Cuando los sistemas políticos de extensa data requieren transformarse para ser corregidos y no generen innecesarios padecimientos al ser humano, se presume que necesitamos aplicarles «revoluciones»: moverlos hacia adelante con suficiente empuje. La fuerza que ejercemos sobre la sumisión acelera la cognición y reivindica el progreso. Avanzar es el fin supremo de toda organización social. Dale mayor velocidad al motor de un régimen y verás que los ciudadanos eligen trabajar persuadidos que ello los satisfará, tras cada jornada. Jamás aceptaré la publicitada tesis según la cual formas de gobierno explícitamente totalitarios [se ajusta más a la realidad calificarlos de ese modo y no «autoritarios»] hayan sido o sean revolucionarios. Algunos historiadores falsifican la realidad, los políticos pretenden confiscarla para torcerla, ciertos sociólogos intentan forjarle una estructura teorética para justificar las luchas fratricidas entre societarios, los psiquiatras ven en cada individuo a un desquiciado ciertamente en potencia, los científicos la someten a experimentaciones y los escritores fabulamos para olvidarla a veces pero, en otros instantes, con propósitos de enmendar los suplicios de las personas que ella –inmisericorde como quirurgo forense- muestra.
En el ámbito político, quienes fastidian no inventan revoluciones u hoz con martirio: sólo dicen que la hacen, porque ellos son revolucionarios a causa de una patogénesis o sufrimiento primario y –sin previo anuncio- emprenden hostigamientos contra las clases sociales comprometidas con la producción de bienes de consumo y tecnologías para hacer más confortable la existencia de los individuos. Impulsar una revolución [«revolutum»] es iniciar, literalmente, giros que moverán cosas y evitarán estancamientos.En palacetes donde parásitos de gobierno vampirizan tesorerías de estado nadie es revolucionario. Un objeto esférico gira sobre un eje invisible aunque igual puede trasladarse hacia cualquier parte, sin dejar de rotar, como nuestro planeta. Un vividor no se mueve y engorda, irrefrenable, al compás de la hambruna inducida a otros.
Refuten, háganlo, infieran razones por las cuales están persuadidos que la masacre con guillotina [Grande Peur] fue un signo de progreso en París, allá donde se presume que los hombres más inteligentes del momento idearían una profunda y beneficiosa transformación social (1789-1799). Tal vez no se equivocó Georges Lefebvre al escribir que la Asamblea Nacional Constituyente de Francia firmó el acta de extinto del viejo orden feudal, pero, el vandalismo, como acto de novísimo gobierno que se precipitaría al extremo intolerable, no tuvo nada de «humanista». Por ello, no admito se califique «revolucionaria» la praxis de la crueldad entre quienes somos presuntamente fraternos y filiales.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Agosto 27 de 1789) no necesita de una sala de interpretación infectada de bufones, cuyo único fin sea proscribirlo que naturalmente somos. La libertad, propiedad, seguridad, resistencia a la opresión, libertad de opinión, de prensa y conciencia, protesta, libertad individual, presunción de inocencia e irretroactividad de la ley son susceptibles de torcimiento jurídico. Los conceptos de ilustración y soberanía popular que punzaron la abolición de feudos, servidumbres personales y diezmos característicos de una monarquía no han desaparecido en el mundo. Las vilezas y crímenes de costura eclesiástica no extinguieron tras la muerte de Luis XVI ni con la irrupción de Napoleón Bonaparte en la Francia, estigmatizada por la agitación política permanente, pena capital, desigualdad social, miseria y guerras [por ambición de conquista, arrogancia militar y mitomanías].
Con mostachos, calvas, boinas, charreteras, pantalones, faldas o no, los sujetos de investigación penal internacional se relevan generacionalmente. Son cepa mutante y resistencia frente a un antibiótico llamado inteligencia.
@jurescritor
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