Parece mentira que Almodóvar haya ganado el León de Oro en el 2024, cuando se lo debieron haber concedido hace décadas atrás.
Pero por algo se comienza a corregir un error histórico de los Festivales, que han sido mezquinos a la hora de reconocer al autor con los principales premios.
Algún día le llegará la Palma de Oro que le es tan esquiva y que pudo obtener con cualquiera de sus cintas en competencia: Todo sobre mi madre o Dolor y Gloria, por poner un par de casos.
También evoco mi encuentro surrealista con Pedro Almodóvar y su séquito, incluyendo a Javier Cámara, en una callejuela de Roma, cuando ellos promocionaban Los amantes pasajeros, uno de los divertimentos del realizador, de vuelta a la comedia ochentera.
Yo venía de terminar una jornada agotadora de trabajo, bajando de la Fontana de Trevi, cuando me topé con el realizador, y no podía creerlo, en una pequeña ruta de acceso al centro.
Fue como de película, todo muy rápido, ellos reían y celebraban como en Madrid, dominando el espacio con sus voces inconfundibles, hasta que me les acerqué y los sorprendí un poco, diciéndoles que era un fan de Venezuela y que nunca imaginé que mi viaje cerraría, viendo a Pedro Almodóvar.
El actor Javier Cámara estalló de risa, don Pedro Almodóvar estrechó mi mano nerviosa, y todos fueron empáticos con mi emoción de Intensamente.
Están acostumbrados, obviamente. Sin embargo, la casualidad me permitió confirmar que Pedro Almodóvar se ha ganado al mundo, no solo por su talento e ingenio, sino por su enorme corazón, su condición humana, para ir de salida y entender a las personas.
De tal modo, hemos sido deleitados con su nueva obra maestra, La habitación de al lado, cuya intensidad dramática no nos es ajena, pero sí que redobla su apuesta en su revisión posmoderna de los dilemas del cine de autor de la segunda posguerra: la incomunicación, la alienación, la búsqueda de libertad y la urgencia de la poesía ante el dolor de los demás, bajo la estética de los grandes pintores y directores que admira Pedro Almodóvar, quien dialoga con el John Huston de Los muertos y el Bergman de Gritos y susurros, mirando a Persona.
Para romper con el sentido del realismo, a gusto, el autor se toma sus licencias de vanguardista, asimilado por la cultura académica y mainstream, al concebir una dirección de arte, donde nos recreamos en las imágenes poderosas de la obra de Hooper y de los cuadros de la escena pop del Andy Warhol de los setenta y ochenta, en su época de dominio de la Gran Manzana.
Warhol hacía películas pequeñas con sus amigos de la Factory, mientras se inspiraba con las atmósferas inconfundibles de Manhattan, antes de ser colonizada por el cine de Woody Allen.
La habitación de al lado se nutre de aquellas esencias de un pasado bohemio, que parece amenazado por la extinción y la cancelación.
En tal sentido, Almodóvar elige contar un réquiem por un sueño, el de un cine y un arte que no van más, a través de la visión doble de una de sus clásicas parejas protagónicas.
Una es Tilda Swinton, que remite al penacho blanco de Pedro. Una Chica Almodóvar al borde de un ataque de nervios.
La otra es la Juliana Moore, que fue musa del movimiento indie y de los melodramas “sirkianos” de Todd Haynes, como Far from Heaven.
La habitación de al lado las junta en un Last Dance, en un viaje interior y final, como de Thelma y Louise, reflejándose en el espejo terminal de Mar adentro y Las invasiones bárbaras.
El guion, basado en una pieza literaria, es altamente verboso y militante, cuestión que no me molesta en absoluto, porque lo entiendo como un retrato manierista de un mundo intelectual que desaparece, y que en efecto, he llegado a conocer para dar crédito de su veracidad.
Las conversaciones neuróticas, entre escritores y profesionales esnobistas, no son patrimonio exclusivo de Ocho y medio de Fellini, de La noche de Antonioni, de La grande belleza.
Woody Allen las llevó al límite de la deconstrucción, tomando una realidad como fuente de inspiración.
Por ende, La habitación de al lado se sitúa en la casa de fantasmas, en la que habita, como una piel, el inconsciente de Nueva York, después del 11 de septiembre, después de la catástrofe del covid.
Ante ello, Pedro propone el refugio de la amistad trágica, de los afectos y de las extrañas sociedades que surgen en situaciones límite, como de Átame y Matador.
En el segundo acto, llega John Turturro a manifestar su desazón y descontento, de un hombre en crisis de mediana edad, atormentado por el fin de la tierra, a merced del cambio climático.
Moore lo escucha, en su pesimismo, pero pasa de él, entendiendo que la vida sigue, a pesar de la dimensión de los problemas que no podemos resolver con nuestra voluntad y enojo.
Por eso las Chicas Almodóvar se despiden en su ley del deseo, esperando el desenlace, mientras ven películas clásicas y ríen con los gags de Buster Keaton.
Puede que nos sintamos así, cuando disfrutamos de La habitación de al lado en la gran pantalla.
Es una experiencia que nos reconforta, que nos alivia un montón, que nos seda con placidez, suponiendo una digna despedida, una clausura, que admite una revancha dulce, una resurrección y una descendencia en el futuro.
Almodóvar ha alcanzado una etapa de espléndida madurez, a los 75 años, que parecen menos.
Ojalá que nos pueda continuar animando, por más años de reflexión crepuscular de sabio, de filósofo popular. Uno de los últimos de su generación en la fase de apertura de España, hacia el globo.
Caracas tiene la suerte de asistir a la cita, una vez más y como corresponde, lo cual nos habla de una Venezuela que no se doblega y que resiste a los embates de los que quieren eclipsarla.
La habitación de al lado brinda un foco de luz en tiempos de oscuridad.
Así de sencillo.
Voy a seguir fantaseando en que veamos a Pedro Almodóvar en Caracas, con motivo de un próximo Festival de Cine Español.
Cuestión de imaginarlo, que no cuesta nada, como soñar.
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