Hace poco, en una charla con Javier Iglesias, presidente de la Diputación de Salamanca, y la senadora Esther del Brío, se revelaron, sin tanto decorado, las entrañas de un sistema económico que nos arrastra como sociedad. Y no, no me refiero a discursos vacíos de tecnicismos académicos, sino a la cruda realidad de cómo la política se enfrenta a los problemas económicos, esos que nos afectan a todos, pero a los que pocos realmente se atreven a mirar de frente.
Se soltó una verdad que pocos se atreven a pronunciar en voz alta, el dinero público no es gratis. Por supuesto, en España, como en Venezuela, hay quienes todavía creen que la sanidad es «gratis» o que el dinero de los impuestos no tiene dueño. Cuán fácil es vivir en una burbuja y pensar que la plata de las instituciones cae del cielo. Claro, hasta que alguien tiene que pagar la factura. Esta franqueza, tan necesaria en los políticos de hoy, resalta la realidad de que la sanidad, la educación, los servicios públicos no nacen de una fuente inagotable, ni mucho menos, son el resultado del esfuerzo de aquellos que siguen trabajando todos los días.
Aquí entra la parte que debería hacer eco en nuestras mentes. En un país como Venezuela, donde la economía está al borde del colapso, esta reflexión se convierte en un lujo. Pero no un lujo de los ricos, sino un lujo de los visionarios. El sistema económico que defendemos sea de la tendencia que sea, necesita entender que si no hay responsabilidad, no hay futuro. Y es que la educación financiera se presenta como una necesidad imperiosa, ¿quién puede negar la importancia de educarnos en el manejo del dinero, especialmente en un contexto donde el bolívar pierde valor más rápido que un trueno?
Y ojo, cuando se habla de economía, no se hace como esos políticos que solo entienden el tema en términos de cifras que no representan más que una fracción de la realidad. Se aborda con ese aire pragmático que todo político debería tener, que el dinero es escaso, y como todo en la vida, hay que saber cómo repartirlo. En la política, como en la vida, gobernar significa elegir qué problemas vas a resolver y qué problemas vas a dejar para después. Porque, seamos sinceros, no todo es urgente, ni todo es posible.
Esto me recordó a las situaciones que enfrentamos en Venezuela, cuando los políticos se pierden en una maraña de promesas que nunca se cumplen, o peor, que ni siquiera se intentan. El gobierno de turno sigue prometiendo soluciones económicas, pero ¿quién se atreve a hablar de los sacrificios reales que esto implica? De esos sacrificios que nos duelen, que nos exigen algo más que palabrería barata. La política económica es mucho más que un plan de marketing, más que un titular llamativo en la prensa, es la capacidad de tomar decisiones difíciles que, aunque nos duelan, son las únicas que tienen sentido.
De nuevo, y esto es lo que distingue a los que realmente comprenden el momento, la conversación se tornó hacia la educación financiera, ese concepto tan esquivo en países como Venezuela, donde la mayoría de la población no tiene ni idea de qué implica un crédito hipotecario, o lo que significa una inflación del 400% al año. ¿Por qué no estamos educando a nuestros jóvenes, a nuestros niños, en el manejo del dinero desde pequeños? ¿Por qué no les mostramos que el dinero, ese recurso tan escaso, no crece en los árboles? El sistema, tanto en el campo como en la ciudad, se enfrenta a esa misma brecha de conocimiento, la cual, paradójicamente, se sigue ignorando.
Y después, esa reflexión que toca más de cerca a nuestra realidad, la deuda pública. Se habla de lo que cuesta tener un banco en cada municipio, pero ¿cuánto nos cuesta a nosotros, como ciudadanos, mantener una administración pública que no entiende ni la economía, ni las necesidades reales de su pueblo? En este punto, se tocó otro tema que debería hacernos pensar profundamente, la falta de gestión eficiente. Si el dinero no es infinito, ¿por qué seguimos perdiéndolo en proyectos absurdos o en políticas que solo sirven para llenar bolsillos ajenos?
La conclusión que surge de todo esto es amarga, pero necesaria. En Venezuela estamos atrapados entre la falta de educación económica, la corrupción rampante y un sistema político que no sabe lo que significa una crisis. La política no debe ser un juego de «apariencias». La política, si se quiere hacer con responsabilidad, es un terreno árido, de sacrificios y decisiones duras. Y lo peor de todo es que, mientras los políticos se pierden en sus propios juegos de poder, el pueblo sigue pagando el precio.
En definitiva, este tipo de conversaciones no pueden quedar encerradas en los muros de un despacho. Las lecciones que nos dejan son las que realmente importan, aquellas que nos enseñan a enfrentar la realidad, a darnos cuenta de que no todo es posible, pero que, con honestidad y determinación, aún podemos hacer algo para salir adelante. Si, por lo menos, aprendemos a administrar lo poco que tenemos, podremos hacer mucho con ello.
Pedro Adolfo Morales Vera es economista, jurista, criminólogo y politólogo.
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