Desde los remotos tiempos rurales o urbanos de una contemporaneidad ya en duda, míseros o prósperos, simulados o reprimidos los excesos, tranquilos o nerviosos, los voceros del Estado tuvieron la obligación de dirigir un mensaje de mínima orientación que, de un modo u otro, esperaba el país al finalizar o comenzar cada año. Breve o extenso el acto correspondiente, e intermediada o no, la alocución expresaba una determinada coyuntura política, la convicción y temperamento del mandamás de turno, los medios tecnológicos disponibles y el propio aprecio que le dispensara a las libertades públicas.
El Palacio de Miraflores, o sus más viejos equivalentes, era el referente fundamental para las faenas oficiales, reencontrándose el gobernante con sus colaboradores más cercanos, y los representantes de las misiones diplomáticas acreditadas en el país, presto después de 1958 para las más dificultosas e inverosímiles indagaciones de la prensa que conformaron toda una tradición. Tendía a privar un lenguaje sobrio y comedido con su llamado al sosiego, cordialidad y unidad familiar, replicado aún por los más díscolos dirigentes.
Además, la por entonces poderosa industria radiotelevisiva del sector privado escenificaba una dura competencia por transmitir una salutación lo suficientemente festiva que, en escasos minutos, se adueñaba del inconsciente colectivo. La inevitable serie de pronósticos políticos y económicos se unía a esa suerte de reingeniería zodiacal que hizo de los individuos de cualesquiera estratos sociales, profetas de sí mismos.
Confiscado el presente siglo, los elencos que monopolizan el Estado sólo intentan una forzada sonrisa de sus seguidores desconfiados y extorsionados, rehenes de una perversa pedagogía que hace de lo real, irreal y viceversa. La franqueza del lenguaje ha llegado a los extremos de la descomposición, y el insulto, la descalificación, el menosprecio, la retaliación, se han extendido peligrosamente: el fondo está también en la forma, y ninguna circunstancia puede avalar que las cuchilladas verbales, obscenas y despiadadas, expuestas todas las vísceras a la intemperie, hablen en nombre de una alternativa democrática. Acá, nadie está proponiendo enmascarar las realidades con los más elaborados eufemismos, hartos de todos los consagrados por la intensa maquinaria propagandística del madurato, sino –sencillamente– recuperar con prontitud la autenticidad y pulcritud del verbo que traduzca el convencido respeto hacia la dignidad de la persona humana.
Con todo, las consabidas y largas dictaduras procuraron salvaguardar las formas y el antiguo ministro de Guerra y Marina, el civil Victorino Márquez Bustillos, presidente de la República, aparecía en El Nuevo Diario inaugurando el año bajo un impecable acto de Estado, mientras se desperezaba el tenebroso Juan Vicente Gómez en Maracay, dueño absoluto del poder. Empero, apelaba a sus más iluminados para hablarle a un país que le merecía el más elemental respeto.
@Luisbarraganj