Conocí muy bien a un “guapetón de barrio”, porque era cercano a mi familia. Arrogante, soberbio, sobrado… Sentía que era todopoderoso, que podía controlar a quien fuera y lo que fuera… Creía que sus deseos eran órdenes y que su palabra era ley.
Podía ser encantador cuando le convenía -generalmente cuando trataba a personas de poder y dinero- y absolutamente déspota e insufrible cuando se trataba de gente a quien consideraba inferior, como a Pedro, su chofer. Pero aquella de ellos era una relación insólita… No sé cuántas veces Pedro lo rescató de borracheras de antología, arrastrándose por el piso y lleno de vómito. Lo llevaba al baño, lo lavaba y lo dejaba acostado en su cama. Esta actitud hubiera merecido de su parte un agradecimiento y un trato especial, sin embargo, era todo lo contrario. Lo trataba malísimo, lo humillaba, le pegaba gritos… ¡era tan desagradable verlo en acción! Pero Pedro estaba ahí siempre, como un perro fiel.
En mi casa jamás escuché a nadie levantar la voz. De hecho, mi papá, mientras más bravo estaba, más bajo hablaba. Por eso me daba terror, cuando era niña, ir a casa del guapetón, porque todo lo de él era a grito herido. Le gritaba hasta a su mamá. Era un soberano malcriado, pero eso lo entendí después de que crecí. Cuando era chiquita me producía mucho miedo oírlo gritar.
Ese guapetón se ufanaba de la cantidad de gente que le temía. Unos años más tarde se reveló como lo que realmente era: tracalero, estafador y mala gente. Mis padres y otras personas allegadas dejaron de tratarlo. Pero había personas a quienes -bajo extorsión- los había hecho firmar documentos que, de una u otra manera las comprometían, para tenerlas “con la rienda corta”. A uno de ellos, un gocho a quien su papá (del guapetón) había ayudado a estudiar, lo tenía particularmente acogotado. Era un hombre bueno y había firmado por agradecimiento con el hijo de quien lo había apoyado. Y sucedió entonces lo que sucede en general con los guapetones de barrio: el gocho se le presentó una mañana en la oficina y se sentó frente a él. Como hacía siempre, empezó a burlarse de cómo lo tenía en sus manos. Entonces el gocho, con abismal tranquilidad, sacó un revólver y lo apuntó al corazón. “Si usted me jode, me joderá. Pero le juro que va a ser lo último que haga en su vida”.
El gocho salió de la oficina muy tranquilo. Una hora después, las secretarias, extrañadas de que el guapetón no las hubiera requerido, le tocaron la puerta. Como no recibieron respuesta, se asomaron en su oficina: estaba como en estado catatónico, con la mirada perdida y se había hecho pupú. Pedro estaba de vacaciones y ninguna de las dos quiso acompañarlo a su carro, mucho menos limpiarlo. Dicen que el piso de su oficina se llenó todo cuando él se levantó de la silla, porque era casi líquido. La señora encargada del aseo de las oficinas no quiso limpiarlo. Llamó al administrador del condominio y le dijo “Yo barro, paso coleto y boto la basura. Pero a mí no me contrataron para limpiar mierda”. La historia corrió como pólvora y la supo un gentío. Recuerdo que mis hermanos y yo nos reímos a carcajadas de imaginarlo así.
Traigo la historia a colación porque esos gallitos que se ufanan de que todo lo pueden cuando se sienten con poder, que amenazan, hostigan, intimidan, terminan como el guapetón cuando están solos, sin la corte que los defienda. Y sí, tendrán a sus Pedros que los acompañan en las malas, pero también aparecen en sus vidas, cuando menos se las esperan, personas como el gocho o la señora que limpia, que los ponen en su sitio… Y es que a cada cochino le llega su sábado…
@cjaimesb
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