Fullería. Truco de prestidigitador. Embauco de Blacamán.
Lo primero que se me viene a la mente es Chávez y su continua apelación al “soberano” en los albores de su hegemonía política. En nombre de esa coartada, o de esa aspiración legitimadora, para ser benignos, impuso -por métodos electorales pero impuso- una Constitución sin consenso apenas con el voto favorable de un 29,9% del electorado total (3.301.475 de los 11.022.031 de electores registrados). Cifra más que elocuente para constatar que algo se había hecho mal. ¿Un nuevo pacto social sin acuerdo de todos? Grave error. ¡Cuánto de nuestra conflictividad actual no proviene de aquel giro forzado de nuestra historia! Más, mucho más apoyo popular tuvo la Constitución del 61. No hubo referendo, es cierto. Pero el estamento político que la encarnaba recibió en 1963 el apoyo del 92,2% del total de electores registrados (esto sin contar que los comunistas alzados en armas también fueron firmantes de aquel texto constitucional).
Un cuarto de siglo después, la triquiñuela es más burda aún. Se quiere hacernos creer que los resultados de unas primarias organizadas sólo por un sector de la oposición son un “mandato” popular. Así se les llama. Única fuente de legitimidad de todo. No niego y antes por el contrario encomio que los partidos de la PUD al menos hayan mostrado la sabiduría de sentarse alrededor de una mesa, ponerse de acuerdo en unas reglas de juego, y seleccionar de mutuo acuerdo mediante primarias una candidatura (así haya sido, como fue, una candidatura inútil por inhabilitada). Alguna vez, Gustavo Márquez y yo propusimos negro sobre blanco cosa semejante a los partidos de la otra oposición. Conformar un Frente Amplio a la uruguaya. Pero fue desechada la propuesta. No es culpa de la PUD que éstos no hayan sido capaces de hacer lo que ella sí. No es su responsabilidad que sus sectores contrarios, que disputaban su hegemonía en el campo de la oposición, hayan postulado ¡ocho candidatos! y no uno que pudiese competir con el de la PUD por ese espacio común.
Pero pongamos las cosas en su lugar. En las primarias de octubre participó sólo el 12% del electorado nacional (es decir, aproximadamente lo mismo que lo que los partidos de esa alianza obtuvieron en los comicios regionales de 2021). Eso, ateniéndonos a los cómputos de Súmate (que pueden presumirse sesgados). Nada despreciable, en cualquier caso, para ser sólo unas primarias. Pero que no se nos diga que eso es el pueblo.
¿Mandato popular? ¿En serio? ¿Es que el 88% restante no es pueblo? ¿Cómo puede ser “mandato popular” una resolución que no compartieron ¡las ⅘ partes! del electorado nacional?
Además, todo cuanto ocurrió luego de las primarias, las enrevesadas peripecias que condujeron a la PUD al borde del abismo del 25 de marzo, y luego al apremio del 21 de abril, puso de relieve lo que tanto alertamos muchos: que había sido un error la decisión de perseguir durante meses el espejismo inalcanzable de una candidatura inhabilitada. Tiempo perdido. Recursos malbaratados. Energía dilapidada. Se dijo que Machado sería candidata, y no lo fue. Se dijo que no podrían hacerse elecciones sin ella, y se convocaron para el 28J. Se dijo que jamás se pensaría en un plan B, y se terminó postulando a una “tocaya” como sustituta. Se presentó aquella operación, bajo fuegos de artificio, como una genial operación de alta política: pero la “tocaya” tampoco pudo inscribirse. Cuatro fracasos en línea. Al final, y luego de una de las campañas más infames que puedan haberse maquinado contra político alguno, y de poner así fuera de juego a Manuel Rosales, quien había salvado la ruta electoral a cuatro para las 12, se apeló a ése que Ramón Guillermo Aveledo (no alguno de los capitostes del extremismo oposicionista) había propuesto como candidato “tapa” (desagradable cognomento de nuestro decadente tiempo político que me abochorna usar).
De esta suerte tenemos que la candidatura de Edmundo González Urrutia tuerce el disparatado rumbo de la oposición y se orienta por otra ruta en todo diferente. EGU es, en cierta forma, una rectificación del error cometido con y durante las primarias. Una enmienda a esa estrategia de desafío inútil al poder (la candidatura inhabilitada) que no llevó a la PUD a ninguna parte.
El proceso que se pretendió iniciar con las primarias se canceló el día en que los representantes de diez partidos sentados alrededor de una mesa escogieron por consenso, sin consultar a nadie, otro candidato. Es decir, la fuente de legitimidad de la candidatura de EGU no es el supuesto “mandato» de las primarias de octubre (que como he demostrado no existe) sino el consenso. Sí, ese concepto tan aborrecido por innúmeros extremistas de uña en el rabo. EGU debe asumirlo así con entereza y con orgullo.
De modo que pretender cernir sobre él la sombra de un supuesto “mandato” que le es anterior (como si se quisiera con ansiedad “titerizarlo”) es una equivocación muy perniciosa que por lo demás maltrata su candidatura. EGU es hoy la consecuencia de un consenso labrado con la urgencia a que nos condujo la irresponsabilidad del egotismo y el personalismo de una candidatura inhabilitada que nos llevó hasta el borde del precipicio de la abstención el 25 de marzo.
Para fortuna de todos, incluso de quienes se empeñan en el error con fervor digno de mejor causa, EGU ha testimoniado una y otra vez su deslinde conceptual, discursivo y político con el extremismo: ofrece la fuerza tranquila (para usar la consigna de Mitterrand) del sosiego, enuncia como principios la reconciliación y el respeto por el adversario y no la venganza, propone serenidad y no exaltación para una transición en orden y en paz. Ha llegado incluso a decir que tiene la disposición a considerar la participación de algunas personalidades del actual gobierno en el suyo. ¡Albricias! Lo mismo que tanto hemos dicho quienes por ello fuimos fusilados una y otra vez en el paredón del radicalismo infecundo.
Sus palabras, e incluso sus ademanes, comunican moderación y no extremismo. Calma y cordura, diría el López Contreras de 1936. Así, vale la pena correr el riesgo y votar por él.