Será porque me falta la luz de la gracia, pero nunca me ha entusiasmado lo de la moral sexual. Me parece que la unión empeora los dos elementos del binomio, en especial el segundo. El sexo, para que no sea cosa de animales, requiere erotismo; y el erotismo requiere veladuras, arcanos, ocultamientos como los de aquellas hojas de higuera y un cierto tufillo pecaminoso que ponga las mejillas de los contendientes en el puntito justo de rubor. Escribió Gómez Dávila que «el problema no es la represión sexual, ni la liberación sexual, sino el sexo». Tal cual. Y esa condición problemática, turbulenta, sumada a su tendencia a realizar promesas que jamás llega a cumplir del todo, ya suponían escarmiento suficiente. En lo decepcionante del pecado iba la penitencia. Ese amargor debería haber bastado. Pero no… La moral tenía que inmiscuirse, abrir todos los pestillos y atravesar todas las cortinas, exponer los entresijos de una manera casi pornográfica. Entonces vienen las conyugalias, la casuística sobre lo que se puede o no hacer con las luces apagadas, el kamasutra según lo quiere Dios y la teología de alcoba.
Cierto que las réplicas del terremoto sexual de los años 60 aún amenazan las estructuras mentales, sociales y religiosas de nuestro mundo. Entiendo, por tanto, que la Iglesia haya salido al paso; es más, admiro que lo haya hecho sin complacencias y a contra pelo, primero con la Humanae Vitae de Pablo VI y después con el incansable magisterio de Juan Pablo II. Quizá nunca habíamos tenido una visión tan profunda de nuestra realidad corporal, la cual se ha logrado casi por reflejo, al contrataque, reaccionando al aborto, a los anticonceptivos, a los nuevos métodos de reproducción y al carnaval de los géneros. Aquí se libra la batalla de nuestro siglo. No es la más lucida ni la más limpia, no es en ningún caso la que me gustaría, pero es la que nos ha tocado.
Tanto ha sido así que, durante un tiempo, ser la sal de la tierra se traducía casi exclusivamente en una postura sexual. En calidad de católico, con harta frecuencia te veías atrapado en la consabida conversación, aquella que empieza por preservativos y píldoras, sigue por gametos y zigotos, se ennoblece denunciando el exterminio del síndrome de Down, para acabar, en todas y cada una de las fastidiosas ocasiones, obligándote a decidir sobre la legitimidad de un eventual fruto de una hipotética violación. Así era hasta hace poco. Pero últimamente la cosa ha avanzado tanto, la descomposición ha tomado tal velocidad, que la tarea se ha vuelto mucho más sencilla. Basta con respaldarse en el Génesis ―«varón y hembra los creó»― y ponerse a sexar al prójimo. Basta decir «esto es un hombre», «esto es una mujer», y ya está la verdad dicha y el lío montado. Las oportunidades no faltan, desde luego. Una de las últimas, Eurovisión.
Parece mentira, pero hace ya diez años que Conchita Wurst ―el espíritu de una mujer barbuda que durante un tiempo se posesionó del austriaco Thomas Neuwirth― ganó el festival. Diez años… En la última edición se ha coronado al suizo Nemo Mettler, de sexo varón pero de género volátil, gaseoso, tornadizo como la primavera. La prensa ha celebrado al unísono que se trata del primer vencedor de género no binario, lo que equivale a decir que otros hombres lo ganaron con anterioridad, pero ninguno tan confuso. Nuestro representante ha sido el grupo Nebulossa; su cantante, Mery Bas, una singularidad en su condición de mujer a jornada completa. Eso sí, la acompañaban dos bailarines con pinta de vikingos que, sin embargo, se contoneaban con desesperada electricidad a lo Showgirls, y vestían medias color carne, corsés con brillantina y botas de tacón charoladas. Todo podría resultar grimoso, incluso espeluznante, si no fuera porque ya estamos acostumbrados. Este desbarajuste constituye el pensamiento oficial, la imagen que las naciones europeas, posreligiosas y pujantes en su declive, proyectan al resto del mundo.
En el primer mundo, viene a decir Eurovisión, el sexo ha quedado obsoleto, la naturaleza ha sido abolida y ya no hay hombres ni mujeres ni todo lo contrario. Lo que hay es lo que a cada cual le salga del moño, siempre y cuando se haya salido de quicio. Lo masculino y lo femenino, junto a las determinaciones que conllevaban, devienen vestigios de épocas más primitivas, inútiles como el coxis, prescindibles como las muelas del juicio. Por supuesto no es tan fácil. A nivel biológico, imposible; a nivel social, arduo. Incluso admitiendo que mucho de lo que consideramos característico de los sexos son, en realidad, convenciones adheridas, serían estas tan antiguas que no desaparecerán con dos manguerazos deconstructivistas. Ahora bien, que el cambio absoluto sea imposible no quiere decir que todo siga igual. Mi impresión es que no estamos al borde de una sociedad postsexual, sino al borde de una sociedad posfemenina. Suena disparatado habida cuenta de los tiempos que corren, pero creo verdaderamente que es así. Me explico.
Las feministas tienen razón en no pocas cosas. Han sabido ver, por ejemplo, que la maternidad es un don, pero también un obstáculo prodigioso. Dado que el hombre no puede gestar, la única forma de conseguir la igualdad es lograr que las mujeres dejen de hacerlo. Nuestra sociedad, señalan y aciertan de nuevo, ha estado regida por el varón y cortada a su medida. La cultura occidental ―explica Camille Paglia en Sexual Personae―, hija de lo apolíneo y lo judeocristiano, se ha caracterizado por una lucha sin cuartel contra la naturaleza, femenina en el imaginario humano desde los comienzos. La ciencia, la ingeniería, la filosofía o la abstracción serían artimañas de la voluntad de dominio masculina sobre el medio natural, intentos por trascenderlo y despojarnos de su influjo. En la mujer, por el contrario, la naturaleza es más grávida e insidiosa. Está sometida a ciclos que le obligan a florecer y declinar cada veintitantos días; es poseída y transformada por cada embarazo. Apunta Paglia: «Llamamos milagro del nacimiento a lo que no es sino la naturaleza saliéndose con la suya». Así, en nuestra sociedad, tan fanática de la cultura como detractora de la naturaleza, la mujer hasta ahora se encontraba postergada, contenida en el núcleo de una institución familiar que, a semejanza de las centrales nucleares, ha servido para abastecernos de la vida que genera y, al tiempo, para contener una energía femenina que, desatada, haría saltar por los aires nuestra forma de vida.
Richard Tarnas acaba La pasión de la mente occidental anhelando la liberación de esa energía. Sostiene que únicamente la mujer, más en sintonía con la naturaleza, puede zarandear nuestra hastiada civilización y salvar este mundo, que se halla al borde del cataclismo medioambiental por culpa de los estragos del varón. Un nuevo matriarcado que nos reconcilie con el resto de seres vivientes y apacigüe a la Madre Tierra, algo refunfuñona últimamente. Podría ser así, no digo que no, pero todo apunta a lo contrario. Según veo, la mujer no busca cambiar la sociedad, sino disputar sus galardones. Para ello se ha desfeminizado, arrancado de cuajo la matriz y dicho a la naturaleza que se meta sus ciclos por donde le quepan. Nunca nuestra realidad fue menos femenina. No hay lucha de sexos que valga, más bien el triunfo absoluto de una masculinidad que las mujeres reclaman también para sí. Por eso la natalidad se desploma, las familias menguan y los óvulos tiritan en algún laboratorio a la espera del tiempo propicio. Ser madre, lejos del elemento constitutivo que fue otrora, se parece cada vez más a una de esas ocupaciones devocionales pero contingentes que se dejan para la jubilación.
¿Cabe pensar en una feminidad posmaternal? Diría que no, pues se parecería tanto a la masculinidad que serían indistinguibles. Tendríamos, tomando lo del autobús aquel, hombres con vagina y hombres con pene. Para ser honesto, no le veo ninguna ventaja al cambio; pero no me hagan caso, al final soy un varón heterobásico, celoso de sus privilegios, cegado por sus prejuicios. Bueno… miento. Una ventaja sí que le veo: los biempensantes ya no se verán obligados a desdoblar. Cuando el político de turno se cuadre frente al micrófono y diga «Ciudadanos y…», se quedará pensando con cara de bobo, recordará que ya todo es lo mismo y no le quedará más remedio que seguir adelante, dejando la conjunción colgada y con la mano tendida hacia el vacío.
Artículo publicado en el diario El Debate de España