Si a algún error garrafal tenemos que mirarle la cara los venezolanos es al trágico desaprovechamiento de la riqueza petrolera que nos ha bendecido en el último siglo, a la cual hemos sido incapaces de sacarle un verdadero provecho.
Hemos padecido los altibajos de la montaña rusa de los precios de los hidrocarburos, que nos han conducido alternativamente del despilfarro a la carencia una y otra vez, dejando vergonzosa constancia de que nada hemos aprendido.
Ya muy tempranamente, al comienzo de nuestra aventura –o desventura– energética, Arturo Uslar Pietri acuñó aquella famosa frase “hay que sembrar el petróleo”. Fue nada menos que en 1936, hace 84 años.
Posteriormente, preguntado al respecto, explicó: “Cuando dije ‘sembrar el petróleo’, quise expresar rápidamente la necesidad angustiosa de invertir en fomento de nuestra capacidad económica el dinero que el petróleo le producía a esta Venezuela, por tan largo tiempo desvalida”.
Al día de hoy no lo hemos hecho. Y podría ser muy válido decir que nadie aprende en cabeza ajena. Aquella era una Venezuela muy joven e inexperta como potencia energética. Pero hoy, cuando estamos a semanas de cumplir 100 años del famoso reventón del pozo Barroso II en el estado Zulia, ya deberíamos haber superado aquel sarampión de la infancia. Lo cierto es que no se ha hecho.
Una y otra vez malbaratamos y el petróleo no se sembró. Generosamente, el destino nos ha vuelto a brindar reiteradamente la oportunidad y se ha vuelto a desperdiciar sin el menor aprendizaje de la lección.
Y la alerta es la siguiente: esta es una oportunidad que puede no volver más.
Baste decir, por ejemplo, que en 1998 podíamos producir 3.167.000 barriles de petróleo al día, con posibilidades de ampliar aún más nuestra productividad. Al día de hoy, estamos en apenas 696.000 barriles diarios. ¿Qué nos pasó?
Muchos han abrigado la esperanza de que la invasión rusa a Ucrania, con sus consiguientes aumentos en los precios de los hidrocarburos en el mercado mundial como consecuencia del conflicto, puedan significar un nuevo e importante ingreso para nuestro país.
La pregunta es: ¿estamos preparados? Con una buena parte de nuestra fuerza laboral de la industria petrolera viviendo en otras naciones y padeciendo una infraestructura tremendamente deteriorada, no estamos en capacidad de ser un proveedor confiable en el corto plazo.
Remontar esa cuesta adversa costará tiempo, dinero e inversiones. Y la hipotética oportunidad se nos puede ir de las manos.
Recordemos además que ya estamos bien entrados en el siglo XXI y que el planeta entero marcha hacia la búsqueda de energías alternativas. En primer lugar, lo hacen por la meridiana claridad que existe a estas alturas sobre la contaminación que acompaña a la explotación y quema de los hidrocarburos. Pero también la causa es –y no nos engañemos– el cortar la dependencia de naciones conflictivas como proveedores de energía, como puede ser en estos momentos la situación de Rusia a los ojos de la Unión Europea.
Si no aprovechamos estas últimas oleadas en las cuales el mercado petrolero mundial puede estar soplando a nuestro favor, correremos el riesgo de que esa riqueza de la cual tanto nos hemos ufanado, se quede para siempre bajo tierra, sin capacidad de aportar al bienestar y la superación del país.
El mundo avanza en formas más eficientes de producir energía eólica, solar e hidroeléctrica. Los vehículos híbridos y eléctricos se multiplican en medio del trago amargo que es la crisis energética actual, por lo cual los carros de gasolina podrían quedar como una antigüedad en poco más de 20 años.
Sí, esta puede ser nuestra última oportunidad de sembrar realmente el petróleo, de aprovechar sus ingresos para potenciar la educación, la infraestructura y la salud, para diversificar nuestras potencialidades de riqueza.
Ya esta responsabilidad no debería estar confiada a un azar, que generosamente nos dio una riqueza que no hemos sabido invertir. Esa última apuesta petrolera debería ser para formar a las nuevas generaciones en conocimiento y capacidad de servicio; para aprovechar el enorme potencial turístico que tenemos, mirándonos en el espejo de otros destinos caribeños a quienes no tenemos nada que envidiar. Para vender y exportar conocimiento, en lugar de emigrantes.
Pero habría que cerrar una brecha enorme. Hemos caído demasiado bajo en nuestra incapacidad para sacar provecho del único activo que actualmente tiene nuestra nación.
Sin querer ser pesimistas, no la vemos fácil. La urgencia de un giro de 180 grados en nuestra concepción como país tiene muchos motivos; pero quizá el más urgente es no perder el último tren de la oportunidad petrolera. Que el siglo de los hidrocarburos no quede inscrito en nuestra historia como un fracaso.