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El imperio del mal y el fin del centro político

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Ilustración: Revista SIC

 

El 8 de marzo de 1983, el presidente norteamericano Ronald Reagan pronunció un discurso ante la  «Convención Anual de la Asociación Nacional de Evangélicos», en Orlando, Florida, que muchos consideran uno de los más poderosos de su mandato y un punto de inflexión en la política mundial: el «Discurso del imperio del mal», una retórica que rememora y reivindica de forma implícita a Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman, aunque no los nombre directamente. Reagan lo hace al retomar, con un estilo propio y en un contexto diferente, los ideales y la narrativa moral que estos presidentes emplearon durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la Guerra Fría. Este lenguaje no es casual,

Ese día, Reagan no solo describió a la Unión Soviética como una «amenaza al orden mundial» sino que, en un movimiento que redefiniría el pensamiento político de la derecha internacional, la señaló como la personificación misma del mal. El discurso se convirtió en un símbolo del regreso a una narrativa de confrontación moral, una dicotomía entre el bien y el mal que perduraría mucho después de la Guerra Fría. Y fue precisamente esa visión dual de la historia lo que marcó la huella de Reagan: un hombre que, desde el poder, veía al mundo como una gran narrativa de redención y condena, de luces y sombras. Pero esta visión, aunque efectiva para unificar fuerzas en el corto plazo, también desmanteló algo esencial: el centro político como espacio de equilibrio y consenso. A partir de entonces entramos en la batalla ideológica polarizante que definió el mundo actual.

Este ataque al centro, a esa zona de moderación y acuerdo que siempre ha sido fundamental para la democracia, puede ser visto hoy como uno de los efectos más duraderos de la retórica de Reagan. En palabras de la historiadora Anne Applebaum, este tipo de discurso polarizado «construye una narrativa de enemigo absoluto, un enemigo cuya mera existencia justifica cualquier medida para derrotarlo». Y cuando el enemigo es visto no solo como una amenaza, sino como una encarnación del mal, la posibilidad de un consenso político se vuelve irrelevante y, en última instancia, peligrosa.

El discurso de Reagan contribuyó a la desintegración del “centro político”, es decir, de las posturas moderadas que buscaban el diálogo entre los bloques. Para Tony Judt, “Reagan reforzó una visión de la política internacional en la que las concesiones se interpretan como debilidad”. Según él, al legitimar esta visión, Reagan contribuyó a generar una intolerancia hacia el pluralismo y el compromiso, elementos necesarios para la convivencia democrática y para la diplomacia.

El discurso “El Imperio del Mal” reflejaba una confrontación narrativa que definió la Guerra Fría. En  palabras de Timothy Garton Ash , «Reagan empleó una visión maniquea que simplificaba la complejidad del conflicto al reducirlo a una batalla entre la libertad y la tiranía». Garton Ash critica esta visión, señalando que la retórica polarizante de Reagan dificultó el diálogo y el entendimiento, y sentó las bases de una política internacional que aún hoy en día utiliza la narrativa de enemigos irreconciliables

Al definir al “otro” como el mal absoluto, hizo que el compromiso y el pluralismo parecieran concesiones inaceptables. Así, su discurso no solo es recordado como un momento álgido de la Guerra Fría, sino también como el inicio de una tendencia que aún hoy amenaza la capacidad de las democracias para encontrar puntos en común en un mundo cada vez más dividido.

Lucha Moral Global

En este discurso, Reagan no ofreció una estrategia militar ni un plan económico. Su discurso, más que nada, fue un sermón moral. Lo que buscaba Reagan no era simplemente enfrentar a la Unión Soviética en el terreno de las armas, sino ponerla ante el espejo de una lucha trascendental: el comunismo, en su visión, no era solo un sistema político, sino una maldad inherente que amenazaba los valores fundamentales de la humanidad. «La lucha en la que estamos es una lucha entre el bien y el mal», proclamó, estableciendo de inmediato la dicotomía que definiría todo su análisis. Este enfrentamiento no era solo un choque de ideologías, sino una batalla cósmica en la que el destino del mundo pendía de un hilo, y en la que Estados Unidos, con su democracia y sus valores cristianos, debía erigirse como el defensor de la libertad.

Reagan no solo advertía sobre los peligros de la agresión soviética, sino que, con una firmeza que rayaba en la certeza religiosa, denunciaba la ingenuidad de quienes apostaban por el apaciguamiento. «Si la historia enseña algo, es que el apaciguamiento ingenuo o el pensamiento ilusorio sobre nuestros adversarios es una locura», sentenció. Este pasaje es fundamental porque va más allá de la política de bloques que caracterizaba la Guerra Fría. En sus palabras, Reagan condenaba no solo una política exterior blanda, sino una postura moral que ponía en riesgo la libertad y la justicia. Así, su discurso se llenaba de una urgencia mesiánica, casi como si Estados Unidos estuviera destinado a cumplir con una misión sagrada: la defensa de un mundo libre frente a la opresión comunista.

Pero no todo es un llamado a la guerra fría. De hecho, en su discurso, Reagan rechaza abiertamente la idea de un congelamiento nuclear entre las dos superpotencias. Según él, cualquier congelación de armas en los niveles actuales no solo sería inútil, sino contraproducente. Para Reagan, ceder en ese terreno implicaba dar a los soviéticos un espacio de respiro, un reconocimiento tácito de su poderío militar sin que hubiera un compromiso real de su parte para la paz. «La paz solo puede asegurarse a través de la fortaleza», afirmó, consolidando así su visión de la «paz a través de la fortaleza». La paz, para Reagan, no era el fin último de la diplomacia, sino una consecuencia directa de una posición de poder indiscutible, que impidiera cualquier tipo de agresión.

Y es que la amenaza no solo era militar, sino también moral y espiritual. En su discurso, Reagan identifica a la Unión Soviética como el «Imperio del Mal», y lo hace con un claro propósito: demostrar que el comunismo no era simplemente un adversario ideológico, sino una amenaza directa a la libertad individual y a los principios morales que, según él, Estados Unidos debía defender a toda costa. «Mientras ellos predican la supremacía del Estado, declaran su omnipotencia sobre el hombre individual y predicen su dominación de todos los pueblos de la Tierra, ellos son el foco del mal en el mundo moderno», sentencia. Esta imagen apocalíptica coloca a la Unión Soviética no solo como una potencia enemiga, sino como una entidad malévola que debía ser detenida no solo por razones políticas, sino porque representaba el mal absoluto. En esa visión, el comunismo no era una opción política: era el enemigo del alma humana.

La moralidad, entonces, se convierte en el eje central de su discurso. Reagan, quien en muchas ocasiones se presentó como un hombre de fe, sostiene que la crisis del mundo occidental no solo es política, sino profundamente espiritual. Al citar a Whittaker Chambers, quien describió la crisis del mundo occidental como una crisis de indiferencia hacia Dios, Reagan no solo critica a la Unión Soviética, sino también a un Occidente que ha perdido su rumbo moral. En sus ojos, la lucha contra el comunismo no era solo geopolítica, sino una cuestión de valores universales, de un principio cristiano de justicia frente a la barbarie. «La verdadera crisis que enfrentamos hoy es una crisis espiritual», señala, subrayando que la resistencia al comunismo no puede reducirse a una confrontación militar, sino que debe entenderse como una lucha por la moralidad y la libertad.

La responsabilidad de Estados Unidos, entonces, no solo era mantener su fortaleza militar, sino ser el líder moral del mundo. Reagan apelaba a la historia, y al mismo tiempo a la posibilidad de redención: «El comunismo es otro triste y bizarro capítulo en la historia humana cuyas últimas páginas se están escribiendo incluso ahora». En esta afirmación, Reagan no solo veía la derrota del comunismo como una inevitabilidad, sino como una misión histórica de los Estados Unidos. Al citar a Thomas Paine, nos recuerda que el futuro del mundo está en nuestras manos, que tenemos el poder de «volver a empezar el mundo de nuevo». Y con ese mensaje de esperanza, de fuerza y de fe, concluye su discurso, reafirmando la visión mesiánica de que Estados Unidos no solo es un país poderoso, sino la nación elegida para liderar al mundo hacia un futuro de libertad.

Reagan, al final, no solo hablaba desde el poder, sino desde una visión que trascendía la política. Su discurso fue, más que una exposición de estrategias, un llamado a una lucha moral. Una lucha que Estados Unidos debía ganar no solo con sus fuerzas militares, sino con la fortaleza de su fe, con su compromiso inquebrantable con los valores de la libertad y la justicia. En ese sentido, el discurso del «Imperio del Mal» es un testamento de una época, una visión del mundo donde la política global se juega no solo en el terreno de las armas, sino en el de la moralidad. Un discurso que nos recuerda que, al final, las grandes luchas de la historia son, en su esencia, luchas por el alma del mundo.

La Retórica de Reagan como Estrategia de Dominación Capitalista

Pero lo que podría haber sido solo un juego de retórica tiene, según ciertos historiadores marxistas, una lectura mucho más siniestra.

Para Eric Hobsbawm, la famosa frase de Reagan no es un simple juicio ideológico, sino una maquinaria de propaganda destinada a expandir el capitalismo bajo el pretexto de proteger la libertad. Hobsbawm, con su habitual capacidad para desmenuzar las estrategias del poder, plantea que Reagan no solo se limitó a oponer capitalismo y comunismo: convirtió esta oposición en una lucha moral entre buenos y malos. «Reagan convirtió la lucha de clases en una lucha de buenos contra malos, disfrazando la hegemonía capitalista de un deber moral», señala el historiador. Aquí, la verdadera intención, sugiere Hobsbawm, era justificar la expansión del capitalismo sin que pareciera un acto imperialista, sino un “deber sagrado”.

David Harvey, otro crítico marxista, retoma esta lectura, pero la proyecta en un plano más amplio, el del neoliberalismo. Para Harvey, Reagan utilizó la narrativa polarizante no solo para defender el capitalismo, sino para abrir el camino al proyecto neoliberal en una escala global. Según Harvey, la demonización de la Unión Soviética como “imperio del mal” fue una estrategia destinada a imponer la desregulación y la privatización como si fueran herramientas de libertad, cuando en realidad sentaban las bases para una desigualdad mucho mayor. Harvey señala: “Reagan utilizó una narrativa polarizante que promovía la hegemonía del mercado bajo el manto de la lucha por la libertad, justificando un proyecto neoliberal que acabaría ampliando la desigualdad mundial”. Así, el discurso del “imperio del mal” no era solo una condena; era el argumento necesario para imponer una nueva forma de dominación económica global.

Por su parte, Ellen Meiksins Wood interpreta el discurso de Reagan como un mito que legitima el capitalismo. Ella percibe en sus palabras una maniobra que encubre la explotación, envolviéndola en la bandera de la libertad, mientras señala a un enemigo externo que desvíe la atención de las verdaderas carencias del sistema. En sus palabras, “Reagan utilizó la retórica de la libertad para hacer invisible la explotación inherente al capitalismo, creando un enemigo externo que distraía a la clase trabajadora de sus verdaderos problemas”. Aquí, el discurso se convierte en un recurso que adormece y desvía, evitando que la clase trabajadora mire hacia el centro del conflicto: la propia estructura capitalista y su opresión intrínseca.

El teórico y crítico cultural Aijaz Ahmad agrega otro nivel de profundidad a esta crítica. Para él, el discurso fue, además de un manifiesto ideológico, una herramienta en la guerra ideológica que Estados Unidos libraba contra los movimientos anticapitalistas en el Tercer Mundo. Ahmad apunta que, al presentar el comunismo como una amenaza absoluta, Reagan construyó una justificación para las intervenciones militares y el respaldo a dictaduras en América Latina y en otras regiones en desarrollo. “Reagan no solo defendía al capitalismo frente al comunismo, sino que legitimaba la represión de cualquier forma de resistencia anticapitalista, con el argumento de que cualquier alternativa era un paso hacia el mal absoluto”, advierte Ahmad. La retórica de Reagan, en esta interpretación, funciona como una carta blanca para la intervención, como una autorización para reprimir, en nombre de la libertad, a cualquier nación que desafíe el modelo capitalista.

Los cuatro autores coinciden en que, bajo la retórica de Reagan, no hay solo un enfrentamiento entre dos sistemas económicos, sino una estrategia que encubre el expansionismo capitalista bajo el pretexto de una lucha moral. La estrategia de Reagan, entonces, no es casual: es una estructura que permite perpetuar el dominio, que justifica la desigualdad y que, con el tiempo, prepara el terreno para que el neoliberalismo penetre en todos los rincones del mundo. En este sentido, el discurso de Reagan no fue un simple ataque al comunismo, sino el preludio de un nuevo orden económico que habría de modelar el mundo en las siguientes décadas.

Este discurso, que parecía ser una declaración moral, encubre, desde esta lectura marxista, una maquinaria de poder compleja, un plan orquestado para consolidar una hegemonía económica global bajo el disfraz de la libertad. Así, el «imperio del mal» no es el enemigo externo; es el sistema que, bajo el pretexto de una cruzada, sigue avanzando en su dominio económico y político sin que la mayoría advierta su verdadero propósito. Como observa Hobsbawm, el poder capitalista no se presenta en este discurso como opresión, sino como una misión redentora; el capitalismo se disfraza de salvador y convierte a la libertad en un eslogan que, en lugar de emancipar, encadena.

Democracia Polarizada: Mal Irremediable

El impacto de la retórica de Reagan no se limitó a Estados Unidos. Como sostiene Timothy Garton Ash, “la Guerra Fría fue un conflicto de narrativas tanto como un conflicto de poder”; las palabras de Reagan marcaron una expansión de la narrativa maniquea que durante los años siguientes impregnaría el discurso de la derecha global. En lugar de promover un equilibrio que permitiera el diálogo y el consenso, se reforzó la idea de que toda postura intermedia era una traición, un acto de debilidad ante el enemigo. Esta visión no solo desintegró el centro político, sino que también contribuyó a crear una intolerancia que hoy sigue afectando a las democracias de todo el mundo.

Esta ruptura del centro político se basa en una simple, pero poderosa narrativa de oposición absoluta. Como escribió el politólogo Samuel Huntington en «El Choque de Civilizaciones», “las personas definen su identidad en función de lo que no son y, con frecuencia, de lo que se oponen”. Para Reagan y sus sucesores ideológicos, esto significaba construir una identidad política alrededor de la oposición radical al «imperio del mal», y a todo lo que pudiera parecer tibio o ambivalente frente a esa amenaza. Esto explicaría por qué, en los años posteriores, las posiciones de centro fueron percibidas cada vez más como indefinidas y moralmente ambiguas, despojándolas de atractivo y eficacia.

El desmantelamiento del centro político no es un simple efecto colateral de esta visión, sino un objetivo implícito en ella. Como observó el historiador Tony Judt en «Postguerra», los espacios intermedios requieren «una fe en el compromiso y la moderación, una creencia en que los desacuerdos no son irreconciliables». Pero cuando la política se reduce a una lucha existencial entre el bien y el mal, la moderación es vista como una concesión al enemigo. Así, la misma estructura que permite la convivencia democrática se ve reemplazada por un ambiente de desconfianza y hostilidad hacia cualquier forma de disidencia o diferencia de opinión.

Esta erosión del centro no solo afecta a las democracias en su núcleo, sino que también establece un modelo político que, como explica Yascha Mounk en El pueblo contra la democracia, “lleva inevitablemente a un ciclo de polarización donde el adversario es demonizado y el compromiso se considera una traición”. Esta es la paradoja de la retórica de Reagan: en su afán por preservar la democracia y la libertad frente a la amenaza comunista, creó un discurso que, con el tiempo, socavaría el pluralismo y el consenso, elementos esenciales de la convivencia democrática.

Al extender esta visión de lucha entre el bien y el mal a todos los rincones del espectro político, Reagan y sus herederos ideológicos sembraron las semillas de una polarización que hoy parece inamovible. En un mundo en el que las diferencias se presentan como antagonismos irreconciliables, la convivencia democrática se vuelve un ideal utópico. Como advierte el filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman en Modernidad y ambivalencia, “la incapacidad de aceptar la ambigüedad y la diferencia es el primer paso hacia la intolerancia”. Esta intolerancia se refleja hoy en el desprecio hacia el otro, hacia cualquier postura que no se alinee con una versión rígida y reduccionista de la realidad.

¿Qué nos queda entonces en un mundo donde el centro ha perdido su lugar? La lección de Reagan es clara: el discurso del “imperio del mal” puede haber servido para movilizar al mundo libre contra una amenaza concreta en su momento, pero también nos dejó un legado de radicalización que sigue modelando la política global. Para muchos historiadores, este es un recordatorio de que las palabras tienen consecuencias duraderas y que, en política, las divisiones absolutas son raramente benignas. Como advirtió el propio Tony Judt, “la política es el arte del compromiso; cuando el compromiso desaparece, lo que queda es la guerra o el silencio”.

Reagan, quizás sin saberlo, fue pionero de una nueva política que, al rechazar los espacios de consenso y la ambigüedad, despojó a la democracia de su capacidad para moderarse a sí misma, la dejó sin su esencia: su idoneidad de perfectibilidad. Y así, en nuestro tiempo, vivimos los efectos de esa retórica, buscando desesperadamente recuperar un centro que pueda servir de puente entre las diferencias. Porque en última instancia, como señala Timothy Snyder, “la democracia es frágil y su supervivencia depende de nuestra capacidad para resistir la tentación de dividir el mundo entre amigos y enemigos”.

La sonrisa corrosiva de Ronald Reagan

En ese discurso ante la «Convención Anual de la Asociación Nacional de Evangélicos», Ronald Reagan hizo una pausa, cambió ligeramente el tono y, con esa mezcla inconfundible de campechanía y cálculo que definía su oratoria, se permitió narrar un chiste. No era, desde luego, un gesto casual: Reagan sabía que las bromas, en el contexto político, funcionan como los espejos en los cuentos: reflejan, deforman y ocultan al mismo tiempo.

El chiste, aparentemente inofensivo, jugaba con un prejuicio tan extendido como eficaz. En él, un ministro evangélico y un político llegaban juntos a las puertas del cielo, donde San Pedro les asignaba sus habitaciones. El clérigo recibía una habitación modesta; el político, una mansión espectacular. Cuando este último, incrédulo, preguntaba por qué, San Pedro explicaba que era cuestión de rareza estadística: «Tenemos miles de clérigos aquí. Usted es el primer político que lo logra».

Las risas que siguieron —amables, cómplices— eran un triunfo para Reagan, que manejaba la ironía con una destreza que desarmaba a sus oponentes y encantaba a sus seguidores. Pero el chiste era algo más que una anécdota graciosa; era un guiño a las ideas profundas y complejas que atravesaban el discurso. En un entorno evangélico, donde la política es vista con recelo y la moral individual ocupa el centro del escenario, Reagan no solo buscaba hacer reír: estaba reforzando una narrativa que colocaba a los políticos —y, por extensión, a la política misma— como figuras esencialmente ajenas al ámbito de la virtud.

Lo fascinante de Reagan, y lo que hace de esta intervención un ejemplo emblemático de su estilo, es la manera en que utiliza el humor para sortear el abismo que separa al político profesional del ciudadano común. Al contar el chiste, Reagan se posiciona al mismo tiempo dentro y fuera del sistema que representa. Es político, sí, pero no de los malos; es el político que puede narrar esta historia porque, de algún modo, está por encima de ella. Es el político que, a diferencia de sus pares, entiende las limitaciones de su oficio, y al entenderlas, se redime.

En este sentido, la broma no solo busca desarmar al público con una carcajada; también refuerza la construcción de Reagan como un líder excepcional, alguien que, incluso en un entorno tan desacreditado como la política, puede ser aceptado como una figura singular. Pero lo que resulta más revelador —y quizás más perturbador— es la confirmación de ese estereotipo que el propio Reagan finge querer desmontar: el político como un ser intrínsecamente ajeno a la virtud, para abonar a la antipolítica. Como todo buen narrador, Reagan sabe que las historias —incluso las más simples, como un chiste contado en una convención religiosa— nunca son inocentes. Y en este caso, detrás de las risas, lo que se esconde es una declaración de principios.

La antipolítica: camino al autoritarismo

El discurso polarizante, ese discurso que descalifica al adversario, que lo reduce a una caricatura y simplifica la complejidad de la vida política en una lucha de buenos contra malos, nos ha dejado un legado peligroso. En el contexto actual, ese legado se llama antipolítica: una reacción que desconfía de los políticos, que rechaza las instituciones y que, en un acto de fe, deposita su esperanza en líderes carismáticos que prometen barrer con la vieja política. Pero, como advierte la politóloga Wendy Brown, la antipolítica es la puerta de entrada hacia el autoritarismo, pues al quebrar la confianza en las instituciones, debilita los controles democráticos que limitan el poder.

Líderes populistas de toda ideología han sabido capitalizar esta ola de desencanto. En Venezuela, Hugo Chávez se presentó como el salvador del pueblo, prometiendo romper con las viejas élites y dar el poder a las manos del pueblo. En Estados Unidos, Donald Trump se mostró como un outsider dispuesto a desafiar la “corrupción de Washington” y devolver a Estados Unidos una grandeza que, en su retórica, la clase política había traicionado. En El Salvador, Nayib Bukele se coloca como el líder pragmático y sin ataduras, dispuesto a hacer lo que sea necesario para “limpiar” el sistema, incluso si esto significa desplazar el sistema mismo. En Argentina, Javier Milei, encarna un populismo libertario radical: una furia antisistema que promete desmantelar «la casta política». Con teatralidad mesiánica, busca dolarizar, reducir el Estado y dinamitar instituciones, siendo síntoma y desafío del sistema.

Sin embargo, en la práctica, estos líderes han terminado replicando las mismas estructuras de poder que prometieron destruir o, incluso, concentrando más poder en sus propias manos. Pierre Rosanvallon, al analizar el auge de estos liderazgos, apunta a una crisis de la democracia representativa. Para Rosanvallon, la democracia atraviesa una etapa de deslegitimación en la que los ciudadanos, cansados de las promesas incumplidas de la política tradicional, buscan nuevos canales de representación, pero, paradójicamente, muchas veces se inclinan por formas que no fortalecen las instituciones democráticas, sino que las debilitan.

Y es que la promesa de “limpieza” que ofrecen los líderes populistas es, en el fondo, una ilusión. Derribar las instituciones para instaurar una “nueva política” puede sonar revolucionario, pero ¿qué ocurre cuando el poder queda concentrado en una figura que no admite cuestionamientos? En el caso de Chávez, la “limpieza” del sistema terminó creando una estructura autoritaria que eliminó la independencia de poderes en Venezuela. En el caso de Trump, su retórica de desconfianza hacia las instituciones y los medios de comunicación sentó las bases para una polarización que ha dejado cicatrices profundas en la democracia estadounidense.

La antipolítica es el arma de doble filo del autoritarismo moderno. Promete un cambio inmediato y directo, un acceso al poder sin mediadores. Sin embargo, al rechazar las instituciones, debilita el sistema democrático y allana el camino para el control absoluto. El rechazo al diálogo y al consenso, dos pilares de la convivencia democrática, se convierten en una suerte de “pureza” política que demoniza el compromiso. Así, el líder populista se coloca como el único intérprete legítimo de la voluntad del pueblo, un rol peligroso que diluye la noción misma de pluralismo y diversidad.

La antipolítica y la polarización crean un ciclo destructivo. Al fracturar el centro político, al atacar la legitimidad de los contrapesos, generan un vacío que no puede ser llenado por el debate democrático. La política, decían los clásicos, es el arte del compromiso, pero en realidad es mucho más: es la capacidad de mantener el equilibrio sobre un precipicio. Comprometerse no es ceder ni traicionar; es entender que la verdad absoluta, en política, es tan peligrosa como la mentira descarada. Cuando el compromiso desaparece, lo que queda no es un espacio vacío ni un respiro reflexivo: es el rugido de la guerra o el eco helado del silencio. En la guerra, las palabras son armas y los enemigos se multiplican; en el silencio, la política muere y deja de ser un arte para convertirse en una lápida.

El compromiso es incómodo, como un zapato que nunca ajusta del todo; exige negociar con principios, convivir con contradicciones, aceptar que la pureza es un lujo que nadie puede permitirse. Pero cuando desaparece, la política deja de ser un diálogo para convertirse en un monólogo violento o en un mutismo paralizante. Y entre la guerra y el silencio, entre el caos de las trincheras y el vacío de las palabras no dichas, lo que se pierde es siempre lo mismo: la posibilidad de un futuro común.

En otras palabras, cuando los extremos se imponen y el centro se desintegra, el diálogo se convierte en una lucha de fuerzas opuestas, y la democracia pierde su razón de ser: la capacidad de canalizar los desacuerdos a través de un sistema inclusivo.

El resultado es una democracia más frágil y un sistema político que, en vez de buscar el fortalecimiento de las instituciones, alimenta un ciclo de polarización en el cual el adversario es visto no como un rival legítimo, sino como un enemigo que debe ser eliminado. La promesa de la antipolítica, entonces, es una trampa: ofrece una alternativa al sistema, pero a costa de destruir las bases que sostienen la convivencia democrática. Así, el discurso polarizante, ese que reduce a la política a un juego binario de vencedores y vencidos, es el preludio de un futuro donde la tolerancia y el compromiso están en peligro de extinción.

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