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El juego de las apariencias

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latinoamérica

El discurso oficial, el entusiasmo de algún sector y la percepción entre lejana, ingenua o interesada de algunos medios o redes internacionales podrían llevar a pensar que la economía venezolana finalmente ha comenzado a moverse. Una visión más realista, sin embargo, advertiría del riesgo de confundirse en el juego de las apariencias o, más aún, con la trampa de las apariencias.

La calificación de una economía no se da, en efecto, ni sola ni principalmente, por la vistosidad de los anaqueles. Debería darse en valores como producción, generación de riqueza, bienestar. Debería medirse en capacidad adquisitiva, nivel de salarios, estado de la educación, atención a la salud, calidad de los servicios. Y debería responder a una filosofía y a una planificación coherente, no a medidas aisladas, inspiradas o movidas por presiones o ambiciones electorales, atentas más al beneficio de unos pocos y de los cercanos al poder.

Un cambio, en efecto, es mucho más que una dolarización a medias y sin reglas, mucho más que una activación de la oferta comercial sostenida por las importaciones. Luego de unos meses en los que, armados de estadísticas más o menos creíbles, los economistas creyeron ver signos positivos como una desaceleración de la inflación o un ligero aumento en el consumo, el venezolano retoma el calvario de una ola inflacionaria sin control, de la pérdida de valor de su moneda, de la presión de una economía que dolariza los precios mientras mantiene, para gran parte de la población, los ingresos en bolívares. Bastaría pensar en los maestros, los profesores universitarios, los jubilados y pensionados, las numerosas personas que sobreviven gracias al apoyo de sus familiares en el exterior.

La desviación de favorecer al sector comercial a espaldas del sector productivo no puede sino demorar la solución de lo sustancial y complicar las aspiraciones nacionales de recuperación. La apertura comercial tiene fuerza y sentido solo en la medida de la capacidad productiva del país. Las medidas tomadas para favorecer preferentemente a un solo sector contradicen los principios de un plan económico coherente, global, equilibrado, orientado a la solución de los graves problemas que aquejan a la economía y a los ciudadanos.

Si algo está vivo en la aspiración de los venezolanos es la necesidad de un propósito nacional, de unas políticas económicas coherentes y de un trabajo real, sin contradicciones, sin marchas y contramarchas. El país está urgido de un modelo económico comprensible, sustentado en bases legales, realista, inclusivo, pensado en el país, no en facciones ni en propósitos electoralistas y de poder. El país aspira a un plan económico ortodoxo, basado en una economía productiva real, con amplio espacio para la iniciativa y el capital privado, con metas explícitas, capaz de atender, alentar e impulsar la acción de los ciudadanos. El elemento primordial del plan que se proponga deberá ser la coherencia, condición indispensable para ser creíble y generar confianza.

En la conciencia de muchos venezolanos persiste la convicción de un modelo fracasado y de una peligrosa incapacidad de verdadera y honesta rectificación. La vista de tantos años perdidos hace pensar como objetivo básico recuperar el sector productivo, reanimar las empresas básicas, crear las condiciones para la inversión y la seguridad. Contrario a la expectativa alimentada desde hace mucho no es el petróleo lo que va a permitirnos solucionar los problemas inmediatos. Al menos no en el corto plazo. Su recuperación no puede ser inmediata, con o sin licencias. Se necesita fundamentalmente inversión, lo que no se consigue sino con reglas claras, confianza, apego a las normas, recuperación de las instituciones.

Pensar en planes nacionales se ve con frecuencia como territorio exclusivo para políticos, economistas, empresarios. Sin embargo, interesa a todos. El ciudadano quiere saber qué puede esperar del futuro, qué oportunidades, qué reglas de juego. Atender esta aspiración ciudadana implica establecer las bases de un diálogo con el país, un diálogo que no puede terminar en el sector político o económico, sino que debe ser ampliado a la gente, pensado en la gente y con su participación. Hacerlo permitirá a todos superar el juego de las apariencias.

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