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El kirchnerismo se derrumba en la impotencia

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Del Titanic como metáfora del país a punto de hundirse en el mar de la crisis solo habla el oficialismo, no la oposición. Es raro, pero no por eso deja de ser cierto. En días recientes, el kirchnerismo se enteró de la peor manera (por la muerte injusta de un chofer de colectivos) de que el narcotráfico, el narcomenudeo y el consumo de drogas estalló en el violento conurbano bonaerense. También se supo qué significa el hundimiento del Titanic para la estirpe gobernante: que la inflación suba del piso actual, entre 5,5 y el 7% mensual (entre el 110 y el 120% anual), a un 10 o 15% mensual. Tanto la inseguridad insoportable como la inflación imparable son la consecuencia de malas políticas implementadas durante el cuarto gobierno del kirchnerismo. Cuatro mandatos presidenciales para dejar el país peor que cuando lo recibieron. Hay otra mala noticia: esa facción política ya no está en condiciones de hacer nada para resolver los dos problemas que más afligen a la gente común. Se terminaron la imaginación y la magia. No puede extrañar, por lo tanto, que las encuestas estén pronosticando un desmoronamiento del oficialismo en las próximas elecciones. Corre el riesgo de salir tercero, después de Juntos por el Cambio y de los libertarios de Javier Milei. En ese contexto, importan muy poco los detalles ya inservibles de las innumerables internas dentro de la coalición gobernante. Es casi imposible que el poder siga en manos del kirchnerismo.

El fusilamiento del chofer Daniel Barrientos fue obra de jóvenes con demasiada droga encima o de adictos carenciados de drogas. Esa es la conclusión a la que llegó la unanimidad de especialistas en criminología. El testimonio de la única persona que vio todo a dos metros, una mujer que fue desvalijada antes por los delincuentes, señaló que Barrientos no hizo ni dijo nada como para provocar el crimen, que en cualquier caso hubiera sido inmerecido. Pero asesinatos como los de Barrientos suceden todos los días en el conurbano; solo ocurrió que en este caso hubo una reacción colectiva e inmediata de sus compañeros. “El narcotráfico ya no está bajo control de nadie en el cinturón que rodea a la capital”, describió una fuente oficial. Es decir, la autoridad del Estado fue reemplazada por la de los narcotraficantes o los que comercian en la calle con el narcomenudeo.

Sergio Berni dijo públicamente que en la provincia de Buenos Aires hay un policía cada 80 cuadras. Eso y nada es lo mismo, sobre todo cuando los traficantes de drogas son los dueños de los barrios. El narcotráfico es un delito federal, pero más allá de ese rigor legal es imposible imaginar siquiera un rastro de solución sin la participación activa de las fuerzas de seguridad nacionales (Policía Federal, Gendarmería y Prefectura). El narcotráfico es una ausencia notable en el discurso de los Kirchner y del propio Alberto Fernández. Tampoco es una prioridad de las políticas que implementan ni lo fue nunca. El crimen en Rosario, por ejemplo, aumentó un 40% desde que asumió la cuarta versión del kirchnerismo. Berni es un caso aparte. Fue en helicóptero a una movilización de colectiveros que protestaban por la muerte de Barrientos, en jurisdicción de la capital. Ni siquiera avisó que iría en una situación tan precaria. Lo molieron a pedradas y trompadas, pero después lo culpó a Aníbal Fernández porque nunca le mandó gendarmes; luego lo criticó al ministro porteño de Seguridad, Eugenio Burzaco, por haberlo rescatado de una “negociación” con los colectiveros (¿negociación o linchamiento?); más tarde le echó la responsabilidad a Pro, que gobierna la capital, por haber metido “infiltrados” en la protesta de los colectiveros, y, al final, señaló a un misterioso complot por haberle “plantado un muerto”. Después de un paseo tan largo y tan lejano de la realidad, que consiste en el señorío del narcotráfico y el narcomenudeo, terminó montando un show espectacular para detener a dos choferes por orden de la justicia de la capital. “Se hubiera resuelto con dos policías y la orden del juez”, señaló un exministro de Seguridad, y agregó: “Después de todo, son dos trabajadores, no dos asesinos, ni ladrones, ni narcos”. Más tarde, Berni hizo trascender que fue un operativo conjunto entre la policía bonaerense y la capitalina, versión que Cristina Kirchner tomó por cierta para hablar de ella –cuándo no–. Hubo en el operativo solo dos policías capitalinos para identificar a los detenidos antes de que fueran trasladados a la Capital, donde sucedieron los hechos; las detenciones se produjeron en la provincia de Buenos Aires. El espectáculo de luz y sonido lo montó Berni. Nunca hubo un operativo conjunto entre las policías bonaerense y capitalina. Los dos choferes estuvieron solo un día detenidos por “agresión con lesiones”; la causa judicial debe existir porque agredieron físicamente a un funcionario, pero los choferes no son delincuentes, sino gente que actuó bajo los efectos de la conmoción y la exaltación por el asesinato de un compañero. Cuando se armó otra protesta de choferes por esas detenciones, Berni dejó correr la versión de que fue un operativo conjunto. En toda esa extensa peripecia teatral no está el único problema que existe en serio: la inseguridad estimulada por el tráfico de drogas y sus bifurcaciones.

El Titanic se puede hundir cargado de drogas. O de inflación. El objetivo del gobierno es llegar a las elecciones primarias de agosto sin que se dispare el precio del dólar, que luego espolearía la inflación. No hay dólares en el Banco Central. Es cierto que hubo una sequía histórica y que ese fenómeno provocó una merma de 20.000 millones de dólares en los ingresos anuales del país. La sequía los sorprendió a los gobernantes desnudos de dólares. Las reservas existen precisamente para atender situaciones excepcionales, como fue la sequía, no para financiar el descontrolado déficit fiscal ni para preservar un tipo de cambio atrasado. Las reservas se nutren de las exportaciones, fundamentalmente de las agropecuarias, y de las inversiones. No hubo inversiones ni pudo haberlas con un cepo cada vez más sofisticado para acceder al dólar. “Si uno va dos veces al baño ya no se puede comprar dólares”, ironizó un dirigente opositor. ¿Quién traería dólares al país si después no podrá acceder al dólar? Alberto Fernández elaboró una buena metáfora sobre el cepo en sus momentos de lucidez: “Es como trabar una puerta giratoria: los dólares no salen, pero tampoco entran”. Como presidente, aplicó el cepo más estricto y enmarañado que se conozca. No es su única incoherencia.

El gobierno tiene razón cuando se asusta. El mundo financiero cambió mucho con el progreso tecnológico. Todo es más veloz y fulminante que antes. El banco Silicon Valley cayó porque sus clientes sacaron sus depósitos mediante operaciones de home banking, que pueden hacer desde sus casas, y los llevaron a otros bancos. Suficiente. El banco duró pocas horas. De esa manera, podría también aquí dar un brinco satelital el precio del dólar en cualquier momento. El objetivo del gobierno es pobre, pero todos sus proyectos son pobres. Por ejemplo: llegar a agosto con la inflación en niveles altos, pero no cercanos a la hiperinflación, que es la situación terminal que podría provocar un salto desmedido del dólar. El gobierno está devaluando sectorialmente, a tal punto que nadie sabe con precisión cuál es el valor promedio del dólar oficial. Pero se niega a una devaluación formal porque le teme a una escalada del dólar paralelo. La devaluación formal sucederá seguramente después de agosto, cuando ya todo esté pronosticado con las mejores encuestas que se conocen, que son las elecciones primarias.

Según una medición de D’Alessio/Berensztein, nunca la gestión del gobierno tuvo peor imagen que ahora: apenas 21% de aprobación frente a 77% de rechazo. 76% desaprueba la situación económica del año pasado (2022), pero tampoco confía en el futuro. 65% cree que en 2024 estará peor o mucho peor que ahora. Una mayoría social ya ni siquiera confía en que las próximas elecciones presidenciales modificarán sustancialmente el éxtasis de decadencia que vive el país. La oposición debería esforzarse en mejorar las expectativas sociales en lugar de buscar mejorar sus propias expectativas. El problema no es el de ellos. Es otro: consiste en que los argentinos nunca saben de qué estará hecho el mañana.

Artículo publicado en el diario La Nación de Argentina

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