Han pasado más de tres semanas del fraude del 28 de julio y es evidente que el caso ha adquirido una extraordinaria visibilidad en la opinión pública mundial, como lo demuestran las concentraciones realizadas el sábado 16 de agosto en más de 300 ciudades a lo largo y ancho del orbe.
El pronunciamiento consensuado de la OEA pidiendo la publicación de las actas y exigiendo el respeto a los derechos civiles y políticos, así como el comunicado conjunto de 22 países y la Unión Europea con planteamientos más o menos en el mismo tenor, nos indican que el caso venezolano está convirtiéndose en un punto de significativa prioridad dentro de la comunidad democrática internacional, enfocada en los últimos tiempos en problemas tan acuciantes como la guerra ruso-ucraniana y el conflicto de Gaza.
El consenso logrado por la OEA representa un avance importantísimo, pues la voz de la principal institución regional es fundamental para articular soluciones al problema. Pese a que muchos piensan que no pasa por su mejor momento, es indudable que a la hora de la verdad su palabra tiene un peso decisivo, más allá de las limitaciones que referiremos más adelante. En este sentido, la decisión de Brasil y Colombia de sumarse al consenso es un hito clave, no solo porque son quizás nuestros vecinos más importantes, sino por estar presididos por dos connotados dirigentes de lo que se ha llamado la izquierda del Foro de Sao Paulo.
Es cierto que el consenso de la OEA no fue perfecto, pues se ausentaron las representaciones de México, Honduras, Bolivia y San Vicente y las Granadinas, pero el hecho mismo de que ellos prefirieron ausentarse indica que no quisieron, por el bien de la región, entorpecer un acuerdo mayoritario. Es notoria, sobre todo, la postura de México, pues formaba parte del grupo de tres países que buscaban mediar en el conflicto, pero esto no nos tiene que extrañar mucho si tomamos en cuenta la tradicional tendencia del país de Juárez y Zapata de marcar distancia de Estados Unidos en cuestiones de política regional e internacional.
No es arriesgado decir que la postura de Lula y Petro confirman una especie de divorcio en el grupo de Sao Paulo entre la izquierda democrática y la izquierda autoritaria, encarnada esta última por Cuba, Nicaragua y Venezuela. Aunque desde los tiempos de Chávez existen esas diferencias de matices, el 28 de julio ha sido una especie de raya roja que traspasó Maduro, pues entró en el campo de los regímenes francamente dictatoriales, rompiendo justamente el camino que -mal que bien- había marcado Chávez, con el precedente frustrado de Allende, esto es, que la izquierda podía llegar al poder por la vía electoral.
En cierta forma, el referéndum sobre Guyana celebrado el mes de diciembre del año pasado había abierto un foso en las relaciones entre el gigante amazónico y Venezuela, pues es conocida la especial sensibilidad que tienen los cariocas con los temas fronterizos. Desde entonces, Lula, con toda probabilidad, ya no debe ver a Maduro simplemente como un aliado un tanto incómodo, sino como un vecino con el cual hay andarse con cuidado y marcar distancia; optando por jugar el papel de un equilibrista que procura contener y afrontar sus desafueros.
Estas preocupaciones y esta actitud quizás puedan aplicarse también a Petro (no es para menos, tomando en cuenta los diferendos limítrofes con nuestro país), con la diferencia de que su agenda política está muy condicionada por las decisiones de Maduro en política doméstica y política exterior, por la estrecha relación que tiene éste con las guerrillas y la prioridad que tiene para el presidente colombiano su política de la paz total. A los ojos de este, un régimen que está perdiendo la escasa legitimidad internacional que tenía, no tendrá virtualmente posibilidades de recuperación económica, lo cual lo llevará a profundizar sus prácticas ilícitas, y eso implica mantener y solidificar sus relaciones con los grupos armados, que le ayudan a explotar los recursos mineros y a establecer formas de control político y social. Y esto, sin duda, son malas noticias para Petro.
Ahora bien, con este nuevo cuadro cosas que ha surgido con el acuerdo consensuado de la OEA, es posible que aumenten las contradicciones internas en el régimen de Maduro y que éste tenga, en definitiva, que dar paso a una transición encarnada en Edmundo González y apuntalada por María Corina. Pero el mandado no está todavía, ni mucho menos, hecho. Hay un margen de incertidumbre que está dado por el empecinamiento de la oligarquía mafiosa roja -con claros rasgos sociópatas- de mantenerse en el poder.
El control que tiene de las Fuerzas Armadas -de sus altos mandos, para ser precisos- y de los poderes públicos, le dan a Maduro una licencia para hacer y deshacer. La próxima estación de este intento de paiscidio -nos permitimos este neologismo- es el peritaje del TSJ a las actas que supuestamente le habría dado el CNE, un teatro de mala calidad que han montado, que solo les puede servir para “convencer” a unos pocos (como López Obrador) que a priori ya están convencidos. Con estas y otras mañas, el régimen buscará engatusar a algunos desprevenidos y conseguir un margen de sobrevida.
Por otra parte, hay que apuntar, con entero realismo, que no están claros todavía los mecanismos y soluciones que la OEA y la comunidad internacional van a utilizar para presionar al régimen y producir su implosión o su apoyo a la transición. La verdad es que la Carta Democrática, pese a sus grandes virtudes y logros, parece superada en alguna medida por las transformaciones ocurridas en las últimas dos décadas.
Aprobada en septiembre de 2001, la Carta constituyó una respuesta a la clausura del Congreso y del poder judicial peruano por Fujimori. Fue concebida para afrontar la ola de los regímenes híbridos que empezó en América Latina el samurái de procedencia nipona.
Pero es dudoso que sea eficaz para enfrentar una potencial ola de dictaduras populistas sin maquillaje, representada en Maduro, con el precedente claro de Nicaragua. El que quizás sea el artículo más fuerte y emblemático de la Carta, el 21, alude a la medida de suspender de la institución regional a los países en donde se interrumpiese el ordenamiento democrático. Pero resulta que ya la Venezuela de Maduro, seguida luego por Nicaragua, se retiró formalmente de la OEA. Es decir, jugaron adelantado.
Por otro lado, el contexto internacional actual es muy diferente al del 2001. En aquel momento el mundo vivía -fresca la caída del mundo de Berlín y la desintegración de la URSS- bajo un dominio unipolar de los Estados Unidos y las potencias occidentales. Ahora la situación es muy distinta, con el progresivo empoderamiento de China, Rusia y de otras potencias intermedias como Brasil, India, Irán y Turquía.
Pareciera que el mundo está regresando a cierta bipolaridad, donde el bloque occidental es desafiado cada vez más agresivamente -siguiendo a Huntington- por un bloque de civilizaciones antagonistas, que están planteando continuas disrupciones del orden internacional y una revisión de los espacios geopolíticos y las relaciones de poder establecidas desde la Segunda Guerra Mundial.
Este es el panorama donde debe analizarse el golpe de Maduro y la entronización de su dictadura en el concierto latinoamericano y mundial. Un panorama donde las instituciones tradicionales están cada vez más desfasadas para responder a las nuevos retos y amenazas. Donde el oriundo de Sabaneta de Barinas y su “hijo” no solo marginaron al país de la OEA, sino que también contribuyeron decisivamente a minar otras instituciones regionales como el Mercosur y el Pacto Andino, mientras impulsaban una institucionalidad con una lógica fundamentalmente política e ideológica (que ha fracasado estentóreamente, por cierto).
El régimen híbrido de Fujimori -o democracia delegativa, como decía O’Donnell- puede considerarse como un niño de pecho frente al ciclo de neodictaduras del siglo XXI que amenaza con inaugurar Maduro, pues responde a una lógica disruptiva mucho más amplia, impulsada, con la coordinación cubana, desde Rusia, China e Irán; y donde incluso la inmigración venezolana -la que existe y la nueva ola que podría venir- probablemente se esté utilizando como un instrumento más en la compleja ecuación de la desestabilización y la lucha contra Occidente.
Por todo esto, es de esperar que los categóricos pronunciamientos recientes tanto de Estados Unidos como de la Unión Europea, signifiquen realmente un punto de inflexión que conduzca a abordar de manera más coordinada esta deriva autoritaria, así como a generar nuevos instrumentos y formas de afrontarla. Solo de esa manera -y con el mantenimiento de la presión interna- se podrá efectivamente evitar retrotraer a la región a la oscura época de juntas militares que clausuraron la democracia y el régimen de libertades.
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