Con Sean Connery se va uno de los últimos íconos de la década de los sesenta, sin duda el que podía espolvorear sobre toda su época la ironía más colorida, a tono con la frivolidad de los tiempos que despuntaban. Tal vez era el guiño sardónico que el humilde repartidor de leche de Edinburgo podía hacerle al mundo que, ya adulto, lo veía como “Bond, James Bond”. En su caso, el uso del capicúa, o mejor dicho, lo superfluo de la aclaratoria, era reveladora. Era la afirmación social del que había llegado alto muy alto, y podía permitirse una sonrisa socarrona frente a los que alguna vez desconfiaron de su inconmovible seguridad. “Ahí va nuestro James Bond”, dijo Harry Saltzman después de entrevistarlo para el papel, mientras lo veía alejarse por la calle.
Tanto él como su socio, Albert Broccoli, sospechaban que, con los derechos de las novelas de Ian Fleming habían encontrado una veta de oro. Connery los ayudaría a extraerlo, molerlo y repartir el polvo por todo el mundo. El fenómeno Bond tenía mucho que ver con el actor. Pero más con los tiempos que corrían. El “swinging London” estaba a solo un paso, así como los “angry young men” que renovarían el teatro y el cine. Para no hablar de la Nouvelle Vague, los hippies, Vietnam, Cuba.
Bond era, en ese contexto el representante de la corona que, secretamente y con licencia para matar, intentará poner orden en un mundo que se sale de sus goznes. Con una ventaja, Bond aún tiene un pie en este mundo terrenal que hay que defender. Es para eso que trabaja para el servicio secreto de su majestad. Pero sus enemigos habitan ya un mundo ancho y ajeno, en el cual el crimen se ha vuelto planetario. Los operativos de SMERSH o de Spectre son, sin saberlo, unos villanos globales, cuyas travesuras se volverán, con el tiempo, cada vez más abstractas (basta ver las últimas entregas de 007). Con el Bond de Connery solo necesitan despegarse del mundo para alejarse de esa guerra cuya frialdad transmite angustia y miedo. Son agentes de una maldad metafísica, refugiados en los confines del mundo (Jamaica en Dr. No, Japón en Solo se vive dos veces o el mundo submarino en Operación Trueno). Su lejanía hace la estatura protectora de Bond, y le da un respiro al espectador, en esa década turbulenta.
No es extraño que Connery mantenga con su personaje una relación de amor y odio. Por un lado le debe la fama. Por otro, Bond es su prisión recurrente. Cuando cree que se ha librado de él, en 1970, el fracaso de su sustituto lo regresa a su papel, para el cual se niega a perder sus kilos de más en Los diamantes son eternos. Con 41 años intenta una despedida forzada, que 12 años más tarde recibirá un guiño, muy a la Bond, con su última visita: Nunca digas nunca jamás.
Lograría deshacerse de su bien llevado estigma. En 1973, protagonizó un filme que dirigió Sidney Lumet, llamado La ofensa. Interpretaba en Londres, al detective Johnson, un oficial atormentado por la violencia de su oficio. La primera imagen de Connery lo despega para siempre del Bond que fue. Está parado en la escena del crimen atroz de una niña, en pleno invierno, avejentado, con una calvicie incipiente, conteniendo el dolor que está por ganarle la partida. Eventualmente torturará a su sospechoso, lo cual lo llevará a confrontar su
matrimonio, su pasado y dará al traste con su trabajo.
La película era demasiado tributaria de la obra teatral en la cual se basaba para ser recordada. Pero giraba en torno a la entrega de Connery, ese ser débil, cruel, torturado por la realidad. No era difícil intuir el placer que podía haber sentido en desprenderse de su piel frívola con un papel extremo, habitado no por el placer, sino por el dolor.
El segundo ejemplo de este alejamiento es una obra maestra. El hombre que sería rey. El director John Huston buscaba adaptar este cuento, magistral como todo lo de Rudyard Kipling, desde 1950 con Humphrey Bogart y Clark Gable en los roles principales. En 1975 finalmente logró montar la producción con dos grandes actores con igual pasado proletario, y ahora estrellas. Michael Caine y, por supuesto Sean Connery eran dos ex oficiales del ejército imperial que, llegaban al reino de Kafiristán donde eran confundidos con dioses. La aventura terminaba mal, como todo en John Huston ese poeta del fracaso, pero la actuación era una gloria. Caine y Connery eran esos dos delincuentes de poca monta, capaces no solo de habitar una fantasía imposible, sino además de creérsela ellos mismos. Y, una vez más, el espectador podía percibir el placer extremo de la actuación de dos tipos impresentables. Probablemente dos actores representando una aventura que, de no ser por la fama del cine, hubieran podido correr en otro tiempo y espacio.
Sin duda hay otros ejemplos, acaso mejores. Lo importante es que al menos con estas dos películas, ya no necesitaba ser “Bond, James Bond”. Era Sean Connery, sin repeticiones, tautologías o aclaratorias.
Un actor que supo derrotar y la trampa de su personaje fetiche. Se fue un grande.