OPINIÓN

El grado cero de la guerra

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

Roland Barthes se preguntaba por el lugar de la cámara desde dónde observa para desmitificar el acabado plástico de una imagen fotográfica.

En la película 1917, la posición del lente pretendidamente objetivo, transparente y omnipresente deja infinitud de dudas sobre la socorrida verdad del filme de Sam Mendes, coronado en la temporada de premios.

El procedimiento estético tampoco es novedoso.

Solo en el campo histórico podríamos enumerar cualquier cantidad de antecedentes en autores e hitos audiovisuales, siendo los casos de Gerry de Gus van Sant y Sátántangó de Bela Tarr, dos de los más representativos de la contemporaneidad, cuando hablamos de seguir a personajes en planos inmersivos con complejos sistema de estabilización.

Pero si del Oscar se trata, El hijo de Saúl de Laszlo Nemes configura el principal referente secreto de la propuesta formal para el largometraje de 2020, sobrevalorado con 10 nominaciones a la academia.

La cinta húngara pertenece a una escuela de registro urgente y crudo de la descomposición de Europa, a cargo del fascismo.

En aquella obra maestra no existe respiro y concesión alguna para retratar el horror del holocausto, según la óptica de una de sus pobres víctimas, a fin de condenar al nazismo y combatir la impunidad de relativizarlo en la posmodernidad.

Por su parte, 1917 ofrece no pocas denuncias oportunas, pero su impacto se diluye en un amplio desarrollo de contenidos complacientes.

La música de Tomas Newman, por ejemplo, renuncia a profundizar en el efecto de verosimilitud, al decantarse por la ilustración de un dramatismo orquestal entre obvio e ingenuo, como un remedo de las ambientaciones de época de John Williams para Steven Spielberg.

La réplica de Salvar al soldado Ryan se presiente en el montaje de una composición instrumental, medio de réquiem patético, absolutamente contradictoria con el concepto del dispositivo de grabación.

Si el objetivo es narrar de manera realista, surge la pregunta incómoda sin posibilidad de respuesta: ¿cuáles soldados interpretan la banda marcial que escuchamos de fondo?

De igual modo, la sofisticada técnica de rodaje desentona con las pesadas estructuras de documentación de la Primera Guerra Mundial. Así, pues, 1917 va desperdigando trucos en un espacio minado para sus pretensiones de autenticidad.

Las falencias creativas del guion operan en el mismo sentido, reduciendo la argumentación a explorar un clásico y predecible viaje del héroe, por el terreno de una aventura bélica de tira cómica. Una suerte de videojuego, de supervivencia de terror, estancado en la fase del Frodo de El señor de los anillos, de los salvamentos viscerales de El renacido y de las pirotecnias de “Avengers”.

La coreografía impresiona en los minutos iniciales, al recordar la legítima condena de Stanley Kubrick de Senderos de gloria, una pieza de confrontación de pesadas instituciones, al punto de obtener la censura del estado francés. Ahí era un mensaje políticamente incorrecto. En cambio, 1917 se hace para generar consensos y gratificar a un orden tradicional, afirmando la posición de los convencidos y de los votantes del brexit.

No necesitamos de nadie, nos valemos con nuestros muchachos, morimos en nuestra ley, emprendemos la misión y la cumplimos, son varios de los mensajes latentes y autoindulgentes del subtexto. Por eso, su consagración será el instrumento y el vehículo del clasicismo qualité, para descartar y opacar el avance del relevo del milenio en el cine.

1917 es la glorificación nostálgica de un pasado ante el miedo del presente.

La película se refugia en tramas insólitas, como el forzado rescate de un bebé en un pueblo arrasado, al tiempo que clama por un pacifismo de doble moral en el sentido de explotar la maquinaria bélica, como una de las bellas artes, lo cual siempre suscita ruido y sospecha.

Hasta las citas a la poética de Tarkovski en el árbol de El sacrificio y La infancia de Iván resultan el producto de una impostación de diseño.

Sam Mendes sabe mover la teclas de un público que pide pan y circo, a través de una retórica demagógica de grado cero que justifica la pantalla ancha. No se contenta con exponer un relato despojado y abstracto, cual Robert Bresson. Quiere añadirle trascendencia y gravedad.

Después de todo, la enfermedad de importancia acaba anulando las virtudes del proyecto en dirección.

Sí, claro, el espectáculo domina y regocija a las retinas. Pero no logra explicarnos qué pasó en la primera guerra mundial, más allá de la pornografía de los cuerpos abatidos y el clásico relato de buenos contra malos.

Propaganda de un régimen de posvisión.