La noción de tiempo y la idea misma de temporalidad ha mutado tan vertiginosamente que el concepto de tiempo cronológico ha adquirido, en apenas las primeras dos décadas del siglo XXI, un giro copernicano.
Muy atrás quedó la nostálgica imagen del intelectual comprometido con las causas decimonónicas de la lucha por el desarrollo tecnocientífico y el progreso indefinido de la sociedad hacia un mundo mejor. Como una tenue imagen borrosa guardo en mi memoria la figura del intelectual inclinado sobre una máquina de escribir sosteniendo entre sus dientes una pipa en una habitación llena de libros aislado del mundanal ruido urbano y citadino, forjando ideas y estructuras argumentativas dirigidas a zapar los fundamentos gnoseológicos y epistemológicos que daban legitimidad a los discursos apologéticos del poder. Definitivamente la idea del viejo intelectual de raigambre sartreana, el intellectuel engagement agitador y alborotador de conciencias de las masas populares irredentas quedó como un trasto viejo, casi museográfico, anacrónico y demodè debido a la creciente imperialización de la cultura digital del mundo tecnológico de las redes sociales y sus cada vez más poderosas aplicaciones: la twitterización, instagramización, facebookización de la vida pública y su creciente supeditación a la pandemia infodémica. Es literalmente raro ver a un intelectual de este presente histórico que no posea una cuenta en alguna de las aplicaciones antes mencionadas. Igual que se puede constatar una no necesaria correspondencia entre número de seguidores e influencia o grado de influjo en la opinión pública global.
La relación entre la cantidad de seguidores y la capacidad de movilización de la opinión pública global no es siméricamente proporcional. El intelectual virtual en tanto activista digital obviamente llega a más legiones de audiencias; es más leído y seguramente seguido por cientos de miles e incluso millones de seguidores pero ello no confiere automática garantía de que su opinión y arenga (convocatoria virtual) a las multitudes virtuales tenga un eco traducido en presencias reales y empíricas (de carne y hueso) en plazas públicas y ágoras del orbe terráqueo. Hace algunos años un intelectual filotiránico dijo irónicamente en tomo burlesco para denostar a la vocería digital opositora que: Internet no sube cerros. Tiempo después quedó plenamente demostrado que, efectivamente, Internet sí sube cerros pero no logra que bajen los cerros a ejercer sus protagonismo socio-político democrático y a ejercitar su protagonismo como sujetos de hechos y derechos con plena vocación de poder.
El intelectual del pasado siglo XX (rebelde, iconoclasta, irreverente, heterodoxo y políticamente incorrecto) ha devenido hazmerreír bufonesco de la vindicta pública. De sujeto cognitivo que pensaba con cabeza propia y recusaba las lógicas discursivas éticas y políticas de la hegemonía dominante se ha trocado en voz anodina e inocua frente a la tentación y la amenaza totalitaria de los regímenes abiertos o solapados de facto. El intelectual virtual amelló su filo contestatario, impugnador y subversivo. El de ahora es un hombre de letras que ni huele ni hiede. Vive e hiberna plácidamente en su torre de Segismundo consumiendo y gastando bytes, megas, gigas en su burbuja virtual analizando e interpretando críticamente lo real social-cultural empíricamente determinado para devolverle a los millones de internautas que le leen u oyen o ven densos, espesos y sesudos esfuerzos hermenéuticos que cambian lo real para que todo siga igual.
Homo vìdens, según lo vislumbró el historiador holandés Johan Huizinga ha sido atrapado por la telaraña virtual que le ha neutralizado el otrora poder de contestación a la logocracia estatalista. El ogro filantròpico del siglo XXI ha terminado por engullir en sus fauces de sociedad obsidional cerrada, asfixiante y uniformizante.
Ya sea como tecnócrata, como cientista social, politólogo, sociólogo, antropòlogo, poeta o novelista; obviamente, aún tiene chance de recuperar su antigua dignidad de homo fabricans de utopías concretas que re-proclame otro mundo más sensible y humano aquí abajo en la tierra a favor de los desheredados del planeta. Naturalmente, ello comporta e implica demoler e incendiar todos los grandes metarrelatos emancipadores compulsivos que quieren redimir a la especie humana desde una exterioridad política, desde una ajenidad enajenante que ve a los seres humanos cuales niños menores de edad que necesitan ser conducidos como rebaños hacia una mundo feliz…