Si se entiende la política como la lucha entre individuos y grupos para conquistar el poder, debe reconocerse que el éxito de cualquiera de los polos principales de esa lucha depende de lo que ambos hagan durante la confrontación, no solo uno de ellos, sino los dos.
Si ambos contendores son muy buenos, la pelea será muy reñida y simplemente ganará el mejor. A veces gana el que se desempeña mejor en el ejercicio de la lucha, sin ser tan bueno después en el ejercicio del gobierno, mientras que el contrario pudiera no hacerlo bien durante la pelea y pudiera ser potencialmente mejor que su contendor en el futuro.
El hecho es que en la lucha política hay siempre por lo menos dos contendores principales y el resultado de esa pelea dependerá siempre de la actuación de los dos.
La perorata anterior viene al caso al preguntarnos cuál será el futuro político de Donald Trump después del 20 de este mes, cuando salga de la Casa Blanca. (Pudiera ser también sobre el futuro de Nicolás Maduro o de Guaidó). De nuevo, no solo depende de lo que él haga a partir de ese momento, sino también de lo que hagan los demás, todos los actores en juego.
Un dato sobre el cual se tejen muchas conjeturas es el caudal de votos que sacó Trump en noviembre, cuando a pesar de haber perdido la elección presidencial, obtuvo más de 74 millones de sufragios a su favor, 46,9% del total. Otro dato relevante es que Trump insiste en que no perdió la elección, que hubo fraude, que el proceso estuvo amañado, sin presentar pruebas y con demandas judiciales estadales y federales, incluida una en la Corte Suprema, que no le fueron exitosas. A pesar de ello, más de la mitad de quienes votaron por él creen lo que les dice el actual presidente, un capital político nada desdeñable.
En tercer lugar, Trump ha dejado entrever que quiere volver a ser candidato en 2024. No lo ha dicho enfáticamente todavía, quizás porque sigue peleando su supuesto triunfo. Se dice que el 20 de enero, cuando Biden asuma la presidencia, será cuando Trump haría el anuncio de relanzarse como candidato para dentro de cuatro años. De ser así, tendrá que mantener vivo su potencial actual de seguidores hasta esa elección. Es parte de los motivos por los cuales no quiere presentarse como perdedor.
Pero el 20 de enero habrá otra realidad. Lo primero es que, al no ser ya presidente, ni siquiera sus tuits tendrán el mismo peso político. Lo que diga y haga será como ciudadano común y corriente; en todo caso, como expresidente. Y aquí es donde hay que considerar lo que hagan los demás actores de la escena política norteamericana.
Desde ya, el presidente electo, Joe Biden, ha dado sus propias señales. La primera es que desde que ganó la elección presidencial ha ignorado las querellas planteadas por Trump y sus aliados, y se ha concentrado en nombrar su gabinete y en pensar en las medidas que tomaría para enfrentar la pandemia del COVID-19, que será el problema mayor e inmediato que deberá encarar. Sus intervenciones públicas han estado relacionadas mayormente con estos dos temas. Las pataletas de Trump quedaron en manos de los jueces, demócratas y republicanos, y de los funcionarios electorales, gobernadores y legislaturas de ambos partidos, de los estados donde Trump perdió. Biden ha dejado a Trump en boxeo de sombra, dejando que el árbitro tome su decisión.
Biden también ha dicho que no iniciará acusaciones judiciales contra Trump utilizando el Departamento de Justicia, al cual le otorgará total independencia en sus actuaciones, como fue siempre la tradición, hasta que llegó Trump al poder. Biden tendrá variadas razones para este proceder, pero una seguramente es que no le quiere dar a Trump más tribuna de la necesaria, porque le conviene más concentrarse sin mayores distracciones en la dura herencia que recibe del actual mandatario, con la pandemia y también con la crisis económica que ella ha generado (desempleo, negocios cerrados, etc.), además de la necesidad de cumplir con promesas hechas durante su campaña, como abordar seriamente los temas del cambio climático, la inequidad racial y un mayor acceso general a los servicios de salud y a la educación superior.
La actitud de Biden frente a Trump dictará en buena medida lo que hará una mayoría de su partido, independientemente de los juicios civiles y penales que Trump tenga pendientes en jurisdicciones estadales, en gran parte relacionados con la forma con que manejó sus negocios y declaraciones tributarias antes de llegar a la presidencia, que también le afectarán.
Un actor muy influyente en lo que pueda ser el futuro político de Trump son los medios de comunicación. De nuevo, aquí pesa la relevancia que le den los medios a las actuaciones y opiniones de quien será a partir del 20 de enero un expresidente. Los medios tradicionales de comunicación, que influyen en la mayoría de la población y moldean su opinión, ya eran críticos de Trump. Ahora, con las falsedades que diariamente difunde el presidente por las redes sociales sobre la elección de noviembre y las cuestionables presiones que ha ejercido sobre legisladores y funcionarios electorales de su partido para cambiar los resultados, los medios tradicionales abandonaron su “objetividad” y cuestionan abiertamente al presidente al presentar sus noticias impresas, audiovisuales y por sus plataformas digitales. La incógnita es la relevancia que le decidan dar a sus opiniones cuando deje el poder, que lo sigan considerando noticia. Otra incógnita es el impacto que puedan tener medios digitales y alternativos promotores del “ideario” trumpista -y de innumerables teorías conspirativas- entre sus seguidores, mientras no se implementen políticas sociales exitosas que faciliten extraerlos de su alienación.
Por su parte, los republicanos tendrán un dilema desde el 20 de enero. Si la mayoría escoge el camino del miedo a los tuits del expresidente, para no perder puntos con la base trumpista, el partido se convertirá definitivamente en una organización en la que los valores prevalecientes serán los del autoritarismo y el elitismo como fórmula para mantenerse en el poder a toda costa. Si la mayoría decide, en cambio, preservar sus valores conservadores, pero suficientemente democráticos, y se zafa del secuestro populista al cual los tiene sometidos actualmente Trump, el potencial político del mandatario se vería disminuido.
Lo paradójico del show de este miércoles en el Congreso, donde una buena cantidad de senadores y representantes republicanos cuestiona la pulcritud de la elección presidencial de noviembre al contar los votos emitidos por los colegios electorales, es que los parlamentarios cuestionadores lo que quieren en el fondo es mantenerse en la misma onda de la masa trumpista a la que algunos de ellos apelarán dentro de cuatro años para competir por la presidencia, posiblemente frente al mismo Trump. Sus intereses personales, así sea tan solo para defender sus curules en el Congreso dentro de dos años, están por encima de las dudas que puedan surgir sobre la confiabilidad del proceso electoral, del voto, y de la democracia misma, porque la victoria solo parece ser legítima cuando la conquistan los republicanos. Si los demócratas ganan, es porque la elección estuvo amañada.
Trump hará todo lo posible por seguir a flote políticamente. A él le interesa el poder por el poder. Promoverá la popularidad de medios de comunicación alternativos, o fundará su propia estación de televisión, para propagar sus ideas y mantener su público, y continuará tuiteando. Basta ver si la reacción de sus adversarios -o su silencio- lo ayudan en el mantenimiento y consolidación de su capital político. La pandemia de COVID mostró su incapacidad gerencial y le trajo la pérdida del poder. Los días que han corrido después de las elecciones de noviembre han develado su absoluto desdén por las normas e instituciones fundamentales de la democracia. Su futuro político lo determinará si la tribuna que tiene es lo suficientemente alta y resonante para seguir llegándole a una porción importante de la población. Y en eso, de nuevo, los otros también tienen un rol.
@LaresFermin
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