El ser humano necesita inscribir su acontecer en un contexto dotado de sentido. Necesita la seguridad que le proporciona el reconocimiento de un entorno poblado de referencias familiares. No sólo las existencias concretas, sino también y ante todo los grandes dominios civilizatorios se han configurado alrededor de esta premisa. Lo que llamamos cultura es pues, en un sentido amplio, un acervo de claves compartidas que dotan a la realidad de una textura coherente. Tales claves, al menos en lo que atañe a nuestra configuración histórica, han hallado su fundamento en la preeminencia de un canon textual. Lo que entendemos por textos fundacionales (la Biblia y la Ilíada, pero también el derecho romano o los diálogos de Platón, entre otros) han merecido esa denominación en la medida en que han acreditado su capacidad de dar respuesta –y una respuesta asombrosamente fecunda y no siempre unívoca– a una de las necesidades más distintivamente humanas: la de transformar en materia inteligible la ardua desmesura de lo informe.
Nuestra cultura es pues –no sólo, pero sí en lo fundamental– libresca. Su facultad para vertebrar la vida comunitaria y delimitar el contorno de una espacio de convivencia relativamente homogéneo ha venido cimentándose sobre un catálogo no demasiado extenso de libros. Este dato le confiere al fenómeno una impronta peculiar. En los grandes relatos y poemas de nuestra tradición, en las fabulaciones épicas de origen griego y romano y en la nómina de textos inspirados procedentes de la tradición judeocristiana han encontrado las sucesivas generaciones un venero de sabiduría y un espejo de virtudes a partir de las cuales proyectar un atisbo de luz sobre el persistente enigma de su peregrinar por el mundo.
Pero hay más. Porque esos textos, al margen de ofrecer modelos de conducta dignos de emulación y constituirse en uno de los grandes pilares de la identidad colectiva, eran fuente de autoridad. Eso significa que establecían límites a la acción del poder, y no era infrecuente que éste, impulsado por la pretensión de alojar sus dictámenes bajo una cobertura legítima, se viera obligado a invocarlos como precedente y a atenerse a los principios morales que emanaban de ellos.
¿Qué ha ocurrido en nuestra época? En primer lugar, y de manera paulatina, los textos clásicos han corrido la única suerte que un tiempo obnubilado por la noción de la tabla rasa podía depararles. Una cita de Peter Sloterdijk nos sirve para encuadrar el acontecimiento: «Dondequiera que resurge el interés por la desheredación y el nuevo comienzo estamos siempre en el suelo de la modernidad auténtica». Lo propio de la modernidad sería, por tanto, la condena inapelable del pasado con vistas a la cristalización de un inminente espacio edénico, de una fraternidad universal aligerada tanto de cualquier sombra de duda acerca de la idílica condición del hombre, como de las «polvorientas» jerarquías que los textos clásicos consagraban y que ahora, tras el triunfo del espíritu igualitario que define a la era democrática, resultan intolerables.
Sin embargo, con el transcurso de los años la modernidad –ese tiempo tan pretendidamente incrédulo- acabó por erigir sus propios altares, repletos de los innumerables ídolos amasados con la dúctil arcilla que le suministraba su mito germinal: el progreso. El culto a lo útil, producto del talante materialista que se ha adueñado del presente, se ha superpuesto así a cualquier otra inquietud que pudiera alentar en lo profundo del hombre. Entretanto, y de un modo hasta cierto punto paradójico, el vertiginoso desarrollo económico que ha conocido Occidente ha corrido parejo a un proceso de lento pero inexorable declive cultural. Esta situación encuentra su reflejo exacto en los planes de estudio de la mayor parte de los países ricos. En ellos, las disciplinas humanísticas han sido poco a poco orilladas, desplazadas hacia los márgenes de una sociedad que, crecientemente tecnificada a la vez que idiotizada por la cháchara de la utopía pedagógica que promueven los actuales amos de la política, permite que una raza de demagogos al servicio exclusivo de las ambiciones más mezquinas malogre un tesoro de siglos.
Contra lo que constituye la creencia más común, los frutos de esta devastación perfectamente planificada exceden los límites de una simple merma en el nivel medio de los conocimientos generales. En La escuela de la ignorancia, Jean Claude Michéa va a la raíz del asunto cuando afirma: «Dicha crisis (la de la escuela) forma parte del movimiento histórico que, además, desintegra las familias, descompone la existencia material y social de los pueblos y los barrios, y de manera generalizada destruye progresivamente todas las formas de civismo que, todavía hace unas décadas, condicionaban buena parte de las relaciones humanas». De lo que hablamos, por tanto, es de una crisis de la civilización cuyas consecuencias desestructuradoras son el paisaje cotidiano (visible en la mayor parte de nuestros centros educativos, constatable en el tono habitualmente sonrojante de la programación televisiva, omnipresente en la acelerada degradación de las instituciones y de la vida pública, por citar sólo algunos ejemplos) de eso que llamamos la posmodernidad.
Aquellos textos sobre los que se asentaba una manera de entender el mundo son ahora despreciados como inservibles reliquias que remiten a mundos extintos. Quizá no comprendemos que su conocimiento representa algo mucho más importante que la vía de entrada para unos pocos eruditos a una visión arqueológica del pasado. Esos textos nos siguen hablando de lo que somos. Dada su naturaleza intemporal, representan, además de una fuente primordial de sentido, la posibilidad del disfrute de una experiencia de enriquecimiento interior cuyo acceso a todos los sectores de la población –y, muy en especial, a los menos favorecidos económicamente- debería quedar garantizado por un sistema educativo que de verdad se interesase por la calidad de lo que ofrece.
Pero quizá la expresión de este deseo suponga un ejercicio excesivo de ingenuidad en mitad de un panorama dominado por el triunfo de los poderes disolventes. La crisis más profunda que nos afecta no es de naturaleza económica, ni siquiera política, sino moral y espiritual, y en ella ocupa un lugar muy destacado el hecho de que toda una concepción de la cultura, entendida como expresión del anhelo de alcanzar la verdad, la justicia y la belleza, haya sido barrida de nuestras vidas, aniquilada por el signo relativista de los tiempos. ¿Qué hay entonces, en ausencia de textos que nos interpelen, que nos hablen a lo más íntimo que cobijamos? Hay el relato. En este crepúsculo de la conciencia que nos ha tocado habitar, el relato es el instrumento con que un poder inmerso en el estadio más bajo de su degeneración manipula la realidad y crea un universo de apariencias mendaces. Es el relato el que, en pleno tiempo de la posverdad, siembra la cizaña, fractura la sociedad en facciones irreconciliables y consigue – para desmoralización de quienes perciben lo tosco y nocivo de la maniobra- que lo mediocre y andrajoso luzca cada día con las galas resplandecientes de un valor de futuro.
«Por este camino –pronostica Nuccio Ordine en su ensayo La utilidad de lo inútil– se acabará liquidando la memoria a fuerza de progresivos barridos que conducirán a la amnesia total. Desaparecerá de entre los seres humanos todo deseo de interrogar el pasado para comprender el presente e imaginar el futuro. Tendremos una humanidad desmemoriada que perderá por entero el sentido de la propia identidad y de la propia historia». Es algo de lo que ya estamos siendo testigos. Sin memoria de sí, sin otros referentes que las cambiantes versiones de los hechos que el poder le suministra a su conveniencia, nuestra sociedad se precipita en el abismo de una noche cerrada. Orwell, a quien las dificultades y desencantos de su experiencia personal y política no le privaron de un espíritu beligerante y animoso, dejó escrito que, en lo sucesivo, para aquellos que quisieran elevarse a una versión más completa y exigente de su propia persona, la tarea esencial habría de consistir en «trabajar para establecer una nueva forma de sociedad en la que la decencia común vuelva a ser posible». Es decir, persistir, en la medida de las posibilidades y las fuerzas de cada cual, en el empeño de una vida a contracorriente. A fin de cuentas, no otra es la tarea que en las épicas narraciones de antaño solía asumir el héroe: sobrellevar la carga del conflicto; perseverar en la virtud; prender una aislada llama de esperanza en mitad de los tiempos más oscuros.
Artículo publicado en el diario El Debate de España