En el curso de los ocho meses de confinamiento obligatorio que hemos padecido los venezolanos por causa del covid-19 y luego de tres meses de penoso aislamiento informativo por el retiro de la señal televisiva de Directv, en medio del hastío y la impotencia que tal situación genera, en compensación, hemos podido observar con atención algunos rasgos característicos de Estados Unidos, la gran nación del norte, el Imperio, que todo izquierdoso que se respete a lo largo y ancho del hemisferio occidental debe criticar y difamar, para no hablar del resto del mundo, donde rusos, turcos, chinos, iraníes y demás moradores, lo consideran algo así como la materialización del Gran Satán.
La primera cosa que observamos con respecto a Estados Unidos fue que el gobierno central o federal y las gobernaciones de los Estados no pudieron imponer el confinamiento obligatorio, como lo han hecho muchos países del mundo, entre ellos el nuestro, muy eficiente en todo aquello que implique una alta dosis de autoritarismo. El pueblo norteamericano se resistió desde el primer momento y salió a las calles para protestar en todos las localidades donde se intentó imponer la reclusión obligatoria. Como tenemos muchos familiares y amigos residenciados en Estados Unidos, requerimos de ellos una opinión al respecto. La respuesta más concisa la dio mi nuera en los siguientes términos: “Aquí cada quien tiene derecho a enfermarse si le da la gana”. Creo que lo dijo en tono jocoso, pero después de pensarlo bien, consideré que esa respuesta era la mejor de todas.
En plena pandemia miles y miles de estadounidenses manifestaron su enojo durante 6 semanas en más de 140 ciudades norteamericanas por la muerte de un afrodescendiente en manos de un policía blanco. No pude evitar, aunque me doliera, la evocación de los centenares de víctimas mensuales, en su mayoría muy jóvenes, inmoladas por la acción represiva y sin control de los cuerpos policiales venezolanos, sin que nadie, salvo las organizaciones no gubernamentales que se ocupan de los derechos humanos y alguna que otra personalidad aislada, levante la voz para denunciar el hecho. ¡Qué diferencia con respecto al tan denostado Imperio!
Luego sucedieron las elecciones presidenciales que acabamos de presenciar. ¡Qué dicha, qué envidia, ver a un país que cada cuatro años puede ratificar o rechazar la reelección del presidente de la nación, aunque este sea (o precisamente por serlo) el mismísimo Trump, con tan solo ejercer su derecho al voto, pudiéndolo hacer incluso por correo!. Eso no es posible en la inmensa mayoría de los países del mundo. Es impensable en Cuba y Venezuela, donde las elecciones no son libres, transparentes ni exentas de la acción arbitraria y ventajista del poder del Estado.
No es cierto, como se dice comúnmente para menoscabar al sistema electoral norteamericano, que el mismo es de segundo grado. En este último no se vota por un determinado candidato a la presidencia, sino por los miembros de un congreso o asamblea que luego elegirá, sin ningún tipo de compromiso, al presidente. En las elecciones norteamericanas la gente vota por listas de electores o compromisarios para integrar el Colegio Electoral que elegirá al presidente, pero los electores están comprometidos (aunque no en forma legal) a votar por el candidato presidencial del partido por el cual fueron elegidos. El candidato presidencial que obtenga más sufragios en cada Estado se lleva el total de los votos electorales del mismo, incluidos los que, en sentido común, parecerían corresponder al otro candidato. Este sistema demuestra que, en stricto sensu, los electores o compromisarios del Colegio Electoral (votos electorales) constituyen en realidad un número, un puntaje, una ponderación que obtiene el candidato presidencial que logre en cada estado la mayoría de votos (votos populares).
Cada estado tiene un cierto número de electores o compromisarios igual a la suma de sus representantes y senadores en el Congreso. Pero ese número no se corresponde exactamente con su población. La cantidad de votos requeridos para elegir a un elector varía de un estado a otro. En algunos se requieren muchos más votos que en otros para un elector. Por eso el voto popular (total de sufragios emitidos para un candidato) no siempre coincide con el voto delegado (total de votos del Colegio Electoral). Siendo actualmente 538 el total de votos electorales de la Unión, el candidato presidencial que obtenga 270 de ellos (la mitad más uno) o más, queda de hecho elegido presidente (aunque formalmente se requiere la ratificación del Congreso). Esa modalidad de voto se acogió en la Constitución de 1787 para mitigar el peso electoral de los estados más poblados. Tiene ya 233 años de vigencia y con ella le ha ido bien a Estados Unidos, mucho mejor que al resto del mundo con sus diversos sistemas electorales.
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