Ruth Osterreicher de Krivoy tiene entre otras exclusivas credenciales la de ser la primera y hasta ahora única mujer presidente del Banco Central de Venezuela, como antes graduada summa cum laude de economista en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de nuestra Universidad Central de Venezuela, hoy incorporada como Miembro Honorario de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.
Recogió su experiencia en la gran crisis bancaria venezolana de 1994, encontrándose al frente del Instituto Emisor, en un libro testimonial significativamente titulado Colapso, tan pronto como en el año 2002, cuando todavía no se habían asentado las aguas y aún sufríamos las secuelas de aquellos años turbulentos.
Su antecesor, Miguel Rodríguez, designado a finales de febrero, abandonó en abril, es decir, que se sostuvo poco más de un mes en el cargo, luego de la salida del doctor Pedro Tinoco, como secuela del golpe militar del 4 de febrero de 1992; es imposible no destacar que varios caballeros eludieron ese desafío, no siempre en forma elegante.
De manera que Ruth de Krivoy tomó las riendas bajo los peores auspicios, cuando nadie le hubiera augurado siquiera un desempeño anodino de un cargo ya de por sí altamente controversial y que precisamente en ese momento se encontraba en el ojo de una tormenta que se desataría previsiblemente en los meses siguientes.
Las leyes redactadas para implementar la reforma del sistema financiero introducidas al Congreso, se empantanaron en el cieno de las maniobras políticas y juegos de intereses sin que fueran aprobadas en el transcurso de dos años que resultaron cruciales; mientras tanto, la inestabilidad política, crisis económica, desconfianza generalizada, propiciaban la desinversión y fuga de capitales, elementos todos que configuraron la tormenta perfecta que se desato junto con el cambio de gobierno nacional y la catástrofe del Banco Latino.
Ruth tiene su propia versión de lo que ocurrió en esos momentos cruciales que sin ninguna duda signaron el ingreso del país al siglo XXI, expuesta de una manera diáfana y (si se prescinde de ciertos tecnicismos y gráficos incomprensibles para legos) de provechosa lectura para cualquiera no especialista en banca, finanzas y economía en general.
Sin ignorar el contexto político de la crisis bancaria, que existiera la intención deliberada de destruir a unos conglomerados financieros y favorecer a otros, por motivos incluso personales, no obstante, señala las malas prácticas de negocio que pudieron influir cuando no causar directamente la bancarrota de algunas de estas instituciones.
Por ejemplo, algo debió hacer mal el grupo latino para obtener los resultados que tuvo, digamos: competencia desleal, préstamos entre asociados, despilfarro, balances maquillados, lo que llama con un toque de humor “contabilidad creativa”; aunque también matiza que éstas no eran prácticas exclusivas del grupo latino sino muy generalizadas.
Le escandaliza la afirmación del presidente Caldera de que “el problema del Banco Latino es una situación compleja que no me concierne”; pero le concede razón a su ministro de Hacienda, Carlos Rafael Silva, quien: “Acertadamente señaló que el gobierno tan sólo había intervenido a un banco que había sido arruinado por su gerencia”. Y si quedara alguna duda, añade: “Lo triste del caso era que el Banco Latino fue tan mal administrado que su gerencia no logró construir un banco viable a pesar de toda su influencia política”.
Pero Ruth no está en absoluto alineada con la administración Caldera aunque éste no haya dado señas de querer sustituirla, sin embargo, el impasse y la confrontación se iban a producir inevitablemente en el mismo curso del desenvolvimiento político y, aunque sea extraño en este país, fue por razones de principios, lo que requiere cierta explicación.
Veamos, lo que está asentado es que Caldera nombró a Gustavo Roosen, quien presidía la Junta Interventora del Banco Latino, como comisionado especial para tratar la materia de la crisis financiera. Éste presentó un plan que debía ejecutarse en un plazo de 96 horas, lo que Ruth no duda en calificar de “absurdo”. Es inflacionario y mermará las reservas internacionales.
Las reuniones de alto nivel subsiguientes no parecían ser otra cosa que “una maniobra para acorralar al Banco Central” y obligarlo a suscribir un supuesto pacto que se tituló “Bases para un compromiso de solidaridad”, el Plan Roosen. Centrado en bajar las tasas de interés y poner al BCV a remolque del gobierno; Ruth le opone la reducción del déficit fiscal y la autonomía del Instituto Emisor. Tomó la línea dura, apoyada por el Directorio. “Hubo un acuerdo unánime: ninguno de nosotros quería ser parte de ese pacto”.
Vista la inflexibilidad del gobierno, Ruth de Krivoy renunció al cargo de presidente del BCV el 26 de abril de 1994, a dos años de haberlo asumido en las circunstancias más aciagas de que se tenga memoria en el Instituto y el país, que tuvo a su vez cuatro presidentes; pero son tantas las lecciones que sería imperdonable no mencionar alguna.
Dice en su misiva: “Mi contribución tiene un solo límite: el de mis convicciones personales”. Esto no le permite “ser partícipe de acciones que, en esencia, vulneran el principio fundamental que justifica, ante mí misma, mi presencia al frente del Instituto”.
Ahora bien, ¿qué principio fundamental será ese? En un plano mero especulativo puede resumirse en la expresión Tzedaká, que no tiene traducción al español porque el concepto ni siquiera existe en nuestra cultura y a veces se identifica con “caridad” o bien “solidaridad”, que pusieron tan de moda los polacos entre nuestros socialcristianos.
Pero la caridad implica una gracia, un acto gratuito de desprendimiento; la solidaridad supone un acuerdo entre varios en que cada uno sacrifica algo en aras del “bien común” o bien el concurso de “todos para uno y uno para todos”. En cambio, la raíz de Tzedaká es “tzedek” que significa “justicia”, entraña un imperativo, ser justo, actuar con rectitud, hacer lo correcto.
Irónicamente, en el Libro de Rut, esta vez en la Biblia, encontramos un ejemplo de aplicación práctica de Tzedaká: Rut, la moabita, recoge espigas que van dejando caer los segadores, para obtener sustento por su propio esfuerzo, sin humillarse a pedir limosna.
“Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu tierra segada. Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo Soy, Jehová, vuestro Dios.” (Lev., 19,9)
Maimónides distingue ocho niveles de Tzedaká y el más elevado es ayudar a alguien antes de que se empobrezca, ofrecer un apoyo sustancial en forma digna, otorgándole un crédito adecuado, ayudándole a encontrar un empleo o establecer un negocio, de manera que no se vea obligado a depender de otros.
Esto es muy distinto a caridad, solidaridad y ciertamente, es una cuestión de principios.