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El lenguaje violento, una grave amenaza para las democracias

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Después de que terminó de coleccionar diplomas en las universidades de Harvard, Brown y Oxford, el historiador norteamericano Timothy D. Snyder consagró más de 30 años a estudiar las desdichas que azotaron esas “tierras de sangre” de Europa Central que fueron martirizadas por Adolf Hitler y Josef Stalin. Especializado en la historia de ese volcán político azotado por sucesivos ciclos de guerras y totalitarismo, en 2017 reunió “20 lecciones aprendidas de los regímenes tiránicos del siglo XX”, que aún siguen vigentes y continúan amenazando a las democracias contemporáneas. En ese volumen de 128 páginas, sobriamente titulado Sobre la tiranía, recuerda que “la historia no se repite, pero sí alecciona”. Por eso, vive aterrado por la polarización política y el lenguaje violento que emplean –cada vez con más frecuencia y mayor vehemencia– los principales dirigentes occidentales para zapar las instituciones e instaurar regímenes autoritarios. En la práctica, esas 20 lecciones son un catálogo de consejos para “evitar convertirse en cómplices de un proceso político que puede derivar en una autocracia”. Snyder completó esa reflexión tres años después con The Road to Unfreedom (traducido como “El camino hacia la no libertad”), una radiografía sobre los riesgos que presenta la pérfida utilización de internet, como demostraron el Brexit y el ascenso al poder de Donald Trump.

La ola de violencia política y agresiones verbales que se extiende por todo Occidente –y amenaza con anegarlo por completo– preocupa seriamente a los políticos democráticos, organizaciones internacionales e instituciones de defensa de las libertades porque constituye el desafío más serio que debieron enfrentar desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

“Cuando se estandariza el lenguaje de odio, abre la vía a la supresión de los derechos cívicos y al establecimiento de regímenes opresivos que estimulan un resurgimiento del fascismo a escala mundial con consecuencias devastadoras para las democracias”, advirtió la exsecretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright en su libro Fascismo. Una advertencia.

No es descabellado percibir el futuro de esa manera y adivinar los tornados que aparecen en el horizonte como consecuencia del comportamiento generalmente autoritario e intolerante y, por lo general, resultado de una progresiva reclusión en torres de cristal, lo que acentúa su aislamiento de la realidad. Ese encierro físico y psicológico se agrava cuando esos líderes se dejan arrastrar progresivamente por el torbellino de las redes sociales, que algunos psicólogos, como Sherry Turkle, consideran como una sublimación de la guerra.

Un informe de la Unesco de 2020 reveló un aumento del 20% de “discursos odiosos” en las expresiones públicas, particularmente en las principales plataformas sociales, como resultado del anonimato en línea, la polarización política y los algoritmos que amplifican los contenidos convertibles de las redes. Esa dinámica de acción-reacción terminó por generar una extraña patología conocida como “nomofobia” (abreviatura “no-mobile-phone phobia”) que afecta a no menos de 3.000 millones de usuarios compulsivos de las redes cuando deben prescindir del celular. La epidemia –menos letal que el covid-19, pero igualmente peligrosa para la salud mental– es una adicción fuerte, tan peligrosa como una droga, que constriñe a los adictos más graves a dedicar 4 horas y 48 minutos por día a consultar su pantalla. Los más frágiles desarrollan un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que consiste en mirar su teléfono 210 veces y tocarlo, en promedio, otras 2.617 veces para scrollear y manipular el aparato, según un estudio realizado con la aplicación DScout entre 94 voluntarios. En los casos de patología elevada, esa cifra puede llegar a 5.427 interacciones por día.

Los seguidores de esas plataformas viven en un estado de angustia, pánico, inquietud y fragilidad nerviosa que los coloca en situación de extrema fertilidad frente a la obsesiva siembra de fake news, comentarios odiosos y ataques que destilan las redes sociales y también los ingenieros del odio que operan por radio, televisión e incluso en la prensa escrita para capitalizar el malestar de la gente. “El core business que explotan los pirómanos sociales es la rabia”, sostiene la filósofa suiza Marianne Hänseler.

Si bien Hannah Arendt murió en 1975, sus análisis conservan vigencia en el siglo XXI. Sus advertencias sobre la manipulación y la propagación del lenguaje para preparar el terreno a los regímenes totalitarios, formuladas en 1951 en Los orígenes del totalitarismo, confirman la célebre sentencia de Jean-Paul Sartre: “Las palabras se convierten en instrumentos de poder”.

John Suler, profesor de psicología en la Rider University, explicó en su libro The Online Disinhibition Effect que “el anonimato y la distancia psicológica por internet pueden conducir a comportamientos extremos, incluyendo una mayor agresividad”. Ese efecto de desinhibición opera tanto para el emisor como para el receptor de los mensajes.

Después de estudiar el comportamiento de Trump, el psicólogo John Gartner, exprofesor en la Universidad Johns Hopkins, y su colega Bandy Lee, psiquiatra en Yale, llegaron a la conclusión de que presentaba síntomas de disturbios de personalidad narcisista, así como una “necesidad constante de validación”, que fomentan una fuerte tendencia agresiva. La psiquiatra Mary Trump –sobrina del expresidente– describió en su libro Too Much and Never Enough (Demasiado y nunca suficiente) que Trump “combina elementos de narcisismo, psicopatía y actitudes paranoicas”. Ese cuadro de “narcisismo perverso” puede resultar extremadamente peligroso cuando se trata de una persona que posee autoridad y poder, no solo como Trump o Putin, sino como otros líderes políticos de Occidente. El mejor ejemplo lo aporta el experiodista Bob Woodward en su libro Fear: Trump in The White House (“Miedo: Trump en la Casa Blanca”) cuando enumera decisiones importantes que adoptó cuando era presidente en forma impulsiva, con frecuencia sin consultar a sus consejeros o expertos, como el retiro del Tratado de París sobre el Clima o el abandono del Acuerdo Nuclear con Irán. En varias ocasiones, asegura, sus principales colaboradores debieron intervenir para evitar crisis mayores. Sobre ese tema, existen bibliotecas de psicología política, ciencias comportamentales y estudios de liderazgo que describen los riesgos asociados que pueden tener las decisiones impulsivas e imprevisibles adoptadas por un jefe de Estado que presenta síntomas de desorden de personalidad narcisista (NPD, en inglés). “Esos riesgos se agudizan en contexto de crisis, estrés o percepción de amenazas o frustración”, confirma El peligroso caso de Donald Trump, un trabajo en el que Lee reunió la opinión de 27 expertos en salud mental que abordan específicamente las reacciones impulsivas o las actitudes erráticas del exocupante de la Casa Blanca.

La aceleración de la vida política, la polarización de las ideologías, las crisis económicas y sociales y –sobre todo– la radicalización del populismo en ascenso terminaron por convertir las redes sociales en auténticos campos de batalla que fragilizan peligrosamente las instituciones. En How Democracies Die (“Cómo mueren las democracias”), S. Levitsky y D. Ziblatt pronostican un aumento de esas tendencias explosivas que están cavando la tumba de las sociedades democráticas de Occidente.


Carlos A. Mutto es especialista en inteligencia económica y periodista.

Artículo publicado en el diario La Nación de Argentina / GDA

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