OPINIÓN

El imperativo de mentir

por Fernando Rodríguez Fernando Rodríguez

Las dictaduras clásicas latinoamericanas, bananeras, militares claro, que abundaron en la era de la Guerra Fría, aupadas por Estados Unidos, tienen una característica común: que cerraban todo acceso a los derechos cívicos, a todos. Cualquier forma de disidencia propiamente política, por minúscula que fuese, podía ser castigada de la forma más severa. No se meta en política, ni siquiera en nada que la salpique (ciertas expresiones culturales, por ejemplo) y punto. Ocúpese de lo suyo que de la patria nos ocupamos nosotros. Por eso es que se puede hablar de dictaduras férreas, sin matices, sin necesidad de enrevesadas justificaciones para aplicar la mano de hierro. La bota pisaba, no discutía, mandaba. Dicho de otra forma, los discursos justificadores eran superfluos y la comunicación, limitada entonces, era para la distracción de los receptores y para algunos esporádicos rituales oficiales patrioteros o puntualmente promocionales. El arquetipal general Gómez se reducía al más curioso y extremo mutismo, pero cada palabra suya era una orden, un niple. Pérez Jiménez prefería bonchar o exhibirse inaugurando sus edificaciones, que andar dando discursos floridos y ampulosos. Y mataban y robaban sin mayores máscaras. Así es que se gobierna.

Por el contrario, las dictaduras de nuevo cuño, como la nuestra, tienen con aquellas notables diferencias. Pero subrayaremos solo una, muy simple. Son dictaduras disfrazadas de democracia. Entre Pérez Jiménez y el comandante barinés y su mostrenco sucesor hay esa decisiva diferencia.

Es verdad que los tiranos clásicos trataban de simular decencia republicana e instalaban instituciones y hasta hacían elecciones, pero eran burdas escenografías inútiles. En cambio, la que nos masacran hoy se proclaman democracias verdaderas y de avanzada, protagónicas. Eso implica que por naturaleza están obligadas a ser boconas y mentirosas, muy mentirosas, siempre mentirosas.

Su norte es no dejar nunca, lo que se llama nunca, el poder, como quería el imperio soviético y, por estos lados, lo quiere Cuba todavía, la pobre. Eso quiere decir que ejercen el poder con algunas dosis de democracia mientras esté garantizada la victoria, y con ello se engalanan ante los ciudadanos y el mundo. Se hacen elecciones, hasta muchas, siempre que se esté seguro de que se van a ganar, digamos. O la actividad parlamentaria, mientras son aplastante mayoría. O la libertad de prensa, por ejemplo, mientras no los muestren en sus continuas fechorías, con las que se enriquecen a niveles nunca vistos. Cuando eso no sucede, y no sucede porque jugar a la pluralidad, aunque sea de embuste, tiene sus riesgos, y nosotros también jugamos, entonces sacan las garras y muestran su naturaleza real, muy poco diferente a las de sus ancestros: hacen fraudes electorales, manipulan y prostituyen las instituciones, mandan la constitución al carajo y reprimen (torturan y matan sin piedad) a los reclamantes.

Y hablan hasta cansar: las infinitas peroratas de Chávez (sigue hablando después de muerto, ver el canal 8 y subsidiarias) demagógicas, ignorantes pero eficaces; las cadenas, la hegemonía comunicacional, la censura y el silencio obligado de los otros. Y hablan para justificar su tramposería, las más aberrantes medidas, las más antidemocráticas, para que su poder no se altere y para castigar a quienes las adversan o tan solo las denuncian. La constituyente y las últimas elecciones son la muestra más egregia.

Esto implica dos cosas. Primero y sobre todo, manejar los medios capaces de llegar a las mayorías y utilizarlos políticamente al máximo, la lograda hegemonía comunicacional. Para los demás, unos pocos respiros expresivos, bien controlados por Conatel para que no pisen terrenos prohibidos, lo cual se cumple mansamente. Y mantener cínicamente así la “libertad de expresión”.

Luego mentir a través de ellos. Porque si hay que justificar lo injustificable, la mentira se convierte en una necesidad insoslayable, en un instrumento de primera necesidad. Es la manera de conciliar los dos lenguajes heterogéneos, el de la democracia y el de la tiranía y el terror. A veces, hasta el delirio: el país se pudre por los cuatro costados, la gente se muere de mengua, y Maduro arma un fiestón en cadena, con todo y baile suyo, para celebrar un CDR en Upata, muestra de nuestro maravilloso sistema de salud y la Venezuela potencia que estamos construyendo.

Ese juego siniestro le plantea a la oposición la necesidad de una respuesta difícil y compleja. Parte de nuestras impotencias mucho tienen que ver con ello.