La idea que se convirtió en mi libro Feminismo contra el Progreso comenzó como una investigación de las tensiones entre ecologismo y feminismo liberal. Por poner sólo un ejemplo: a partir de los años sesenta las mujeres empezaron a exigir que los hombres se implicaran más en el cuidado de los bebés, pero estos no empezaron a cambiar pañales de manera sustancial hasta los años ochenta. ¿Qué cambió en los años ochenta? Puede o no ser una coincidencia, pero ése fue el momento en que aparecieron los pañales desechables, facilitando enormemente esa tarea.
Pero esto implica que el cambio no fue provocado tanto por el feminismo como por una tecnología que facilitaba el cuidado del bebé. Esto me hizo darme cuenta de que lo mismo ocurre con la «liberación de la mujer en general». ¿Tenía razón la antifeminista estadounidense Phyllis Schlafly cuando decía que lo que nos liberó no fue el feminismo, sino la lavadora?
Si es así, esto plantea un problema para las mujeres que se preocupan por el cuidado del medio ambiente y al mismo tiempo se consideran feministas. Los pañales desechables son un desastre ecológico, pero imaginen por un momento el rechazo feminista que caería sobre ustedessi intentaran prohibirlos. Es fácil entender por qué: los padres concienciados con el medio ambiente pueden usar pañales reutilizables, pero eso les daría mucho más trabajo, gran parte del cual suele acabar recayendo en las madres.
Desde las lavadoras hasta la píldora anticonceptiva pasando por todos los dispositivos domésticos que nos ahorran trabajo, se me ocurren muchos más ejemplos en los que la liberación moderna de la mujer parece estar ligada a la tecnología. Pero si esto es así, tomarse en serio la descarbonización y la sostenibilidad implicaría deshacer muchos de los cambios que han liberado a la mujer moderna de la monotonía doméstica. Aun así, la mayoría de las feministas liberales de la corriente dominante seguirán diciendo que ellas se preocupan mucho por los combustibles fósiles, el capitalismo, la explotación de recursos, etc., aunque en la práctica la liberación que defienden siga basándose en tecnologías que dependen de estos elementos.
Como quizá puedan imaginar, cuando mi agente literario intentó vender mi libro en la industria editorial británica (mayoritariamente femenina), nadie quiso saber nada de él. Con el tiempo, sin embargo, llegué al convencimiento de que mi idea no era sólo aplicable al feminismo, sino también al progreso en general, tal y como lo entendemos en la modernidad. Y esto apunta, a su vez, a una paradoja en la que ninguno de nosotros realmente quiere pensar.
Así que de eso vengo a hablar hoy: del progreso, es decir, de la tecnología. O mejor dicho: del progreso frente a la supervivencia de nuestra especie. Porque creo que vamos a tener que elegir o uno u otro.
Teología por otros medios
Yo no creo en el progreso. Cuando digo esto, la gente suele reaccionar con sorpresa. ¿Cómo no creer en el progreso? ¿No es obvio que el mundo es mucho mejor hoy que hace mil años? Bueno, no quiero decir que crea que nada mejora nunca. Tampoco quiero decir que crea que todo siempre empeora. Tampoco quiero decir, obviamente, que nada cambie nunca. Por supuesto que las cosas cambian. Pero no creo que la historia vaya de un punto a otro, a lo largo de un camino lineal en el que, según alguna métrica moral, las cosas mejoran en un sentido absoluto.
No soy ni mucho menos la primera persona que expone estas ideas. Pensadores como el filósofo de la Ilustración Giambattisto Vico, el historiador conservador alemán Oswald Spengler o el crítico social estadounidense Christopher Lasch han atacado la creencia en una historia lineal y progresiva.
Para estos pensadores, las civilizaciones y las épocas humanas surgen y desaparecen siguiendo un patrón cíclico. Según esta visión, imponer una narrativa lineal a estos ciclos no tiene tanto que ver con la realidad como con la metafísica. Pero, ¿qué metafísica?
Pensemos un poco en la estructura del «Progreso».
Podemos señalar las cosas que ahora están mejor. Otras cosas seguramente están peor. No hay forma de evaluar el juego de pérdidas y beneficios salvo que definas claramente tus criterios. Y una vez definidos tus criterios para medir el progreso, resulta que cada uno de ellos tiene sua sombra. ¿Qué pasa con la riqueza? ¿Y con la comodidad material? ¿La libertad personal? ¿La paz? ¿La salud? ¿La igualdad? En todos estos parámetros puede decirse que algunas cosas han mejorado mucho en la modernidad. Algunas partes del mundo son mucho más ricas ahora que hace 200 años. Algunas personas tienen hoy muchas más opciones que en el pasado. En Europa casi no ha habido conflictos desde la Segunda Guerra Mundial. Más personas llegan a la vejez. Unas leyes prohíben la esclavitud, otras tratan de promover la igualdad.
Pero veamos las contrapartidas.
Los motores del crecimiento económico se basan en un movimiento de avance continuo: un paradigma explotador que ve el mundo sólo en términos de lo que puede extraerse, instrumentalizarse y dominarse. Consume recursos, ecosistemas y culturas. Deja a su paso ruina y contaminación.
Al menos algunos de nosotros somos ahora más ricos de lo que se ha sido nunca en la historia. Eso es progreso. Aun así, esta riqueza se generó gracias también a proyectos coloniales que explotaban y a veces esclavizaban literalmente a pueblos que se consideraban «atrasados». Muchos de ellos siguen viviendo hoy en condiciones de relativa miseria.
También vivimos con más comodidad. ¡Esto sí que es progreso! Todo esto, sin embargo, se deriva del acceso a la energía, lo que significa que al final se traduce en el consumo de combustibles fósiles no renovables.
¡O la comida! En Occidente tenemos acceso a una mayor abundancia de alimentos que en cualquier otro momento anterior de la historia, ¡y todos podemos comer carne todos los días! Esto sí que es progreso. Pero esto también se basa en prácticas agrícolas ecocidas, que incluyen (de nuevo) el uso de combustibles fósiles y métodos de cría intensiva de animales que industrializan el dolor y el miedo de millones de criaturas sensibles, al tiempo que contribuyen directamente a la proliferación de algas que matan ríos y océanos. ¿Es esto también progreso?
Que quede claro: no estoy diciendo que el pasado fuera mejor. Tampoco estoy defendiendo que debamos renunciar a nuestras tecnologías o intentar volver atrás. Obviamente, esto no es posible ni siquiera aunque fuera deseable. Lo que digo es que no creo que podamos probar de forma concluyente que los cambios que hemos visto producirse en la modernidad demuestren un progreso total, en sentido abstracto.
En realidad, no es posible ni demostrarlo ni negarlo de forma concluyente, porque ninguno de nosotros es un ser divino capaz de verlo y comprenderlo todo.
Así que puedes elegir creer que estamos progresando en general si así lo deseas. Pero se trata de una creencia, no de un hecho. En cuanto nos alejamos de la narrativa moral del progreso queda más claro de qué se trata. En efecto, el hecho de que el «progreso» sólo pueda evaluarse realmente bajo la mirada omnisciente de un ser divino nos da una pista: el «progreso» es una continuación de la teología por otros medios. Concretamente, la estructura del «progreso» es una versión de la escatología cristiana.
Esto no es tampoco ninguna observación original. Christopher Lasch describió el «progreso» como «una versión secularizada de la creencia cristiana en la Providencia». Es característicamente cristiano ver la historia en términos lineales, comenzando con la creación y luego bajo la forma de un combate moral ascendente que concluye con una gran revelación y el fin de todo pecado y sufrimiento.
Las mitologías griega y romana tenían historias sobre la creación, pero no sobre el final de los tiempos, mientras que las mitologías nórdica e hindú tienen tiempos finales pero consideran la historia como cíclica. La principal razón por la que no vemos el Progreso inmediatamente como algo específicamente cristiano es porque hemos eliminado su parte espiritual. El progreso nos dice que ya no necesitamos el relato cristiano: Creación, Caída, Crucifixión, Segunda Venida. Ya no necesitamos una visión sustantiva del bien. Ya no necesitamos a Dios, el alma o el más allá.
Pero el Progreso sigue la estructura lineal cristiana. La Historia es un relato con un principio, un nudo y un desenlace; la creencia de que nos dirigimos de un lugar a otro, y de que el final es, en cierto sentido, mejor que el principio. Estar «en el lado correcto de la Historia» es estar contribuyendo a este movimiento hacia delante: ir a alguna parte, normalmente a alguna parte mejor. Y el punto final, el lugar último, es también el mejor lugar. Es decir: el punto en el que todo lo que está mal en el mundo se ha resuelto.
Esto se parece mucho a la idea cristiana del cielo. Pero si secularizamos el relato cristiano, nos encontramos con un problema. Si renunciamos a la muerte, al juicio, al cielo y al infierno, ¿dónde puede realizarse aquel Cielo que es el fin del Progreso? La única opción que nos queda es intentar realizar el cielo en la tierra, en la historia: lo que Eric Voegelin llamó «inmanentizar el eschaton».
Estamos ante un relato religioso que intenta esconder el contenido real de su teología, que es la propia mentalidad tecnológica. Es decir, no la tecnología como un conjunto de técnicas, sino como una relación con el mundo que nos rodea. La expresión más clara que he encontrado al respecto procede de Martin Heidegger en La pregunta por la técnica. Heidegger caracteriza la esencia de la tecnología como una mentalidad, a la que llama Gestell, que suele traducirse como «el encuadre». En esta mentalidad, las criaturas, los ecosistemas, los recursos naturales e incluso las personas no se nos aparecen en todo su ser, sino sólo en la medida en que pueden ser instrumentalizados para impulsar nuestro proyecto de dominio y perfección.
La fe en el «Progreso» requiere que adoptemos esta mentalidad como nuestra principal forma de acercarnos a la realidad. ¿Cómo vamos a perfeccionar esta vida si no es dominándola y rediseñándola? Así pues, el progreso es fundamentalmente un proyecto tecnológico y, al mismo tiempo, moral. De hecho, es una visión del mundo profundamente religiosa, aunque pretenda ser neutral, científica y utilitaria.
Este proyecto tecnológico es cada vez más obviamente ecocida: en otras palabras, amenaza no sólo al mundo natural, sino también a la supervivencia humana. Por eso pienso que, en último término, nos veremos obligados a elegir entre «progreso» y supervivencia, o tal vez elegirán por nosotros.
El ángulo muerto de las madres
Mi forma de abordar todo esto, en mi propia investigación, fue reflexionando sobre el problema del progreso desde un punto de vista feminista, y también desde una perspectiva maternal. En mi juventud fui una progresista, asumiendo lo que podríamos llamar un «feminismo de revista» que promueve una versión simplificada de la concepción liberal de lo que es una persona, desarrollada a partir de Rousseau. En esta visión se supone que vivimos en solitario por defecto y optamos por acceder a una relación a través de una especie de «contrato social».
En aquella época también asumí el presupuesto por defecto de ese «feminismo de revista», que presta atención preferente a los modos en los que las concepciones populares sobre en qué consistía ser una persona moderna han excluido históricamente a las mujeres, y trata de extender los beneficios de la modernidad liberal también a las mujeres, para que podamos ser tan libres, estar tan liberadas de responsabilidades y tener tanta autonomía como los hombres.
Liberadas de los roles sexuales normativos o incluso de las limitaciones de nuestros propios cuerpos, el objetivo del feminismo parecía ser liberarnos de cualquier necesidad de ser específicamente una mujer para pasar a ser ser una especie de «seres humanos» abstractos y sin sexo. Más tarde, adopté la idea postestructuralista de que incluso el propio sexo podía estar en cierto modo construido socialmente y, por lo tanto, que podíamos remodelar el género hasta su núcleo, en nombre de la libertad. Daba por sentado que eso era lo que yo quería, que era lo que me convenía y que, obviamente, era lo mejor para la sociedad.
Estas ideas se vinieron abajo, en mi caso, con la experiencia de tener un hijo.
Llegué tarde a la maternidad, a los 38 años. Me resultó dura, pero también transformadora. Llegué a sentirme rehecha por la experiencia de la relación con mi hija y a través de la vida familiar, pero, lo que es aún más importante, de un modo que era radicalmente contradictorio con la ideología del progreso.
Descubrí que cuando amas a un bebé dependiente de forma tan visceral que morirías por él, la «libertad» en aquel estrecho sentido no significa nada. Mientras tanto, el hecho de casi morir en el parto me curó de cualquier pretensión de que el sexo pueda estar construido socialmente. Pero como madre primeriza y feminista, intenté entender por qué la maternidad es algo tan marginal para el feminismo moderno. No podía conectar el concepto rousseauniano de persona con mi experiencia de no pertenecerme a mí misma. Porque en la medida en que mi bebé me necesitaba, yo ya no era libre, ¡pero resulta que no me importaba!
También me di cuenta de que muchas feministas han intentado entender esto. Y, sin embargo, parece que siempre se las deja de lado. Me pregunté: ¿por qué? ¿Por qué se ignora una y otra vez todo lo que se ha escrito sobre feminismo y maternidad?
Reflexionando sobre ello, he llegado a pensar que este ángulo ciego que ignora la maternidad va incluso más allá de la memoria selectiva del feminismo liberal y que está incrustado en el propio paradigma de la modernidad. O sea, que la mentalidad que enmarca nuestra visión nos obliga a cerrar los ojos ante lo que es la maternidad.
Ser moderno, tecnológico, progresista, es ver el mundo en términos de cómo puede ser utilizado para que podamos mejorarlo y realizar el paraíso en la tierra. Ya sean minerales, animales, plantas u otras personas, la modernidad me invita a verlos en términos de lo que puedo obtener de ellos. ¡Pero la maternidad es justo lo contrario! No cuido de mi hija porque tenga en mente un objetivo utilitario, sino porque nos pertenecemos mutuamente, y eso hace que cuidarla sea también una necesidad para mi existencia.
Pero esto significa que incluso el tipo de actitud necesaria para criar a un bebé está en tensión con el mundo moderno. Ser madre de un bebé significa ir al encuentro de un ser absolutamente dependiente allí donde está y tratar de intuir, satisfacer y dar forma a sus necesidades (esto es lo que se entiende por «sintonización» en los estudios sobre el apego). El filósofo Hartmut Rosa caracterizaría esta forma de relación como «resonancia», es decir, un encuentro con el otro en el que ambos nos sentimos conmovidos por la experiencia del ser del otro.
Pero esto significa que la maternidad está en profunda tensión con la mentalidad característica de la modernidad, tal y como la describe Rosa: un deseo de controlar todas las facetas de la existencia y de tratar la vida como una serie de «puntos de agresión» con los que hay que lidiar: trabajos que hacer, problemas que resolver, situaciones que controlar. Una visión que encaja bastante bien en la mentalidad Gestell descrita por Heidegger.
Mi teoría (no muy científica) sobre el estado como de ensueño y ajeno al mundo de la conciencia de las madres primerizas, a veces denominado condescendientemente «cerebro de bebé» (baby brain), es que éste no es más que un efecto del mundo tan poco acogedor de la resonancia que hemos creado. Como madre, sientes una necesidad visceral de resonar con tu bebé; pero hacerlo hoy en día significa recorrer una distancia mental incalculable desde la conciencia necesaria para funcionar en la modernidad hasta el espacio mental en el que necesitas estar para sintonizar con tu bebé y así poder intuir sus necesidades.
Cuando era madre primeriza me resultaba muy difícil de soportar la distancia entre resonar con mi bebé y funcionar en la modernidad. Sospecho que no soy la única. Y también sospecho que, en parte, es esta tensión estructural la que hace que disminuya el tamaño de las familias allí donde se ha impuesto el paradigma tecnológico, y la que hace que este problema se resista tanto a las soluciones políticas que sólo abordan los obstáculos materiales a la formación de familias, como el coste de la vivienda. El tamaño de la familia es multifactorial, obviamente, pero las pruebas hasta la fecha sugieren que tales intervenciones tienen algo de impacto, pero no mucho.
Tal vez, entonces, una cuestión crucial sobre la que no se puede incidir mediante cambios fiscales o una política de vivienda diferente es que el propio paradigma de la modernidad -de la tecnología, del «progreso»- es radicalmente hostil a la mentalidad necesaria para acoger niños. Esta posibilidad también nos ofrece una ventana a muchas otras cuestiones que han sido marginadas por la ideología del progreso. Por extensión, la mentalidad tecnológica es contraria a cualquier tipo de relación interdependiente, porque es contraria a la resonancia, es decir, al encuentro con el mundo y con otros seres en una relación y no viéndolos como recursos. Si ves tu matrimonio como una serie de transacciones no permanecerás casado por mucho tiempo. Si tratas la tierra como un recurso del que hay que extraer distintos outputs para obtener beneficios, pronto se erosionará.
La maternidad también nos ofrece una metáfora de algunas formas en que podríamos aceptar las llamadas que nos hace la naturaleza que nos rodea. Vivir de forma «sostenible» significaría parecerse más a una madre que viaja desde la modernidad hacia la resonancia con su bebé. Significaría estar dispuestos a alejarnos de los «puntos de agresión» del mundo moderno para entrar en resonancia con lo que nos rodea.
Eso podría significar, por ejemplo, criar animales de acuerdo con su naturaleza, en lugar de hacerlo de acuerdo con la búsqueda industrial del máximo rendimiento. E ir al encuentro de alguien o de algo allí donde está significa aceptar los límites de lo que podemos exigir. En el contexto de las conexiones humanas, como por ejemplo las necesidades de un bebé, a esto no lo llamamos «límites», sino simplemente «relación». Aceptar relaciones que quedan fuera de la lógica transaccional es aceptar estar atados a algo que no siempre podemos controlar y de lo que no siempre podemos escapar. Pertenecer a otros significa aceptar que esas relaciones nos imponen limitaciones. Como esposa y madre, por ejemplo, no puedo trasladarme al extranjero durante tres meses sin previo aviso. Esto no es opresión, es una condición que me da libertad para vivir bien mi vida.
Cuando me pongo más utópica, imagino un mundo en el que podríamos extender esta mentalidad más allá de las relaciones humanas inmediatas. Imagino que la tierra se renueva gracias a un cuidado atento y a la voluntad de respetar los límites de la naturaleza. Y una relación igualmente limitada e interdependiente con las especies animales y vegetales salvajes y domesticadas, e incluso con nuestros patrones climáticos.
Progreso o supervivencia
Pero entonces recuerdo que vivimos en un mundo volcado hacia el Progreso, es decir, hacia la búsqueda religiosa del cielo en la tierra, a través de la lógica instrumentalizadora y extractiva de la tecnología. Una mentalidad estructuralmente opuesta a la mentalidad basada en la interdependencia y, por tanto, en relaciones que nos limitan.
Vamos a tener que elegir. Podemos tener sostenibilidad, es decir relaciones, es decir limitaciones, todas ellas basadas en el amor. O podemos tener progreso, en el sentido que he definido aquí. Creo que elegiremos progreso, mientras podamos. Hablar de límites no tiene ningún atractivo político en un sistema democrático. Nadie quiere ser el padre antipático que dice «no, eso no lo podemos hacer». No es de extrañar, por tanto, que por mucho ruido que haga el lobby climático, la producción de energía siga aumentando.
Tampoco hay forma de legislar, a través del poder político, a favor de una actitud hacia los demás y hacia el mundo que parta de la relación más que de la explotación. Cuando se intenta hacerlo, el resultado inevitable es más explotación. Cada iniciativa desde arriba a favor de «cero emisiones» o de la «descarbonización» acaba convirtiéndose en nuevo combustible para una mayor actividad de las grandes empresas, en un nuevo vector para la extracción de recursos.
Pero si no somos capaces de autoimponernos límites, el mundo acabará haciéndolo por nosotros. La civilización tecnológica es autolimitante: no es posible, como afirma el orden tecnológico, separarnos del mundo para dominarlo. El progreso en el sentido que aquí describo acabará por quedarse sin recursos que consumir; e incluso si escapamos a esta trampa, acabará por quedarse sin adultos dispuestos a aceptar la tensión entre resonancia y modernidad durante el tiempo necesario para tener y criar hijos.
Ninguna tecnología será capaz de solucionarlo, como tampoco ninguna tecnología solucionará el cambio climático, porque el recurso que se está extrayendo de nuestras vidas íntimas hasta casi agotarlo es la resonancia. Y no se puede arreglar una escasez de resonancia utilizando la mentalidad que está causando esa escasez.
Veo pues tres posibles finales a largo plazo para este escenario.
Uno: El Progreso se acaba por los efectos destructivos que tiene el propio Progreso sobre el medio ambiente.
Dos: El Progreso se acaba por la presión que el propio Progreso ejerce, a la baja, sobre la fertilidad humana.
Tres: El Progreso se acaba por el efecto debilitador que el propio Progreso ejerce sobre la voluntad y la competencia humanas.
¡Quizás disfrutemos de alguna combinación de los tres! O tal vez me equivoque. Pero si estoy en lo cierto, tal vez lo mejor que podemos hacer es tratar de fortalecer aquellas formas en las que vivimos en relación, porque ésta es, en última instancia, la única forma de resiliencia que importa. Si lo conseguimos, es posible que sobrevivamos de algún modo al fin del Progreso. Al fin y al cabo, los seres humanos ya han sobrevivido antes al final de civilizaciones.
¿Y quién sabe? Quizás lo que surja después del Progreso sea mejor. Tal vez, irónicamente, el camino del progreso humano deba pasar por el fin del Progreso.
Artículo publicado en el diario El Debate de España