Ha pasado más de un mes desde que Nicolás Maduro se autoproclamó ganador en las elecciones presidenciales y la situación en Venezuela sigue siendo incierta. Pasan los días y no se sabe si el tiempo juega a favor de Maduro, que con su táctica del terror y violación de los derechos humanos se atrinchera en el poder, o si por el contrario favorece a la oposición, que desde las sombras, bajo la permanente amenaza de acabar en el Helicoide, el centro de torturas del régimen, trata de mantener viva la resistencia contra la dictadura.
Por un lado es evidente que sin golpes de efecto que mantengan atento al espectador contemporáneo, ese consumidor de noticias que se implica sólo con lo que revienta en los titulares del día, el tema venezolano, la indignación que producen Maduro y su corte fraudulenta de instituciones sometidas y adláteres trasnochados, puede decaer. Sin una opinión pública con los sentidos alerta, que siga denunciando los crímenes de la dictadura, sus mentiras y su inhumanidad, crecerá la costumbre y Maduro empezará a ser parte del paisaje político latinoamericano, un dictador más en la colas del hambre que lideran el burocrático Díaz-Canel y el macabro Daniel Ortega. Ese es el riesgo, que Occidente se resigne a que aquel país maravilloso, del que surgieron vanguardias plásticas universales y poetas deslumbrantes, se apague como se apagan las estrellas que mueren.
Maduro juega a eso, a que los venezolanos se aterren y se paralicen, a que la oposición pierda el ímpetu y la iniciativa, y a que la prensa cambie de tema y la presión internacional decline. Su situación, sin embargo, no es para nada cómoda. Los informes de derechos humanos sobre las atrocidades de su régimen son demoledores, sus propios funcionarios y jueces de mesa reconocen las irregularidades que viciaron las elecciones, y ningún líder medianamente serio cree en la legitimidad de su mandato. Sólo cuenta con la fidelidad de un pequeño núcleo infranqueable, más allá del cual se abre un vasto espacio para el recelo y la paranoia. Ni el pueblo ni la izquierda internacional están con Maduro. Su único anclaje son los militares, pero incluso ellos saben que hubo fraude y que su tropa votó por Edmundo González. La pregunta es si logrará sofocar la incomodidad que también deben estar sintiendo las tropas.
Maduro ya quemó sus naves porque sabe que sus crímenes no prescriben. Por eso el camino hacia una transición negociada no pasa por esa cúpula condenada, que huye hacia adelante, sino por los mandos medios del ejército que pueden acogerse a beneficios legales que los reinserte en la democracia. Maduro pretenderá cerrarles ese camino haciéndolos cómplices sangrientos de su fraude, pero si son inteligentes y reciben incentivos por parte de la oposición y de la comunidad internacional, pueden entender que su mejor opción es la contraria. En lugar de arruinar su vida perpetrando crímenes de lesa humanidad, pueden entregar al delincuente mayor y convertirse en héroes de la democracia.
Artículo publicado en el diario ABC de España