Este año rico en efemérides incluye un siglo del asesinato de Giacomo Matteotti, parlamentario socialista italiano asesinado por los fascistas por su incansable denuncia de las maniobras de Mussolini para convertir a Italia en dictadura autocrática. El asesinato causó conmoción y escándalo. Sin embargo, fue el Duce quien lo explotó maquiavélicamente para enterrar los precarios restos de sistema parlamentario e instaurar la primera dictadura fascista, modelo de otras por venir y especialmente del nazismo alemán de Adolf Hitler. La receta fascista consistió en la revolución de los hechos consumados, de la Marcha sobre Roma (1922) al asesinato de Matteotti y la prohibición de la oposición (1924); permite cambiar de régimen mediante el autogolpe de Estado, sin necesidad de un lioso cambio constitucional.
Los resentidos excombatientes de la Gran Guerra
La trágica historia de Matteotti demuestra, sin duda alguna, que una cosa era la izquierda democrática y otra el fascismo, pero también invita a investigar la relación de éste con el socialismo revolucionario, pues antes de inventarlo Benito Mussolini lideró la facción más izquierdista del socialismo italiano. Fue el rechazo de sus correligionarios el que decidió a Mussolini a fundar un movimiento con diversas facciones antisistema, comenzando por los arditi, los resentidos excombatientes de la Gran Guerra. Italia venció, a punto de perderla, gracias a la ayuda aliada pero para muchos nacionalistas en la práctica fue una derrota a traición, porque no lograron el gran imperio colonial que ambicionaban. La salvación de Italia estaba, pues, en la revolución.
El segundo motor del fascismo fue, precisamente, el miedo a la revolución de las clases medias de profesionales, autónomos y funcionarios, y las altas de industriales y terratenientes. Según probaban el ejemplo ruso y los intentos alemán y húngaro, violencia sangrienta, derrumbe del orden y expropiación en masa iban de la mano del proceso revolucionario socialista.
Mussolini reconoció tres oportunidades esenciales: primero, que para conquistar el poder podía utilizar el miedo conservador y la violencia de los arditi para atacar a la izquierda revolucionaria; segundo, que podría conservarlo si tranquilizaba al establishment garantizando su futuro con un régimen lampedusiano que cambiaría algo para dejar igual todo lo sustancioso; y tercero, que para vencer a socialistas y anarquistas debía arrebatarles lenguaje y simbología con la revolución fascista, reducida a un populismo tan reaccionario en los objetivos como radical en formas y discurso (este es, dicho sea de paso, el secreto del éxito de Bildu en el País Vasco y Navarra, y del separatismo en Cataluña).
Un poco de estética vanguardista aportada por el poeta, aristócrata y militar Gabriele D’Annunzio y por los futuristas de F.T. Marinetti, completada con imperialismo neo romano, formaron el colorido y admirado cuadro del fascismo de Mussolini y sus feroces camisas negras. Pero si el futurismo y el imperialismo eran ingredientes importantes, la esencia del fascismo, o mejor su impostura fundacional, residía en la retórica de la izquierda revolucionaria, con sus denuncias populistas de parásitos políticos, curas, periodistas y jueces indeseables, también enemigos imaginarios del Ordine Nuovo fascista (irónica pero no casualmente, cabecera de la revista comunista fundada por Gramsci y Togliatti en 1919).
En este sentido procede el fascismo de la izquierda socialista y comunista y habría sido imposible sin ellas, pese al trágico fin de un demócrata honesto e incansable como fue Matteotti, o el triste destino de Antonio Gramsci, quizás la mejor cabeza comunista de todos los tiempos.
Lo peor del fascismo fue, además de su violencia, racismo, imperialismo e iliberalismo fatales, el reciclado de los mitos y lenguaje revolucionario, que permitía la convergencia de la vieja izquierda y el nuevo fascismo, según revelara la atracción mutua entre Hitler y Stalin, por lo demás implacables enemigos (estudiada por Allan Bullock), y las dudas del joven Mao Zedong entre elegir fascismo o comunismo, en el fondo tan parecidos. Tanto que un personaje de la gran novela El Templo, del inglés Stephen Spender, que trata sobre la Alemania prenazi, confunde a Hitler con un comunista tras oírle mitinear en su aldea.
Mussolini consiguió un híbrido exitoso que impresionó en todas partes, con adaptaciones vernáculas que fueron del Estado Novo portugués de Salazar al nazismo hitleriano, pasando por el falangismo español. El secreto estaba en hibridar con habilidad el pensamiento reaccionario iliberal con el no tan alejado de la izquierda revolucionaria, ambos populistas y antisistema, y los favoritos de la reciente sociedad de masas, como pronto advirtió con alarma Ortega y Gasset.
Gracias al atractivo combinado de orden autoritario e innovación radical recibió el apoyo de algunas de las mejores cabezas de Italia: el economista Luigi Pareto, el filósofo Giovanni Gentile y el escritor Giovanni Papini, aparte de los poetas y artistas futuristas. Mussolini coleccionaba esos apoyos como otras tantas condecoraciones a su persona, pero optaba por apoyar no las ideas complicadas o extravagantes, sino variedades nacionalistas y conformistas de “cultura popular italiana”. Su primer y feroz anticlericalismo retórico también dio paso a la entente con la Santa Sede mediante el famoso concordato de los Pactos de Letrán, lo que le valió las bendiciones eclesiales pese a su nada edificante vida amorosa.
El éxito político tiene otro origen, el decisionismo, ideal metafísico de la época que justificaba el golpe de Estado como atajo oportuno al poder, y sobre todo el desprecio ilimitado de las reglas e instituciones más la absoluta falta de escrúpulos en los medios empleados, fuera para deshacerse de la oposición o para conquistar Abisinia. Podría resumirse como socialismo nacional con populismo autocrático, razón de que Hitler eligiera la etiqueta nacional-socialista para su letal variante del movimiento.
La historia muestra que el fascismo brota con facilidad, de modo natural, de la vieja izquierda socialista, frustrada por los obstáculos que la democracia y el pluralismo oponen a sus pretensiones de poder absoluto. Puede reconocerse esta evolución en la Rusia de Putin, heredero del KGB comunista, en los movimientos woke intelectuales de Estados Unidos y Europa, preñados de feroz antisemitismo e islamofascismo, o en la estrategia política de Pedro Sánchez, que cada día da más motivos para ser incluido entre los neofascistas genuinos. Todos ellos comparten rasgos y tics que nos devuelven al tenebroso momento europeo entre 1920 y 1939, con los que cada vez hay más inquietantes paralelismos pese a las enormes diferencias entre nuestro mundo y el de entonces. Esperemos que nos salven de precipitarnos hacia el mismo abismo.
Artículo publicado en vozpopuli.com
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