólida prueba inductiva del poder del ingenio humano, olvidamos (o ignoramos) todas las veces que la tecnología prometió resolver algún problema, pero no lo hizo. De la misma manera que a la historia la escriben los vencedores, el relato del progreso tecnológico se centra, principalmente, en los avances que dieron resultado, dando la impresión de que el Hombre Tecnológico consigue sistemáticamente todo lo que se propone.
El sesgo del horizonte nos afecta a todos, pero es más trascendente en quienes tienen suficiente experiencia como para poder ofrecer soluciones científicas y tecnológicas a los grandes desafíos en primer lugar -sobre todo si pretenden vendernos algo-. El peligro reside en convencernos a nosotros mismos de que podemos anticipar cada paso discreto que hace falta para alcanzar un objetivo ambicioso como “curar” el cáncer o colonizar Marte. Ese “saber” infunde confianza en el orador, así como esperanza en el oyente no experto.
Por otra parte, una cosa es prometer viajes turísticos a Marte y otra muy distinta afirmar que se va a inventar una máquina para viajar en el tiempo. La primera ambición al menos parece factible, y eso es más que suficiente para que cualquier optimista vaya por ella. La mera posibilidad puede ser una fuerza poderosa en la previsión y la toma de decisiones, porque normalmente no reconocemos que nuestro sentido de la posibilidad se amplía con la ignorancia. Cuanto menos se sabe sobre biología o viajes espaciales, más es lo que se cree que se puede conseguir en esos campos. Por lo que sabemos, la investigación antienvejecimiento realmente permitirá a las personas que están vivas hoy vivir cientos de años.
Este es el punto ciego que a los genios publicitarios de Silicon Valley les encanta explotar, especialmente tras momentos de gran avance como el lanzamiento del ChatGPT o el éxito de las vacunas ARNm contra el COVID-19. En esas ocasiones es cuando miramos al horizonte y abrazamos o revisamos nuestras ambiciones. ¿Quizá la ciencia detrás de las vacunas también ofrecerá “la cura” para el cáncer? Cuando incluso los expertos dicen “Por lo que sabemos, este último avance podría conducir rápidamente a X, Y y Z”, es una razón legítima para que el público no especializado se entusiasme.
Pero se trata de un modo de pensar simplista: como solo podemos especular sobre las últimas etapas de la secuencia necesaria para llegar al destino esperado, tenemos licencia para pasar por alto los imprevistos enrevesados que son inevitables en el curso de la investigación y el desarrollo. Si sucumbimos al sesgo del horizonte, podemos decir cosas como: “Todo lo que tendríamos que hacer para abordar el cambio climático es aumentar la I+D en tecnologías de captura de carbono hasta que hayamos encontrado la manera de hacerlas asequibles y viables en escala”. Precisamente porque aún no sabemos qué avances técnicos y científicos requeriría esto, podemos imaginarlo como algo eminentemente factible.
Hacerlo nos hace sentir mejor que admitir que un problema puede quedar fuera de nuestro control, o al menos durante más tiempo del que esperamos. Pero debemos resistir la tentación. La persistencia del sesgo del horizonte significa que hay razones tanto racionales como éticas para mantener un escepticismo realista respecto de la tecnología. Un exceso de confianza puede crear un riesgo moral. ¿Por qué preocuparse por las emisiones de carbono si podemos anticipar que la captura directa del aire o algún tipo de nanobot devorador de carbono acabarán por revertir el cambio climático?
Asimismo, debemos desconfiar de una tendencia psicológica que nos lleva sistemáticamente a sobrestimar nuestra capacidad para resolver con la tecnología grandes problemas que definen generaciones. Como dijo el bibliógrafo de ciencia ficción I.F. Clarke hace casi 50 años, albergamos el “eterno deseo de que el poder del hombre sobre la naturaleza sea siempre tan instantáneo y absoluto como su voluntad”. La modernidad ha hecho fácil y emocionante imaginar soluciones tecnológicas que aparecen de la nada. Aunque sabemos que no debemos apostarlo todo a esas expectativas, es demasiado tentador imaginar soluciones que harían que problemas como el cambio climático, las pandemias y el cáncer desaparecieran.
Esta tendencia puede obstaculizar nuestra capacidad de prepararnos para un futuro intrínsecamente incierto. Una preparación adecuada exige que no nos basemos en una muestra excesivamente sesgada de experiencias pasadas. A medida que nos enfrentamos a los grandes problemas mundiales, debemos evitar actuar como jugadores que solo recuerdan esas raras ocasiones en las que se sacaron la lotería, y no las muchas más veces en las que la casa se tragó su dinero.
Sin duda, el sesgo del horizonte no implica que no vayan a surgir pronto soluciones tecnológicas a los problemas de la civilización. Algún genio solitario podría resolver mañana el problema del cáncer o del cambio climático, falsificando las afirmaciones pesimistas sobre el futuro. No obstante, las afirmaciones sobre cuáles deberían ser nuestras expectativas racionales seguirán siendo válidas. Si uno anuncia que acaba de comprar un billete de lotería y al mismo tiempo hace una oferta por una mansión que no puede pagar, nadie lo elogiará por su criterio financiero, aunque gane.
Nicholas Agar es profesor de Filosofía en la Universidad de Waikato, Nueva Zelanda, y coautor, junto con Dan Weijers y Stuart Whatley, de How to Think about Progress: A Skeptic’s Guide to Technology (Springer Cham, 2024). Stuart Whatley es editor senior en Project Syndicate y coautor, junto con Nicholas Agar y Dan Weijers, de How to Think about Progress: A Skeptic’s Guide to Technology (Springer Cham, 2024).
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