OPINIÓN

El mambo y una hazaña de radio

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

 

Esa tarde estaba sentado en una silla en el pasillo de Radio Continente esperando que Salvador Garmendia terminara de escribir algunos capítulos de la radionovela que transmitía la emisora. Salvador se desempeñaba allí no solo como escritor de radionovelas sino como estupendo locutor junto al poeta Luis García Morales, el celebrado autor de El río siempre, el más hermoso poema dedicado al viejo Orinoco. Esperaba pacientemente a que Salvador terminara su trabajo para echarnos los tragos en algún bar de mala muerte y de su preferencia.

Salvador tecleaba directamente sobre el esténcil, la larga lámina encerada que al pasar luego por el multígrafo reproducía lo escrito las veces que fuesen necesarias. El multígrafo era el precursor de la impresora, pero también en su momento un arma política perseguida por el régimen perezjimenista porque con él se imprimían virulentos panfletos. La Seguridad Nacional, la policía política, allanó el local del Grupo Sardio y encontró unos collages que yo hacía con las entintadas hojas del esténcil. Acusado de poseer un multígrafo caí preso. ¡Padecíamos entonces un régimen fascista!

He contado la situación que sigue a continuación, pero vale la pena referirla de nuevo por la autenticidad que conlleva ser un buen escritor: en Radio Continente vi a Salvador tan abrumado escribiendo la radionovela que le pregunté si podía ayudarlo. Alzó la mirada del esténcil, me miró y dijo; ¡No puedes! ¡Escribir mal es muy difícil!

Y allí estaba yo sentado en el pasillo esperando como todas las tardes y de pronto siento que se abre violentamente una puerta y veo salir a un hombre malhumorado murmurando incoherencias porque al parecer no encontraba unos acordes para un programa que estaba produciendo. Al verlo y escucharlo lo único que se me ocurrió fue decirle que buscara un mambo. ¡Me miró furioso! ¿Mambo?, dijo. ¿Cuál mambo? ¿Qué mambo, chico? ¡No sé!, contesté, ¡el mambo sirve pa’ muchas cosas!

¡Volvió a entrar tirando la puerta! Yo seguí sentado fumando mi cigarrillo mientras esperaba a Salvador. Al rato, la puerta se abrió y salió el mismo tipo. Me vio de nuevo y preguntó: ¿Qué haces tú ahí? «Espero a Garmendia para…» No me dejó terminar y sin decir una palabra alargó el brazo, me tendió la mano. Dio media vuelta, entró, cerró la puerta y no lo volví a ver nunca más. En mi mano quedó un billete de 50 bolívares. Era su manera de agradecer lo que personalmente consideré como una oportuna alusión al mambo. (Además, era la primera vez en mi vida que me ganaba un dinero sin hacer nada y sin moverme de una silla).

Una cervecita. una lisa costaba entonces la mitad de un bolívar. Esa tarde, Salvador y yo festejamos a Radio Continente, a Dámaso Pérez Prado, el Rey del Mambo, pero también al generoso y desconocido benefactor.

¡Pero la historia no termina allí! El sujeto que salió al pasillo, alargó el brazo y puso 50 bolívares en mi mano es el mismo que armado tan solo del teletipo donde figuran  los nombres de los jugadores de fútbol y el lugar que les corresponde en el campo de juego, así como los goles anotados y los nombres de los goleadores se encerraba en la cabina, exigía que durante 90 minutos y el tiempo de descanso no lo molestaran y narraba el partido de fútbol sin dejar de mirar el reloj del estudio. En el momento exacto cumplía rigurosamente las indicaciones del teletipo y gritaba como loco: ¡Goooool! ¡Goooool!  y mencionaba y repetía con efusivo entusiasmo el nombre del goleador y oportunamente ponía efectos sonoros de muchedumbre encendida de júbilo.

¡Resultaba algo insólito! Recreaba la atmósfera y los estallidos de color de la tribuna; la furiosa alegría del público; el aire de la tarde. Se permitía describir a los histéricos hinchas enarbolando las banderas de su equipo. Se inventaba perfectamente los saques de esquina, los tiros libres, el balón detenido, la tarjeta amarilla o roja, la expulsión, incluso, del entrenador cuando desde el límite del campo interfiere abusivamente en el juego.

Armaba el juego en la cabina del locutor con solo el escueto teletipo y el reloj de pared imprimiendo a su relato fuerza, ánimo y apasionada vehemencia como si él mismo fuera un fanático enardecido viviendo el partido desde las gradas. Los radioescuchas podían jurar que estaba transmitiendo directamente desde el Santiago Bernabéu de Madrid, del Camp Nou de Barcelona, del Wembley o del Arsenal de Londres, del San Siro de Milán o del Ramón Sánchez Pizjuán de Sevilla, famosos estadios del fútbol.

Espero que mi memoria poco confiable no me haga quedar mal, pero en el centro de esta pequeña pero grande historia creo encontrar a Felo Jiménez y a ese personaje a quien nunca llegué a conocer pero le sugerí una vez, acertada y satisfactoriamente, un mambo que se convirtió en 50 bolívares caídos del cielo, en un bar de mala muerte y en un río de cerveza en el que estuvimos a punto de ahogarnos Salvador Garmendia y yo.