Desde que Chile logró reconquistar su democracia en el año 1989, este país se ha convertido en la economía de mayor crecimiento y desarrollo humano de América Latina, una región constantemente abrumada por ciclos de malestar social, extremismo político, así como niveles intolerables de desigualdad social y pobreza extrema.
Entre las claves del éxito chileno está su sistema de mercado, que incluye instituciones como el estado de derecho, disciplina fiscal, mercados libres, libre comercio, y una política monetaria para mantener niveles de inflación de un digito, entre otros. Dicho sistema también incluye una serie de políticas industriales que han resultado muy positivas para la economía, ya que estas han sido enfocadas en garantizar préstamos para pequeñas empresas, subsidios a nuevos sectores exportadores, así como programas para fomentar la innovación.
Como resultado de este marco institucional – implementado primero durante la dictadura de Augusto Pinochet, y luego profundizado durante los gobiernos socialdemócratas de La Concertación – Chile se encuentra ahora entre las quince economías más libres del mundo (como se ve en el gráfico a continuación, que compara el creciente nivel de libertad económica de Chile con el declive sin precedentes de Venezuela en el mismo indicador).
Solo para contextualizar el milagro económico que Chile representa, permítanme citar algunos indicadores relacionados con el desarrollo económico y social de Chile en las últimas décadas. En términos de su producto interno bruto, la economía chilena se ha cuadruplicado en tamaño desde mediados de la década de 1970 (como puede ver en el gráfico a continuación, que compara el crecimiento de Chile con el colapso económico de Venezuela). En consecuencia, la tasa de pobreza del país ha caído del 45% a solo el 9% de la población en este período.
De manera similar, desde la década de los noventas, la pobreza extrema en Chile ha caído del 35% a solo el 2%, la clase media ha crecido del 23% de la población al 65% y la esperanza de vida en el país ha aumentado de 69 a 79 años. Además, el 85% de los chilenos entre 25 y 34 años tiene educación secundaria, que es más de diez veces la cantidad de estudiantes universitarios que tenía Chile en la década de los setentas. En general, el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas tiene a Chile como el país de mayor desarrollo en América Latina, entre los cincuenta países con mayor desarrollo humano del mundo.
Sin embargo, a pesar de estos impresionantes logros, el “Modelo Chileno” no goza de mucha popularidad entre su propia población. De hecho, la inmensa mayoría de los chilenos ha expresado de una manera u otra su descontento con el sistema. Esto sentimiento se hizo algo notorio durante el gobierno de Michelle Bachelet, cuando la opinión pública se notó favorable a propuestas como el aumento del impuesto corporativo en Chile, propuesta que termino subiendo la tasa marginal impositiva de chile al 25% (como se muestra en el gráfico siguiente). Finalmente, este descontento se volvió innegable el pasado domingo, cuando ocho de cada 10 chilenos votaron a favor de reescribir la constitución de dicho país.
Con la redacción de una nueva constitución en Chile, no es descabellado estimar que la economía de dicho país experimentará serios problemas en el futuro próximo. No solo por el daño económico que producen los procesos constituyentes, ya que estos inducen altos niveles de incertidumbre política y jurídica en los proyectos de inversión. Sino también por las ideas económicas que se han vuelto predominantes en el Chile de hoy, ideas que atentan contra el sistema de libre mercado chileno, y como resultado, podrían poner fin al crecimiento económico excepcional que ha vivido Chile en las últimas décadas.
Pero, ¿por qué los chilenos quieren cambiar radicalmente el mismo sistema que ha producido tanta prosperidad para su país? Se puede entender el deseo de reformar un sistema para perfeccionarlo, pero una nueva constitución representa una tabula rasa de todo el modelo. Cuando encuestadoras chilenas han hecho esta pregunta, hay un tema que sobresale al resto: la desigualdad de ingresos en el pais. La mayoría de los chilenos considera que su sistema se ha vuelto intolerable, especialmente para los menos afortunados. Por esta razón, quienes quieren un cambio abogan que el gobierno chileno debe asumir un mayor rol redistributivo en la economía.
El problema con esta lógica es que no se ajusta a la evidencia empírica. Según el Banco Mundial, la desigualdad de ingresos de Chile se ha reducido considerablemente desde la década de los noventas. Y como resultado, el índice de Gini en Chile (que mide la desigualdad de ingresos) es actualmente mejor que el promedio de América Latina, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (como se muestra a continuación).
De manera similar, según estudios realizados por Rodrigo Valdés, quien fue ministro de Finanzas de Chile en el pasado, entre 1990 y 2015, el ingreso del 10 por ciento más pobre de los chilenos se multiplicó por cuatro, mientras que el del 10 por ciento más rico lo hizo por dos, lo que significa que el percentil de menores ingresos se ha beneficiado relativamente más de las tasas de crecimiento de Chile. Por ello, en términos de movilidad social, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) encontró que más del 20 por ciento de los niños nacidos en el cuantil inferior de ingresos en chile han alcanzado el cuartil más alto, un testimonio a la movilidad social de dicho país.
Entonces, ¿qué lección podemos sacar del caso chileno? Desde mi perspectiva, la lección es que para que sistemas de mercado sobrevivan en el tiempo, especialmente en democracias jóvenes como la de Chile, estos deben ser constantemente defendidos en la opinión pública de quienes buscan derrocarlos.
Lo que quiero decir con esto es que producir resultados económicos positivos es necesario, pero no suficiente para que un sistema económico sobreviva por generaciones. Los beneficios del sistema deben ser comunicados adecuadamente – por activistas, académicos y políticos – en la opinión pública para que los ciudadanos no solo comprendan el sistema, sino que también lo acepten como suyo. Por esta razón, los partidarios de un sistema político o económico en específico tienen que comunicar las bondades de su sistema de tal manera que dicho sistema conecte con la historia, la cultura, las luchas y los deseos de su gente.
Tomemos a los Estados Unidos como ejemplo, los americanos no solo creen que su modelo económico es superior al resto. También lo ven como un sistema propiamente estadounidense, adecuado a sus principios y valores. Por ello, los americanos no solo defienden su modelo desde una perspectiva utilitaria, sino también desde un punto de vista moral. Esto se vio claramente en los últimos años de la guerra fría, cuando el expresidente Ronald Reagan llamó a la Unión Soviética el «imperio del mal.”
En contraste, los chilenos no ven a su sistema como suyo. Lo cual es lógico, ya que su modelo no se construyó de abajo hacia arriba, sino que fue impuesto inicialmente por la dictadura de Augusto Pinochet. Por esta razón, el modelo chileno, a pesar de producir resultados económicos asombrosos, carece de la legitimidad política necesaria para sobrevivir en el tiempo, especialmente en tiempos de crisis.
En este sentido, lo que podemos aprender de la experiencia chilena es que para que los países latinoamericanos tengan éxito en la liberalización de sus economías, estos no solo necesitan cambiar sus instituciones económicas, estos necesitan personas comprometidas con explicar el funcionamiento, la importancia y la moralidad del nuevo sistema. De lo contrario, los populistas y demagogos de siempre encontrarán nuevas formas de destruir lo que llevó décadas construir.
Articulo originalmente publicado en inglés para FTN