“Somos los oficiales del Ejército ruso, vinimos a liberarlos, de ahora en adelante son libres” (AA.VV., 2006, Exilio a la vida), fueron las palabras que una joven de 12 años, checoeslovaca y judía, les escuchó decir a los soldados soviéticos el 27 de enero de 1945 en el mayor campo de exterminio nazi de Auschwitz (Polonia). Su nombre era Trudy Mangel (conocida por su apellida de casada: Spira) y 10 años después llegaría a Venezuela y allí nacerían sus hijos y nietos. Por esas casualidades no tan casuales de la vida hace unos cuantos años yo escucharía su testimonio y le pedí que me hiciera el gran honor de repetirlo en varias de mis clases sobre historia contemporánea. Amablemente accedió y a mis alumnos se les hacía imposible no soltar una lágrima. Ella afirmaba que ese día había vuelto a nacer, y exactamente esa misma fecha pero del año 2013 nos dejaría. Desde 2005 las Naciones Unidas lo convirtieron en el “Día internacional de conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto”. Recordar es fundamental, porque en palabras del secretario general: “Estamos viendo cómo la intolerancia se asienta en el curso normal de la política, atenaza a las minorías (…), y se aprovecha de la ira y ansiedad que aflora en un mundo cambiante” (Entrada respectiva en Wikipedia, tomada el 24 de enero de 2021).
El genocidio sistemático e industrial de los judíos y todos los pueblos considerados “inferiores” perpetrado por los nazis bajo el liderazgo de Adolf Hitler en Alemania (1933-1945) es lo que se conoce como el Holocausto o Shoá (para una explicación teórica e historiográfica y de sus primeras acciones en la Segunda Guerra Mundial pueden leer en esta misma columna nuestros artículos del 11 y 18 de noviembre de 2020). Nunca antes en la historia de la humanidad se había realizado una planificación racional y minuciosamente detallada de un asesinato en masa (12 de millones de personas aproximadamente). La inmensa mayoría de los estudiosos de este fenómeno consideran que todo comenzó precisamente con actos de intolerancia y odio. Primero se comienza con rumores, con mitos y confusiones, con medias verdades o descarada manipulaciones de la realidad en torno a una persona o colectivos: “son malos, malandros, ladrones, invasores, malvivientes, asesinos, traidores, enemigos”. El segundo paso es repetir estas mentiras constantemente en un intento de “hacerlas verdad”, acompañadas de la advertencia que el peligro de la acción, presencia o existencia de esa persona significa para una comunidad. Poco a poco la gente comienza un linchamiento público en lo que respecta a su imagen social y cuando ya se la ha despojado de su honra e incluso humanidad se le expulsa, encarcela o extermina.
Todo esto se ha mostrado en numerosas y excelentes películas pero muy probablemente el énfasis ha estado más en Auschwitz, en las cámaras de gas, que en estos primeros pasos. Esas pequeñas acciones donde las personas que colaboraron en crear los cimientos del genocidio no se sintieron culpables porque no les están pegando un tiro a las víctimas. De esa forma nos conmovemos y horrorizamos al salir de la sala de cine, pero de inmediato entramos a las redes sociales y hacemos viral un “fake news” (o un comentario) que probablemente facilite el ataque a personas que ni conocemos o que conociendo somos incapaces de pensar que tienen derecho a su honra y reputación (artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, e incluso nuestra Constitución Nacional es más específica al señalar: “Toda persona tiene derecho a la protección de su honor, vida privada, intimidad, propia imagen, confidencialidad y reputación”, artículo 60). Y es por ello que antes de hacernos y emitir una opinión debemos consultar a la persona que está siendo atacada. Pero incluso el hecho de estar informados no significa que tengamos derecho a ejercer esta forma de “bullying” porque toda persona es inocente hasta que se pruebe lo contrario (artículo 11,1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 49, 2 de nuestra Constitución Nacional). El papa Francisco en esto ha sido muy claro al advertir del pecado del chisme.
En Venezuela es lamentable y sumamente peligroso cómo las clases medias y altas vienen desarrollando un fuerte odio hacia los pobres. Percibo más este fenómeno que el llamado resentimiento social desde las clases bajas. Lo he advertido con preocupación en las encuestas que realizo el primer día de clases entre mis estudiantes (he publicado siempre los resultados en esta columna), pero es mucho peor en todos los espacios de opinión de Internet. He leído hasta claros llamados al exterminio porque personas de bajos recursos ponen música alta o echan basura o simplemente “afean la calle” con su presencia. Se ha generado el mito que la culpa de la actual crisis es de los pobres “porque ellos son los que votaron por Chávez” y por eso he tenido estudiantes que me han propuesto limitar al voto al nivel educativo o económico. Estas personas no se dan cuenta, no solo de la discriminación y en casos extremos de la monstruosidad que están proponiendo, sino que precisamente la falta de solidaridad con los más vulnerables fue lo que nos llevó adonde estamos ahora los venezolanos. No dudo un segundo que la mentalidad “sifrina” (clasista, aristocrática, etc.) es la peor peste de la cultura venezolana. Su superación es una tarea necesaria y en esta tarea nuestra cultura cristiana nos ofrece un potencial inmenso en los valores de la caridad, solidaridad y muy especialmente “la opción preferencial por los pobres”.
La discriminación económica, me decía mi querida profesora Mercedes Pulido de Briceño, es la peor de todas las formas de segregación. Yo se lo discutía, pero a medida que ha pasado el tiempo no dejo de darle la razón. Dios quiera podamos despertar a tiempo y la historia no se repita. La semana que viene retomaremos la serie sobre la guerra en el desierto durante la Segunda Guerra Mundial en su ochenta aniversario, aunque el escrito que ahora concluimos sea el principal aprendizaje de la peor tragedia de la historia de la humanidad.
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