Hoy 14 de julio estaría cumpliendo 95 años. Cuando Castañeda dejó el ejército de Venezuela,  en el año 1981 y con solo 51 años, tenía un sueño: viajar por las Américas en una casa rodante. Se fue a Canadá  atrapado por su ilusión. Allí encontró al Aventurero, un Dodge usado (1975) con cabina para dormir cuatro personas, sala y comedor. Comenzó el recorrido a su antojo, tal como él quería. Recorrió Estados Unidos. Por primera vez en 35 años, desde que se puso por primera vez el uniforme, el tiempo le pertenecía. Él, su pareja  y con  un cheque producto de sus prestaciones, recorrió de este a oeste, y de norte a sur  la tierra de Lincoln, el país en donde había nacido y con el cual se quería reconciliar. Lo había abandonado con tan solo 5 años .

Meses, quizás un año, duró  esa primera  travesía. De Nueva York a Chicago, al cañón de Colorado, Los Ángeles y  San Francisco. Buscó el sur hasta llegar a Texas y de allí a México. El Aventurero no tenía prisa. Había algo que le encantaba: manejar y la mecánica. Hacía una simbiosis con la máquina, se conocían a la perfección después de las primeras 5.000 millas. No había lugar que le gustara en el que no se quedara. Se compró una moto que la cargaba de auxiliar para movilizarse a sus anchas en las ciudades que visitaba.

Hablaba con la gente del pueblo. En los campamentos para casas rodante hacía amigos y prolongaba sus estadías.  Tenía esa facilidad para comunicarse con las personas. Cada ciudad que visitaba era un acontecimiento. Forró la carrocería con calcomanías que identificaban cada lugar visitado. Eran como un trofeo y testimonio de que “allí estuve yo”. Recuerdo  que siempre mandaba tarjetas postales con mucha alegría. Decía a sus hijos en sus cortos escritos: “Cómo me encantaría que ustedes estuvieran aquí”. A México lo marcó. Para alguien que había vivido en Guatemala,  el norte también era la tierra azteca. Pasó meses en  Ciudad de México. Sin tareas ni horarios, solo disfrutando la vida y acumulando historias para lo que en su vejez sería su  mayor diversión. Tomarse unos tragos y contar una y otra vez su viaje en el  Aventurero por América.

Muchas veces escuché las historias. No me aburrían. Cada una era distinta a la anterior, no porque mintiera sino porque fueron tantos sitios, kilómetros, lluvias, comidas y accidentes que cada narración era una nueva manera de entender su viaje. Después de varios meses mientras más se adentraba en esa manera de vivir, sin tiempo ni espacio, solo en movimiento, como los nómadas, fue aferrándose  a sus seis ruedas y a una esposa incomprensiva que perdía paciencia ante tal desorden de vida. Una promesa, esa sí, al llegar a Venezuela, allí nos quedamos, “más al sur irás solo”.

Castañeda, a pesar de manejar un carro con placas gringas, descubrió una manera de sobrevivencia que le sirvió para el resto de su trayectoria que obviamente terminó en donde él quería, en las pampas argentinas. Usar su expediente de militar  venezolano para ver si la solidaridad de la cofradía latinoamericana existía tan como siempre se la inculcaron en los cuarteles. En efecto, solo después de unos días en México, más nunca en sus viajes tuvo que pagar por un parque recreacional para los llamados “motorhomes”. Se presentaba en los cuarteles como oficial  del ejército venezolano y en todas partes le abrieron las puertas y hasta honores y facilidades para él y  el Aventurero.

Muchas veces contó que los camaradas de armas no entendían cómo un militar venezolano pudiese hacer semejante hazaña que en el fondo me imagino muchos envidiaban, si comparaban con la rutina cuartelaria que los embargaba a diario. Oscar se convirtió para muchos en una novedad . Y cómo le sacó provecho.

Cuando cruzó la frontera entre México y Guatemala se llenó de nostalgia. Volvía al país de su madre y que lo llenaba de grandes recuerdos. Después de Nueva York, donde había nacido, su madre Ángela regresó a Ciudad de Guatemala huyendo de la recesión de finales de los años veinte y una decepción amorosa, luego de que Jorge, el padre de Oscar, la abandonó con dos criaturas.

Llegar a Guatemala era como un gran triunfo. Tenía amigos, familia y una historia que siempre recordó. Haber participado en la revolución del 45  siendo apenas un joven de quince años. Las carreteras de Guatemala lo transportaban en el tiempo. En algún momento pensó quedarse en la tierra de sus antepasados. Visitó familiares  y las puertas del ejército guatemalteco se le abrieron al recordarles que antes de ser oficial venezolano había sido por poco tiempo subteniente en Guatemala. Larga historia, increíble y que fue la antesala para una  futura vida en Venezuela que le cambió el rumbo a él y a sus descendientes. Oscar terminó siendo un emigrante en Venezuela.

La historia es mucho más larga. Terminó después de un par de años  en tierra de fuego. Hoy, en su cumpleaños, lo recordamos desde la quinta “Guatemala” aquí en Caracas.

 


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