Un documental sobre el fin del mundo nos hacía meditar sobre la futilidad de todo lo que a veces nos parece trascendente y la importancia de aquellas pequeñas cosas que diría Serrat. Todo cuanto nos agobia (Maduro incluido) y también cuanto nos da felicidad y esperanza (Serrat incluido), algún día será polvo cósmico flotando en el infinito. Todo el dinero del multimillonario de Cabo Verde y también los que han padecido hambre y pobreza a causa de sus negocios. Todos estaremos mezclados en la nada eterna. También la momia de Lenin y las moscas.
El fin del mundo ha estado siempre presente en nuestra cosmovisión del universo. La intuición de que todo esto algún día habrá de terminar nos acompaña desde que nos volvimos sapiens en las orillas del rio Zambeze hace 200.000 años. Cuando uno lo piensa en profundidad, lo que resulta asombroso no es que volvamos a la nada, lo sorprendente, maravilloso e increíble es que hayamos sido algo, que estemos aquí, en un planeta en el que se dieron todas las condiciones para la vida (hasta donde hemos podido rastrear no hay otro) y encima vida inteligente (aunque a veces tengamos dudas), capaz de pensar, de elaborar teorías, de rezar. A veces nos invade la sensación de que todo esto es un sueño. ¿Quién lo estará soñando? «Dios mueve al jugador y este la pieza», nos dirá Borges en este tablero eterno que jugamos de «negras noches y de blancos días».
Cuando miras las cosas sub specie aeternitatis, es decir, desde la óptica de la eternidad, que diría Spinoza, es inevitable pensar en la brevedad de todo, comenzando con nuestras propias vidas. Tiempo es lo único que tenemos y lo perdemos con demasiada frecuencia. Nos cuesta entender su efímera condición. San Agustín decía: “Si nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Eso que no podemos explicar nos desgasta y con facilidad caemos en cuenta de ello al contemplar una vieja fotografía nuestra.
Debemos tratar de que esa invisible partícula de polvo, «ese olvido que seremos» sea una partícula impregnada de amor y felicidad. Es verdad que todo lo que hemos sido, somos y seremos es infinitamente pequeño frente a la dimensión del universo.
Pero, por otra parte, también es inmenso. Decía Kant: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón». Dicho en otras palabras, somos también infinitos hacia el interior. Tenemos sensaciones, sentimientos y una ley moral que nos hace verdaderamente libres y humanos. Debemos brillar entonces, como una estrella fugaz.
En fin, cuando uno medita en todas estas cosas, irremediablemente surge Dios. En lo personal, tantas casualidades me resultan increíbles. Mantengo la fe en la trascendencia de nuestro espíritu, así que con Horacio digo «Non omnis moriar multaque pars mei vitabit Libitinam»: no moriré yo del todo y gran parte de mi escapará a Libitina (la muerte).
El fin del mundo será, sin duda, lo más democrático que nos sucederá. La única angustia que en verdad sobre este tema tan trascendente me surge, aturdiéndome, es que el final del mundo llegue y Maduro siga.
Artículo publicado en TalCual