Me crispo cada vez que constato la pesada e inútil presencia militar venezolana. Desde los tiempos de José Antonio Páez hasta Hugo Chávez, nuestra historia política ha padecido el rigor militar. De 45 presidentes (sin contar los designados por Juan Vicente Gómez mientras el déspota de La Mulera arreaba ganado, haciendas y riqueza petrolera a su inmenso patrimonio), 29 han sido hombres de fusil y charreteras. El siglo XIX vio cómo los caudillos militares aniquilaban a un país ya devastado por la guerra de independencia y la mitad del XX vio pasar a Cipriano Castro, a los oprobiosos veintisiete años de Juan Vicente a Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita y Marcos Pérez Jiménez.
Castro, Gómez y Pérez Jiménez fueron despóticos y autoritarios, pero también el país fue testigo de que hombres de temple civil y democrático se pasaran unos a otros la banda presidencial sin perturbarse: Betancourt a Leoni; Leoni a Caldera; Caldera a Carlos Andrés Pérez, CAP a Herrera Campins, Herrera Campins a Lusinchi y Lusinchi a CAP. Después. CAP a Velásquez y Velásquez a Caldera y todos y cada uno armados y protegidos por su respectiva policía personal y su necesario Ministerio de la Defensa. Las armas no eran para defender al país de cualquier enemigo de afuera sino para proteger a los mandatarios de nosotros mismos. Esto, desde 1958 hasta 1999, los célebres años de una democracia que afortunadamente viví sin contratiempos a pesar de no haber sido nunca adeco o copeyano, urredista, militante sin partido y mucho menos afiliado al Partido Comunista, aunque sí inocente compañero de ruta: medio ñángara si les apetece, hasta que descubrí que el Techo de la Ballena y aquellos turbulentos años sesenta eran de inspiración cubana orquestada por Fidel Castro y activada secreta y solapadamente en el país por Edmundo Aray.
En una de mis intervenciones en el Festival Atempo de música me referí a esos años y me emocioné al afirmar que el país cultural floreció majestuosa y espléndidamente y se crearon y se reforzaron muchas instituciones. Nunca hubo antes una editorial como Monteávila o una Cinemateca, o un Museo de Arte Contemporáneo como el Sofía Ímber; tampoco conoció el país un oído tan exigente como el que hizo posible los aplausos que recibía el Festival Atempo y no imaginó que el nombre de Vicente Nebreda iba a cruzar cinco continentes llevando consigo la nobleza del prodigioso coreógrafo que fue.
Lamentablemente, el país venezolano no se recupera de los golpes que le asesta el destino. Bolívar, enfermo y desilusionado, recorre el río Magdalena huyendo de su fracaso; Cipriano también enfermo viaja a Alemania y el compadre lo traiciona y tuerce el rumbo del país y le hace decir a Romerogarcía, refiriéndose a Cipriano: «¡Se fue Atila, pero dejó el caballo!» y años más tarde, Diógenes Escalante, candidato de consenso para dirigir al país a pesar de no conocerlo por haber vivido gran parte de su vida fuera de él, pierde la razón y ve que las camisas salen volando por los ventanales del Hotel Ávila y el país vuelve a cambiar de rumbo.
Lo grave es que la intensidad de la vida cultural como la conocimos entonces está desapareciendo. Aun se pronuncia la palabra arte, pero la palabra ciencia no se escucha en ninguna parte y la educación se echó a morir: no hay escuelas, los liceos públicos cerraron y los privados van a cerrar de un momento a otro porque de todo el alumnado de un liceo de la zona popular solo 5 han podido pagar los 50 dólares de la mensualidad. El ministro de Educación no sabe qué hacer y ha dado a conocer un documento en el que suplica a los 10.000 maestros o profesores que, por favor, regresen a dar clase a sabiendas que se han ido por graves maltratos salariales o simplemente han sido aventados lejos del país por la pavorosa diáspora causada por los propios compañero del ministro y han preferido convertirse en mototaxistas, jardineros o pintores de brocha gorda en el supuesto que así acercarán más dinero a sus familias.
Me hablan de un chico de 14 años de un barrio cercano a Guarenas, ágil, sin taras físicas ni morales, llamado si se quiere Luis Hernández o como se prefiera. Él sabe que se llama Luis Hernández, pero cuando le preguntan cuál es su nombre no sabe y si le preguntan por el apellido tampoco porque simplemente ignora qué significan nombre y apellido. En los años que llevo encima es la primera vez que me topo con una historia de semejante tristeza y es también la primera vez que escucho al ser que pisa fuerte y cruza los pasillos de Miraflores afirmar que Jesucristo fue crucificado por el imperio español. Al hacerlo, ¡el mandatario desplazó violentamente a Luis Hernández del sitial de las ignominias! Ya no pregunto por nombres ni apellidos ni por el sacrificio de Cristo. Es algo inútil en estos tiempos «bolivarianos». Sólo me pregunto ¿qué país estamos construyendo para este inmediato futuro sin escuelas, ni maestros y un mandatario que crucifica a Jesucristo en un inventado Cadiz o en las afueras de un antiguo Valladolid bañado por las aguas del Pisuerga durante un inexistente imperialismo español?