Se ha convertido en una fórmula muy en uso decir que las izquierdas, el progresismo, sólo se ocupan hoy de promover las llamadas identidades: feministas, raciales, sexuales, climáticas, religiosas, regionales y cuanta quiera inventar. Todo ello se debería al fracaso manifiesto y reiterado por alcanzar su objetivo bautismal y consagrado en los textos fundacionales y sus epígonos, reiterativos o ilustres, y en una secular lucha cuyos resultados fueron enormes victorias, no menos estruendosas caídas y numerosas intervenciones que aquí y allá convulsionaron el globo, y por último modificaron el itinerario del devenir del capitalismo atemperando algunos de sus excesos.
Y bien, eso es cierto solo y parcialmente en los países desarrollados. Salvedad que hago al recordar la insólita violencia que ha recorrido, por ejemplo, las calles del luminoso París o el Chile económicamente ejemplar de estas tierras. Es decir, luchas por la desigualdad económica, por la distribución de la riqueza, por las diferencias y antagonismo de clases, esas de las que hablaba hace bastante más de un siglo Karl Marx. Pero sobre todo en el tercer mundo no puede dejar de tener la primacía la desigual distribución de la riqueza, hasta tal punto, la pobreza y la miseria extrema cunden y por ende la necesidad de redistribuirla, modificar la inequidad de que unos pocos la acaparan casi totalmente y otros, los muchos, carecen del mínimo para una vida que pueda llamarse tal. Eso hace que partidos de izquierda –los partidos comunistas se volvieron átomos insignificantes- de diversos rostros, farsantes como Maduro o legítimos como Boric o los países nórdicos de Europa, mal o bien, tienen que vérselas con los imperativos económicos.
Ello no quiere decir que esas otras luchas por las identidades no deban darse y de suyo se dan e incluso consiguen victorias. Pero nos interesa el caso Venezuela que poco, poquísimo, sucede en estos campos de batalla. Las luchas, verbigracia, por los derechos de la mujer y, en general, de la sexualidad son imperceptibles. Ni siquiera se debate sobre ellos. El aborto o el matrimonio homosexual, por ejemplo. O, en otro ámbito, la eutanasia. O manifestaciones de la conciencia ecológica. Por citar ámbitos mayores y de relevancia mundial, y aun ocasionalmente en países del vecindario.
Y uno se pregunta por qué, aun en un gobierno pirata y corrupto, pero que ha tenido ínfulas izquierdistas, en general en el peor sentido de la palabra, no ha osado pisar esos campos. O por qué no lo ponen sobre el tapete grupos intelectuales, ya que los partidos políticos no pueden ni con su alma. Por ejemplo, es muy poco lo que el feminismo ha conseguido en estas interminables décadas del despotismo, digamos de la verborragia incoherente de Chávez o las frivolidades cursis de Maduro.
Y no pareciera que es la coacción de las iglesias. Esta es una sociedad ya bastante laica y la Iglesia Católica, que sigue siendo la iglesia nacional, ha tenido momentos de enfrentamientos violentos con este gobierno alternados con otros más silenciosos, pero siempre en oposición. De manera que ese no pareciera el motivo para tanta elusión. La única vez en que unas feministas actuaron en fechas recientes fue a propósito de un acoso sexual, a la manera del me-too gringo, y terminaron en una desgracia lamentable, el suicidio de un reputado escritor por una causal muy equívoca. O el planeta anda al borde de deshacerse, según dicen, y no ha habido una sola marcha para pedir tregua a los que localmente no respetan –somos un país petrolero y minero- los siniestros números del cambio climático planetario.
Se dirá que estamos tan depauperados que no hay tiempo sino para sobrevivir en medio de una dictadura devastadora. Sí, es una razón de peso. Pero tampoco lo hicimos cuando no había tanta hambre y tantos migrantes y tanto despotismo. Somos un país curioso.
PS. Permítaseme al respecto un ejemplo realmente surrealista y degradante de nuestras damas, que no se puede dejar pasar por extravagante. El alcalde de El Tigre, en público y de viva voz, grabado en un video para la posteridad, le regaló a una joven cumpleañera un consolador de veinticinco centímetros para que llegara al éxtasis, al gran orgasmo, ya que él no era capaz de tanto. Llamó al artefacto el manduco (¿). Ella lo sacó de la caja y lo mostró en medio de gran alegría, diciendo entre otras cosas que toda mujer tiene derecho a su manduco. Alguien agregó, probablemente funcionario, que ese manduco iba a oler a cacho quemado esa noche. Muchas risas. Somos un país curioso.