El 28 de abril de 1973, ayer hace cincuenta años, moría en el convento de los Petits Frères de Jesús de Toulouse Jacques Maritain, acaso el pensador católico más influyente en la segunda mitad del siglo XX. «La de Maritain –dijo el filósofo italiano Italo Mancini– es la mayor síntesis moderna de la comprensión católica». Al recibir la noticia de su muerte, Pablo VI emitió un sentido telegrama en el que decía: «Profundamente conmovido por la noticia de la llamada de Dios a Jacques Maritain, un amigo especialmente querido, su voz, su figura quedará en la tradición del pensar filosófico y de la meditación católica». Unos años antes, el 8 de diciembre de 1965, en la solemne sesión de clausura del Concilio, Maritain estuvo presente en representación del mundo de la cultura, y en la abarrotada Plaza de San Pedro el Papa le hizo entrega del «mensaje del Concilio a los hombres del pensamiento y de la ciencia». Al darle el documento, el Papa Montini le dijo sencillamente: «La Iglesia le está muy agradecida por el trabajo de toda su vida».
Jacques Maritain se había incorporado a la comunidad de los Petits Frères en 1960, tras la muerte de su esposa Raïssa, con quien había compartido cincuenta y seis años de matrimonio. En 1970, con ochenta y ocho años de edad, hizo la profesión de hermano de dicha congregación religiosa contemplativa. Es en el convento de Toulouse donde escribe el último de sus libros (1966), que puede considerarse su testamento espiritual, El campesino del Garona, con el significativo subtítulo «Un viejo laico se interroga sobre el tiempo presente». El Concilio acababa de concluir. Maritain agradece su obra extraordinaria, subrayando algunas de sus aportaciones: el reconocimiento del derecho a la libertad de conciencia y el deber primordial de búsqueda de la verdad, declarando más explícitamente que nunca el valor, la belleza y la dignidad propias de este mundo, así como la «misión temporal del cristiano». Pero, al mismo tiempo, advierte de una nueva mentalidad que se estaba abriendo paso en los medios católicos, apoyándose en interpretaciones erróneas del Concilio. Lo que Benedicto XVI llamó más tarde «el Concilio virtual y no real». Las enfermedades de esa nueva mentalidad que destaca Maritain son: la adoración de lo efímero (que impide el descubrimiento de la verdad eterna), la logofobia, que rechaza la filosofía en nombre del lenguaje y que conduce al relativismo, y, sobre todo, una actitud de «ponerse de rodillas ante el mundo», que desemboca en una reducción del cristianismo a lo temporal, olvidando que «la historia del mundo progresa simultáneamente en la línea del bien y en la del mal». Las sabias admoniciones del «viejo laico» están hoy más vigentes que nunca. La lectura del Campesino de La Garona es indispensable para comprender en su conjunto la gran obra del filósofo francés.
Maritain fue un converso. Pertenecía a una familia de la burguesía francesa, instalada en el protestantismo liberal, en el que su abuelo materno Jules Favre, ministro en la III República, había sido un personaje influyente. Estudió el bachillerato en el prestigioso liceo Henry IV y cursó los estudios de filosofía en La Sorbona. En el año 1901 se produce un hecho decisivo en su vida. Conoce a Raïssa Oumansoff, una joven judía ucraniana, nacida en Mariupol, cuya familia había emigrado a París, y que, como Jacques, era estudiante de La Sorbona. Tres años después se casan. A Maritain, que había terminado sus estudios de filosofía, no le satisfacían las corrientes filosóficas en boga en los medios intelectuales francesas. Los jóvenes esposos inician un camino espiritual, con la influencia de los escritores Charles Peguy y Leon Bloy, que les conduce al catolicismo. En 1906 reciben el bautismo y bajo el influjo del dominico Humbert Clérissac Maritain estudia a fondo a Sto. Tomás de Aquino. En la filosofía y teología del Aquinate encuentra su anclaje filosófico. Se propone emprender como misión la renovación del pensamiento tomista.
Esta habría sido su trayectoria intelectual, cuyas aportaciones, por otra parte, son muy notables, si no se hubiera interpuesto un hecho, que marcará su vida como hombre de pensamiento y de acción. Se trata de la ruptura de Charles Maurras y L’Action Francaise con la Iglesia. Maritain colaboraba en la Revue Universelle, publicación que estaba en la órbita de L’Action Francaise. Maurras había atraído a su partido a un sector importante del catolicismo francés. Pero su opción por la politique d’abord («lo primero la política»), que implicaba una instrumentalización de la religión al servicio de la política, fue considerada inaceptable por Roma. Tras varias advertencias no atendidas por Maurras, se produjo la condena del Papa (diciembre de 1926), a la que Maurras respondió con su célebre editorial Non possumus, en el que con contundencia declaraba su insumisión: «No traicionaremos a nuestra patria, Non possumus». Maritain se alineó sin fisuras con Roma y en 1927 publicó para justificar su posición Primacía de lo espiritual, que es la contraposición a «lo primero la política».
A partir de su controversia con Maurras se vio impelido a abordar cuestiones pertenecientes al «orden temporal» y a la «filosofía práctica». Esa será su tarea intelectual más relevante, que desarrollará a lo largo de los años treinta y cuarenta con creciente influencia en los medios católicos europeos y americanos. En la reconstrucción de las democracias tras la segunda guerra mundial y en el diseño del nuevo orden europeo, basado en el proyecto de una Europa Unida, y en el mundial, fundamentado en la defensa y promoción de los derechos humanos y las libertades, como pilares de un mundo de paz y justicia, Maritain fue un referente esencial de los partidos y movimientos que abrazaron el «humanismo cristiano» como guía de su compromiso político. Pretendió aunar la filosofía de la democracia y la filosofía de los derechos humanos, sustentados en la dignidad de la persona, con un gran rigor intelectual. Su obra buscó una racionalización moral de la política en torno a los valores de la libertad y de la virtud. Construyó una filosofía basada en una idea trascendente del hombre, en una visión del mundo y en una filosofía de la historia y de la cultura. El escritor Carlo Bo afirmó, a la muerte de Maritain: «Fue el maestro de nuestra juventud».
En esta sociedad, caracterizada por el pluralismo y por su laicidad, a la que quería «vitalmente cristiana», Maritain planteó con lucidez el papel específico que deberían asumir los cristianos «en cuanto cristianos», con independencia de sus legítimas opciones políticas. Y habló de las «minorías proféticas» en aquellas situaciones en las que la dignidad humana está en peligro. Con realismo advirtió de las amenazas de los totalitarismos de diverso signo, que degradan la condición humana. En su filosofía de la historia el reconocimiento de la realidad del mal es un dato fundamental. Pero también cree en la posibilidad de redención del hombre, en que se ha de fundamentar nuestra esperanza. Poco antes de morir, Maritain escribirá (febrero de 1973): «La maravillosa paciencia de Dios no se ha agotado todavía, por lo que el juicio final no tendrá lugar mañana».
Jacques Maritain se ha alejado demasiado de los hombres y los católicos de nuestro tiempo. El olvido de Maritain es un mal signo. Busquemos la forma de leerlo o releerlo, porque ayudará a la comprensión de los problemas de nuestra época y de sus desafíos, así como para descubrir posibles caminos hacia una «civilización, que dará a los hombres no ciertamente la felicidad perfecta, pero sí un ordenamiento más digno y los hará algo más felices en la tierra».
- Eugenio Nasarre es miembro del Instituto Internacional Jacques Maritain
Artículo publicado en el diario El Debate de España