Es un lugar común el empeño de grupos humanos por reivindicar el gentilicio de aquí o de acullá. Más allá del chovinismo o el patrioterismo, el terruño siempre es tenido como un espacio mental, nostálgico, que habla de lo más profundo de cada ser humano, sobre todo ligado al recuerdo de la infancia.
Así pues, el gentilicio es ese sustantivo o adjetivo que denota la procedencia de una persona, ya sea su lugar de nacimiento o de residencia. Forma parte de la identidad individual en función del colectivo, pues la une a un grupo de personas con el que comparte un espacio geográfico, una procedencia o una genealogía. De ahí que la palabra patria tenga tanto poder, porque liga el linaje de cualquiera de las líneas familiares con un topos, un lugar físico al que también le ponemos un nombre que va de mayor a menor (continente, país, entidad regional, poblado, barrio), que termina yendo del imaginario del hemisferio (los occidentales) hasta los de la «patria chica» al que se refieren muchos en sus obras literarias o en sus crónicas periodísticas.
A veces, a la hora de escribir podemos asumir términos que no se ajustan a la realidad. llegando al paroxismo de aquellos que se olvidan que guayanés y guyanés no es lo mismo y que primero fue sábado que domingo. Así bien, cualquier error genera dudas sobre el conocimiento de quien está hablando o escribiendo de las personas o de los lugares a los que se refiere y, aunque la red ofrezca algunos recursos, a veces son insuficientes o imprecisos.
Adjetivos cargados de ideología
Mas, también hallamos en los gentilicios y en la toponimia aquellos vocablos cargados de ideología: no es en vano la lucha de los que vamos contra el prejuicio negrolegendario por erradicar el latinoamericano y suplantarlo por hispanoamericano (cuando nos referimos a los países de habla española en este lado del océano Atlántico) o iberoamericano (para incluir a Brasil lusófono), pues ello de alguna manera contraría la tendencia de borrar la obra de España de la faz de la tierra, que se pretende hacer desde indigenismos, regionalismos y desde culturas rivales en Europa.
El mismo término americano (a) concita una posición sesgada: si bien el nombre del continente durante su período hispánico pasó de Nuevo Mundo a las Indias e Indias Occidentales, con sus respectivos gentilicios novomundano(a) e indiano (a) y hasta criollo (a), el término se fue sustituyendo por el de americano(a) ante la creciente moda impuesta por alemanes e italianos de que nuestro continente se llamaba América, más aun después de que Estados Unidos reclamara para sí el nombre y nos dejara a nosotros como naciones que deberían ponerse a sí mismas apellidos como sudamericanos o centroamericanos, con los mexicanos viendo como pajarito en rama.
Al no obedecer a una norma fija, suponer cómo se llaman los habitantes de alguna región pudiera generar confusiones: los santiagueros (Cuba) son distintos a los santiaguinos (Chile), los santiagueños (Argentina o El Salvador) o los santiagueses (República Dominicana), quienes a su vez comparten ese apelativo con los naturales de Santiago de Compostela (España), que a su vez se hacen llamar compostelanos o picheleiros. La confusión por las redes sigue, toda vez que Wikipedia les asigna a los de esa ciudad gallega el extrañísimo apelativo de oscanuenses, sin tener ninguna base para ello.
Un mexica no es lo mismo que un chilango, ni se puede llamar azteca a todos los nacidos en el país que alguna vez fue la Nueva España, conque los novohispanos serían distintos también de los mexicanos de hoy en día, pues cada palabra tiene sutilezas y connotaciones que deberíamos conocer a la hora de referirnos a ellos. Tampoco es lo mismo un santodominguense (de la provincia ecuatoriana de Santo Domingo de Tsáchilas) que un santodominguero, los habitantes de la capital de esta, aunque estos últimos puedan ser denominados con ambos vocablos.
Las confusiones a veces saltan al ámbito académico. Por ejemplo, en el Manual de Estilo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), elaborado por el egregio profesor de la Universidad Complutense de Madrid, don José Luis Martínez Albertos, se leían en los apéndices correspondientes a Gentilicios dudosos y Gentilicios hispanoamericanos erratas como cumanagoto –el etnónimo de una tribu caribe– para los oriundos de Cumaná o lareño para los del estado venezolano de Lara, en vez de cumanés(a) y larense, respectivamente, entre los que nos resultaban más evidentes.
En los países hispánicos, la mayoría de los gentilicios se forman usando como raíz una parte del toponímico (nombre geográfico) y los sufijos ~ense (tolimense, de Tolima, Colombia), ~ano(a) (cubano, de Cuba), ~ino(a) (pampino, de la Pampa Salitrera, Chile), ~eño (a) (panameño, de Panamá), ~ero(a) (carupanero, de Carúpano, Venezuela) ~és (esa) (bumangués, de Bucaramanga, Colombia) y hasta ~ejo (a) (chillanejo, de Chillán, Chile).
No obstante, existen otros gentilicios que se forman sobre la base del nombre antiguo de la población (en el caso español, muchos son tomados de la denominación celtíbera o latina de la localidad: gaditanos, por los Cádiz; onubenses, por los de Huelva; paceños, por los de Badajoz) o con terminaciones tomadas de otras lenguas, como del nahua –~eco (a)– (chiapaneco, por los de Chiapas, México, o guatemalteco, por los de Guatemala), o derivados incluso de siglas (defeños, naturales del Distrito Federal, México), por ejemplo.
¿Quién dice cuál usar? Es la tradición oral o la literatura las que determinan cuál de las terminaciones se impondrá, sin obedecer a ninguna regla, por lo que es absolutamente discrecional. Ahora bien, ¿de dónde salió samario (a) para llamar así a los nativos de Santa Marta (Colombia)? ¿Puede un nombre peyorativo como catracho ser reivindicado como un adjetivo común para llamar a los hondureños o chicharrero para los de Tenerife? Todo depende de la costumbre y, ahora más que nunca, de las sensibilidades.
Cuando guaro era mala palabra
Soy de una generación que presenció un proceso de resemantización de una palabra que hoy en día es el gentilicio no solo de Barquisimeto, sino de todo el estado Lara y sus alrededores. Todavía recuerdo cuando en la escuela estaba prohibido –además de vosear– decir guaro o na’ guará, la expresión más larense y más conocida en toda Venezuela y parte de Paraguaná, todo porque eran ¡malas palabras!
El Diccionario del habla actual de Venezuela, de Rocío Núñez y Francisco Javier Pérez (UCAB, 1994) señala que guaro puede ser un lorito o un arbusto trepador. Aplicado a la personas le da la connotación adjetiva de tonto, de escaso entendimiento, bromista y locuaz, así como también al nativo de Lara. Por lo tanto, para no hacernos mala publicidad, muchos aceptamos el término guaro a partir de estas dos últimas acepciones, porque un barquisimetano que se precie es hablachento y ama la guachafita, como esas bandadas de loritos que pueblan la ciudad ciertos meses del año.
Circulan por ahí algunas consejas –de las que yo me hice eco en mi pódcast El Maxitaxi (2010)– que daba una versión almibarada de qué significaba «na guará» y de por qué nos llamaban guaros a los larenses, pero había algo que no cuadraba…
«No hay mala palabra, sino mal entendedor», decían en mi época, y entonces, ¿por qué guaro y una guarada (na guará o naguará en corto) eran groserías? La respuesta la dan Ñúñez y Pérez: antiguamente en el occidente venezolano era una palabrota para hacer referencia al miembro viril, con lo que guaro pelao –nombre de una canción alusiva sin carácter imprecatorio y que advertía que llamar así a alguien no era «censurao», sino «por cariño y bien intencionao»– y una guarada tendrían perfecta correlación con las vulgaridades que conocemos ahora.
La asociación más que evidente del pene con los pájaros se da en todo el mundo, pero ¿cómo pasó de expresión soez que sonrojaba a las beatas de la Legión de María a gentilicio honroso?
Algunos gentilicios (peyorativos o no) se forman a partir de las particularidades léxicas de las regiones. Alguna vez oí decir que los toches (tontos) eran los de San Cristóbal o ñeros (apócope de compañero) los de Margarita, por el uso en la región para llamar a otros, ya fuera por insulto o camaradería, como son los casos precedentes. Así, bien, de tanto usar el término en la región barquisimetana, los vecinos comenzaron a llamarnos guaros, quizá con el mismo tono despectivo con que alguna vez se usó gocho para los andinos.
Cuando yo estaba en la escuela, el término ya no denotaba nada impúdico, por lo que nos era totalmente extraño que las maestras nos castigaran por decirlo. Para 1982 ya estaba tan normalizado, que yo me compré en la Feria de la Divina Pastora una camiseta que decía «¡’Na Guará!»(sic) para usarla solo en Caracas y no en mi casa, ante la categórica advertencia de «aquí se respeta», según palabras de mi madre.
Hoy por hoy, Barquisimeto es la capital indiscutible de Guarilandia y de la guaridad en esa reapropiación lingüística de la que nuestros vecinos maracuchos ya se habían adelantado hacía unas décadas. Ahora bien, la pregunta impertinente: ¿Los yaracuyanos son guaros porque hablan con el cantaíto de Barquisimeto? ¡Preguntámeles!
¿Discriminación u olvido?
El Diccionario de la Lengua Española (DLE), el antiguo DRAE, que es el oficial de la Real Academia Española y de la Asociación de Academias de Lengua Española (ASALE) a veces recoge algunos gentilicios, sobre todo los ibéricos, pero no con la riqueza de los demónimos que implica el carácter extenso y global de la Hispanidad. Aunque ha habido cierto esfuerzo por incorporar regiones y ciudades grandes a la lista, se queda corta por la amplia geografía de lo que alguna vez fue el Imperio Español.
La RAE no recoge –por desconocimiento, negligencia, corrección política o mero academicismo– los gentilicios alternativos (peyorativos o no) con que muchos son llamados o se hacen llamar. Los más de 16.000 cebolleros de Guática (Risaralda, Colombia) no pueden ser identificados en el DLE ni existen aunque fuera con una creación de la RAE, como sí sucedió con nuestros vecinos trinitarios (de la antigua Provincia de Trinidad, que desde 1498 a 1798 fue española, parte de la Capitanía General de Venezuela), a la que la RAE le impuso un trinitense sin base en la costumbre de sus vecinos hispanohablantes ni en el mismo folclore de la isla (existe un parang local llamado La historia trinitaria que reivindica el término en español). Ahora bien, ¿qué diferencia a un trinitario de un trinitense? ¿Es lo mismo que un trinibaguense, término que incluye a los trinitarios y a los oriundos de Tobago o Tabago, como se llama en castellano esa isla?
Por otro lado, la autoridad de la academia propone –y, por tanto, impone– un demónimo por encima de otro, como es el caso de maracaibero, con preferencia por encima de marabino, un cultismo, y echa de lado el uso extensivo de maracucho, siendo este último un peyorativo normalizado y asumido por los oriundos con el mayor de los orgullos, en el proceso de reapropiación antes mencionado. En la búsqueda de exclusividad y precisión, en Buenos Aires se creó el término bonaerense, como alternativa a porteño, siendo este último apelativo común para los oriundos de muchas ciudades portuarias del mundo.
Una guía de gentilicios o una reposición de trabajos similares se impone como una forma de conocernos entre nosotros y sería una herramienta útil a la hora de escribir literatura o reportar una noticia deportiva, gastronómica o turística, pues añade riqueza de vocabulario y especificidad. Así descubriremos que los huevos chimbos nada tienen que ver con la connotación variable que este adjetivo tiene en Colombia, Ecuador o Venezuela, sino que hace referencia a los oriundos de Bilbao, España, lo que nos revela, más allá del dulzor de la golosina, una historia de integración y artes culinarias en un solo adjetivo.
Venecos, terragracianos o venezolanos…
Existe, pues, la necesidad de disponer de un repertorio lexicográfico amplio que revele la gran dimensión de la Hispanosfera, así como su historia y gloria, y que pudiera realizarse en colaboración con todos los que usamos frecuentemente la red. Si bien es cierto que Wikipedia tiene sendas secciones de gentilicios por algunos países hispanoamericanos, nos cabe la duda de la veracidad de esos términos, toda vez que son aportados por cualquiera, sin el debido apoyo de la investigación o la documentación.
La propuesta que hacemos aquí es necesaria como una forma de orientar a periodistas, escritores y público en general sobre los endónimos y exónimos con que los hispanos nos hacemos llamar cuando se trata del terruño.
Antes de la llegada de Internet, los localismos –entre ellos los gentilicios– tenían poca resonancia fuera de nuestras fronteras, incluso las regionales. La globalización hizo que un texto escrito en un periódico cojedeño pudiese ser leído en Mexicali, Tucumán o cualquiera de las Sevillas regadas por el mundo. Cada lectura implica una búsqueda si uno quiere tener el panorama completo del texto, muchas veces truncado por la falta de información.
Ahora que los venezolanos, ya no por las telenovelas sino por la diáspora forzosa vía Darién, han internacionalizado los tequeños (otro gentilicio gastronómico, por cierto), además de llevar el aroma y la luz del país en la piel, dispersan palabras y modismos, y van a sembrar el continente de generaciones de venecos que nunca entenderán de dónde salieron. Así bien, una guía como estas debería aclarar algunas dudas: ¿este último es un término ofensivo? ¿Existe el culteranismo terragraciano? ¿Los habitantes de Huevo Guindao, estado Falcón, son ovopendulares? ¿Por qué les decimos gallegos a todos los españoles, menos a los canarios? ¿Le decimos portu al nativo de Portuguesa? ¿Por qué los merideños ahora se hacen llamar emeritenses? ¿Nos sentimos aludidos si nos dicen grancolombianos o bolivarianos? ¿Venezolanos a secas, desde cuándo?
La idea es que sea apenas una semilla para la construcción de un verdadero corpus de gentilicios de todo el mundo de habla hispana, que nos acerquen por medio del enriquecimiento del lenguaje y el conocimiento mutuo, por lo que los aportes serán bienvenidos de todos los rincones donde se hable nuestro idioma. Oigo propuestas: nl.garrido@heroesdecavite.es