Por Jennifer Moya Gil
El entorno sociocultural imperante admite la necesidad de establecer vínculos que interconecten las más profundas pasiones del ser y su estar ahí en este mundo globalizante. Las tradiciones musicales, como conceptos socioculturales, han sido concebidas como nódulos, que han de perpetuarse tal cual han sido creados. Esta realidad puesta en una madeja pluricultural crea una ruptura en tal concepción de estaticidad. El mundo cambiante, global, tecnológico, virtual y repleto de una diversidad de culturas puras e híbridas por las masificaciones migratorias demanda un diálogo intercultural que establezca conexiones entre las formas de hacer arte entre distintas formas de pensar, tradiciones, artes y costumbres.
Venezuela es un país caracterizado por un entorno cultural diferenciable y plural, con manifestaciones emblemáticas propias de las distintas regiones que lo constituyen. De manera que, existe una poli-identidad, en tanto cada región posee su propia cultura musical arraigada ancestralmente, entiéndase, el Zulia con sus gaitas, los Andes con sus valses, el calipso por Guayana, el centro con los golpes de tambor y el oriente preñado de estribillos, polos y galerones. Estos por nombrar o referenciar algunos de los tantos estilos que recorren el ancho territorio de la venezolanidad. Si bien es cierto, la música de tradición de los pueblos nos pertenece como linaje que origina las manifestaciones más arraigadas de la pluriculturalidad territorial que poseemos. Pero, no es menos cierto que en la actualidad no es precisamente el estilo tradicional el tipo de música circundante y de mayor audiencia, del que se apropia el ser margariteño de ahora, y menos de las nuevas generaciones.
Atendiendo a esas razones, se hace referencia a la música de tradición margariteña y la gama de géneros musicales que la comprenden, un poco para desentrañar los niveles cognitivos, los encuentros, apegos o desencuentros que se han generado en la población estudiantil. Por ello, fue objeto de análisis el entramado de relaciones gnoseológicas que allí se generaban. De hecho, las interpretaciones respecto al bombardeo musical foráneo, producto de la industria musical y las hegemonías que de forma categórica y clasista, subyugan a la juventud de nuestra tierra, envuelta y seducida por las pasiones musicales que devela la música urbana, y es preocupante observar el tránsito y la movilidad en cuanto a gustos y preferencias que esto ha generado. En consecuencia, es menester indagar en los efectos y emociones que la música tradicional escinde en el estudiante contemporáneo, y obtener respuestas que coadyuven a idear mecanismos que impriman la pasión por los cantos y estilos de la música que nos identifica.
La necesidad de perpetuar el canto tradicional margariteño, como referente de la identidad cultural que nos define, es la punta del iceberg que visualiza esta crítica. Esto sin menospreciar el cúmulo de emociones y las vibras musicales que emanan de la juventud margariteña de estos tiempos, producto de sus conexiones con el contexto musical urbano circundante. En definitiva, hay un nuevo ser musical que develar atendiendo a las posibilidades vanguardistas que ofrece el diálogo intercultural.
Plantea Bigott (1997) que el mestizaje étnico y cultural que originó la conformación social de nuestra insularidad fue la fuente inagotable de recreación de cantos fieles que acompañaban al nativo en los intentos de cruzar el mar, de embarcarse un día cualquiera al amanecer de la mano de Dios en busca del Promontorio de Paria, de los Caños del Delta del Orinoco, o de ir por boca de Navíos y enfilar hacia Trinidad. Es imposible que bajo este espíritu aventurero, el margariteño no navegara “llevando en la garganta una malagueña, un polo, un galerón en agradecimiento a aquella mujer que había combatido en la Batalla de Matasiete, la Virgen del Valle” (p.14).
Con la cultura de la subyugación se mezclaron aportes musicales puros de indios, negros y españoles. Entraron a estas tierras viajeros, mercaderes, músicos con sus cantares religiosos, cantos de porfía, cantos de faena y con ello, una proliferación de ritmos, de instrumentos y de poesías, que finalmente alearon hace más de quinientos años, lo que hoy conocemos como música tradicional margariteña.
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