Hubo en España una generación nacida durante la guerra civil (1936-1939), que creció en una áspera posguerra de miseria y penalidades; algunos, forjados por la austeridad vivida, iniciaron su carrera en la vida pública al final del franquismo (1975), protagonizando después uno de los retos más estimulantes de nuestra historia contemporánea: La Transición (1976-1978), el caminar de un pueblo en libertad y reconciliación. Fue la Transición un luminoso haz de sacrificios y esperanzas que se elevó sobre el horizonte español y como un rayo, precisamente, de esperanza se extendió de modo fulminante sobre la inmensidad nacional. Se formó una conciencia clara de los valores que comportaba y de su mejor forma de defenderlos. Los representantes políticos eran fieles depositarios de una confianza colectiva, hacían honor a ello y desarrollaban su gestión en consonancia con tal responsabilidad. No fueron héroes pero sí valientes por su audacia. A la hora de edificar el proyecto común de España no hubo cabida para soluciones impuestas por minorías ni para ambigüedades que perseguían equiparaciones postizas entre víctimas y verdugos. Se trataba de no olvidar el pasado reciente para no repetirlo; de no utilizar el pasado hiriente como arma arrojadiza en el debate político.
Aquella gran obra de reconciliación entre españoles, lo fue de toda la sociedad. Como impulsor y al frente de ella estuvo la Corona. Conviene recordarlo. Como justo y necesario es también recordar que aquella aspiración de concordia devino en logro, gracias al sacrificio y generosidad de tantos, y a pesar del cerril hostigamiento a que nos sometió la barbarie terrorista de ETA, que tantas vidas segó y tanto sufrimiento causó. No se olvide. Y es que el gran acierto de la Monarquía parlamentaria de la que hoy disfrutamos fue el “nunca más las dos Españas”. La concordia se logró gracias a la urdimbre de sacrificios y esperanzas, entretejida por actores principales de la vida pública, desde políticos a empresarios pasando por el Ejército, la Iglesia y el mundo de la cultura, materializándose en la Constitución de 1978. Un regio contrafuerte por el que brotó y trepó como hiedra viva la libertad de un pueblo, y que nos ha sostenido con décadas de solidez, estabilidad y prosperidad.
Afirmaba Raymond Aron que “la virtud esencial de la democracia es la conciencia del compromiso”. El sistema democrático nacido en 1978 se basó en dos grandes compromisos: el de los llamados partidos regionalistas de ser leales con la Constitución, y el de los dos grandes partidos nacionales de derecha e izquierda de hacer causa común en caso de deslealtad de los primeros. Hoy ambos compromisos están hecho añicos, debido a un PSOE radicalizado y revanchista que se ha echado al monte desde la época de Zapatero (2004-2011). Con él comenzó el desbarajuste y la otrora quieta dársena española se ha convertido en un campo minado. Empeñado en un guerracivilista ajuste de cuentas a la Transición y al régimen del 78, Zapatero deshizo las bases morales de la democracia y asentó ésta sobre las arenas movedizas del relativismo. “Aceptaremos cualquier cosa”, “todo vale”, “como sea”, sinónimos relativistas en estado puro. Y antónimos de preservación del castillo almenado del Estado de Derecho, con puente levadizo y centinelas armados. Así, el edificio constitucional comenzó a padecer tensiones por un socialismo desleal. Las ocurrencias de Zapatero con la memoria histórica y el concepto discutible y discutido de nación son la cizaña en los trigales de España. Durante su mandato, se empeñó en ganar la guerra civil décadas después, además de tergiversar la Historia, maquillando la II República (1931-1936), como paraíso de democracia y libertad, cuando el propio PSOE del nefasto Largo Caballero dio un golpe de Espato en 1934. Zapatero ha dado alas al separatismo catalán tras aceptar un Estatuto contrario a la Constitución.
El reabrir heridas y reavivar rescoldos provocó la irrupción de la extrema izquierda postcomunista de Podemos, que siempre pretendió dinamitar el escenario constitucional destronando a la Corona. El círculo vicioso lo cierra Sánchez, que ha terminado de colocar patas arriba el caserón patrio con su disparatada nación de naciones y su empeño en revivir a Franco. Su mezquino cinismo le lleva a asustarse de una inexistente extrema derecha mientras se somete a los enemigos de la democracia: el comunismo, el proterrorismo y el separatismo golpista. Abandera un socialismo reaccionario y subversivo al que no le importa derribar fortificaciones, bajar el puente y desarmar la guardia con tal de mantenerse en el poder. Los indultos no sólo han abierto las celdas, también los portones de la fortaleza constitucional. Y ahora, pretende aprobar una ley de amnistía, que supone un atajo a la legalidad, propio de salteadores de caminos, y que es una auténtica negación del Estado de Derecho. Mientras, los ingenuos confíados alegremente justifican el derribo en una necesaria contribución a la “nueva” reconciliación. Muchos españoles deseamos que se ponga fin al chantaje del separatismo pero nunca con un montaje de comedia burda en el que los separatistas son un espejo de virtudes. Porque aún puede formularse un extenso pliego de cargos contra esa tropa rebelde, cuya lectura dejaría al descubierto su pérfida maquinación de volver a delinquir. Y así, quienes no comulgan con ruedas de molino son declarados proscritos censurando su afán de poner piedras en el camino de la convivencia. Resuenan las palabras de Stefan Zweig en El mundo de ayer: “El que exponía una duda, entorpecía la actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían, llamándolo pesimista…”.
Sánchez juega con su idea de concordia como un gato con el ratón sin darse cuenta de que el ratón es él. Decía Indro Montanelli que un irresponsable puede decir cualquier cosa y aprovecharse de ello. Título aplicable a quien persiste en desmontar el orden constitucional. Si se analizan sus dichos políticos se observa que detrás de una verborrea oceánica y una exaltación retórica considerable no hay absolutamente nada. Sánchez dice estar a favor del diálogo y del entendimiento. Todo el mundo lo está, pero no a cualquier precio. Su discurso no ha revelado en un solo momento al estadista, sino a un vulgar demagogo de envergadura. Su falta de honestidad como modo de hacer política, sus mentiras como método de conducta y su tergiversación de los hechos revelan una ambición ciega e irresponsable. Es necesario volver a los principios que sustentaron la Transición pero con savia nueva y visión de águila, no de topo. Ante la ausencia de liderazgo político es hora de reclamar el liderazgo cívico de fundamento moral.