El primer encuentro lo facilitó la escritora colombiana Laura Restrepo. La ojeada entusiasta de su libro Dulce compañía (Alfaguara 1995-2015) abrió la presentación con la palabra: “Cada noche vagué hasta más tarde, reconocí a los niños que venden su cuerpo y a los que amanecen en la acera, tapados con periódicos. Vi niños deformes, niños quemados, otros con caras de adultos. Vi trabajar a los niños payasos, a los lustrabotas, los gamines”. Fue un acercamiento curioso pero no casual. Estaba todavía vivo, al lado, el desagradable y sangriento episodio del largo enfrentamiento de los carteles de la droga en Colombia contra el Estado. Lo que en algún momento se sintió como el arrinconamiento institucional fue una consecuencia del uso de gatilleros recién deslechados al servicio del patrón en Medellín y sus alrededores. Eso daba para un buen subtema en lo que concernía a la guerra interna que consumía a Colombia, balanceando en su estabilidad, en la seguridad y en la paz entre dos morbos que la asediaban: el narcotráfico y la guerrilla.
Antes, en 1994, el director José Ramón Novoa había rodado un buen filme sobre la violencia en Colombia, titulado Sicario. Era la historia de Jairo, un chamo cansado de la marginalidad que decide un día alquilar su pistola a sabiendas de que tendrá una muerte temprana ocasionada por ese mundo. Montado con las expresiones que le servirán de bandera para motivarse “no es necesario llegar a los veinte años”, “a mí me pagan para morir, pero pagan bien”, “vivir poco pero bien” empieza nuestro Jairo a trajinar con el contrato de la violencia en los asesinatos por encargo consciente de que en algún momento se firmará otro contrato para que lo despachen a él. Jairo era uno de los tantos gamines surgido de los cerros de Medellín, o de cualquier otra ciudad de Colombia o Venezuela a quienes la seducción del dinero fácil y la excusa de la pobreza los sumerge en el delito.
Algo así ocurrió con el gamín Clíver Alcalá y otros generales y almirantes que esperan turno ante la justicia, quienes cayeron seducidos por el atractivo de poder y dinero, y enganchados con el discurso revolucionario del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías. Un buen día decidieron alquilar su gatillo y ponerlo al servicio de la corrupción, del narcotráfico, del terrorismo internacional y de las graves violaciones de los derechos humanos de los venezolanos por encima de su juramento ante la bandera nacional. Y con ello sabían que, en la bajadita, en ese rinconcito justiciero a la venezolana, está firmado también otro contrato para exigir la cancelación de una factura contra la impunidad para resarcir el grave daño a la nación. Con la detención, extradición y condena a 21 años de cárcel desde un tribunal norteamericano, el gamín Clíver sella sus días de matón revolucionario en una cárcel federal y abrocha sus servicios de pistolero rojo rojito a la orden, resignado a consumir sus últimos días detrás de los barrotes de un calabozo en el imperio que combatía con el grito de “Patria, socialismo o muerte”. Atrás se quedan sus días de gloria y poder (pocos, pero bien) en los que tiroteaba retórica y literalmente desde la arrogancia de los soles y el respaldo de los fusiles, a los escuálidos, a los lacayos y a los cachorros del imperio, a los apátridas, a los disociados y otras lindezas calificativas con las que se segregaba y discriminaba a los compatriotas que lo adversaban políticamente bajo los dictados de su jefe. De su capo.
La crónica de la Restrepo, un recorrido aventurero por esos territorios de lo misterioso de los barrios con una reportera que ha sido misionada para cubrir la aparición de un ángel, pone al descubierto una ristra de acontecimientos que tienen vida propia en los cerros de la ciudad, que giran en torno a jóvenes, a gamines que están esperando una luz que les abra el camino y les imprima una ruta en la vida a la que se aferrarán irracionalmente hasta fanatizarse y radicalizarse sin proyectarse hacia otras. Vendiendo la muerte y al final comprándola. Algo así ocurrió con estos generales y almirantes que hacen aún la nomenclatura de la revolución bolivariana y que cogobiernan con el régimen que preside Nicolás Maduro desde los tiempos del teniente coronel Hugo Chávez. Reclutados desde sus tiempos de cadetes en la Academia Militar de Venezuela y los otros institutos de formación militar -el equivalente geográfico de los cerros de Medellín – bajo la complicidad e incompetencia de los altos mandos de la época, de los directores de los institutos, de los comandantes del cuerpo y de los oficiales de planta de ese entonces, sus contratos de sícariato contra la constitución nacional, contra el pueblo, contra la gente común, contra el futuro; se han extendido en el tiempo y se mantienen vigentes, a pesar de que ellos están en esa lista de espera de la justicia que no caduca y en esa cola que tiene nombres y apellidos. Siguen encaramados en la motocicleta rauda y veloz, con la automática desenfundada y con el dedo de su gatillo alquilado, persiguiendo su próxima víctima, viviendo sus días de gloria y de poder, como Jairo, como el gamín Clíver en sus mejores tiempos. Hasta que les toque llorar en la bajadita de TikTok su infortunio en el lema de poco, pero bien.