La vida, ese brevísimo lapso que media del nacimiento a la muerte, se equipara con una hebra de hilo. Ese delicado componente, que le ha permitido al hombre cubrir su desnudez, simboliza con propiedad la vida humana. El hilo de la madeja se desenvuelve lenta y continua en la rueca para tejer la tela, es frágil, se rompe con facilidad y tiene una extensión limitada que finalmente se acaba, todo ello como la existencia humana.
En la mitología griega, las Moiras eran las divinidades que determinaban el destino y la vida del hombre. Eran hilanderas (klothes) que desenvolvían, medían, tejían y cortaban el hilo de la existencia. Eran tres, cada una con una misión determinada, pero actuaban como una unidad: Cloto, la tejedora, que iba desenvolviendo el hilo de la rueca y tejiendo el destino humano desde el nacimiento nacía hasta la muerte. Láquesis, que establecía la extensión del hilo con su vara de medir y Átropos, la ineludible, encargada de cortar el hilo de la vida cuando éste llegaba a su punto final.
Sobre esta última deidad existe una bonita fábula. Cuenta una antigua leyenda rusa que un día, muy temprano, un tendero del mercado de una ciudad de Uzbequistán, cuando comenzaba a ordenar sus mercancías en el puesto de venta que le estaba asignado, notó que una extraña mujer, a quien nunca había visto, lo miraba fija y detalladamente. Presintiendo que era la muerte que lo acechaba, recogió sus bártulos, los remató lo mejor que pudo y se marchó a Samarcanda, ciudad situada a un centenar de kilómetros de allí. Llegó anocheciendo a su nuevo destino y su sorpresa fue mayúscula cuando se topó de nuevo con la misma mujer. Al recriminarle con enojo su despiadado acoso, aquella mujer, que efectivamente era la muerte, le respondió que no había tal cosa, que la razón por la cual lo había mirado intensamente esa misma mañana en la otra ciudad, donde nada podía hacer, fue producto de su gran desconcierto, porque sus instrucciones eran buscarlo ese mismo día ahí, en Samarcanda, para cumplir su misión.
La muerte, inevitable, es el hecho más radical y definitivo de la existencia humana. El hombre es el único ser viviente conocido que tiene plena conciencia de ella. Siendo tan natural como nacer, sin embargo, ¡cuánta incertidumbre y miedo nos infunde! Y es que la muerte es una incógnita. Sabemos que ella es el final de todo lo conocido, pero ignoramos si es el umbral de algo existente más allá de la misma. Esa duda, esa terrible incertidumbre, con la que el escepticismo nos amarga y la fe y la esperanza nos confortan, produce una enorme angustia existencial; la misma que hostigó al príncipe Hamlet y la que ha atormentado a muchos hombres en los peores días de sus vidas cuando, impulsados por la desesperación, se han visto tentados a poner fin a sus desdichas por sus propios medios.
La eventualidad de algo más allá de la muerte es una esperanza (una certeza para algunos afortunados) que el hombre, en sus diversas expresiones religiosas se ha empeñado en sostener, porque le resulta muy duro pensar que la vida sea un breve tránsito terrenal, único y sin trascendencia. No puede creer que sus penas, sus alegrías, sus certidumbres, sus ilusiones, sus sacrificios, sus ideales, sus afectos y sus amores, todo lo que ha sido su existencia, se disuelva en la nada, como se disipan las brumas del mar con los primeros rayos del sol.
La nada es un concepto que el hombre no admite. Los primeros filósofos, los griegos, no la aceptaban: “ex nihilo nihil fit” (de la nada, nada adviene). ¿Recuerdan a Parménides?: “El ser es, el no ser no es”. Los pueblos antiguos, como el egipcio, no concebían la muerte como un fin trágico; la veían como una liberación y un paso a una existencia mejor. El problema se complicó con el advenimiento del judaísmo y el cristianismo. Si Dios creó el mundo, debió hacerlo de la nada, porque si sólo hubiera puesto orden en el caos, éste le precedería y no sería Él el único y original Creador del universo. De manera que la nada está allí, en el propio acto de la creación. Los filósofos de la Edad Media y de las épocas posteriores han tenido que bregar con el abstruso concepto de la nada.
Deberíamos asumir este problema de una manera racional: si existe algo más allá de la muerte, alegrémonos, gozaremos de ello si lo merecemos. Si no existe nada, conformémonos, porque nada podemos hacer. Toda ansiedad, todo pesar, serán en vano. No tenemos facultad para cambiar esa realidad. ¡Pero cuán difícil es imponer la razón y borrar el sentimiento de la inmortalidad! Pese a todo, no debemos amargarnos la existencia con esa duda irresoluble. Pensemos con Horacio que la vida es breve pero también es bella y digna de ser vivida, que debemos disfrutar del día (carpe diem) y tratar de que todos ellos sean de alguna manera luminosos, removiendo las preocupaciones que nos afligen sin razón, superando los egoísmos, las mezquindades, las malas acciones y los desatinos que ocupan la mayor parte de nuestras vidas. Elevémonos por encima de lo habitual y ordinario, sin divorciarnos del mundo, pero sin aferrarnos incondicionalmente a él.
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