OPINIÓN

El fascismo sempiterno

por Humberto García Larralde Humberto García Larralde

Si se ha abusado tanto de la fábula del escorpión que se ahoga por aguijonear a la rana sobre la cual cruzaba el río —“porque está en su naturaleza”—, es porque ilustra lo terco e irracional de ciertos comportamientos humanos. En una situación en la cual la permanencia del régimen depende de su capacidad de simular elecciones creíbles para que le levanten las sanciones en su contra, pero buscando que éstas no pongan en peligro su control del poder, uno esperaría una conducta menos intemperante, que despertara menos ronchas que la mostrada en estos días. Claro, el dilema que enfrenta es, en realidad, insoluble. Sin embargo, en el pasado, el chavo-madurismo sorteaba disyuntivas parecidas asumiendo posturas de víctima o fingiendo, gracias a la censura y su control de los medios, que estaba cumpliendo con las expectativas que había levantado acerca de sí. Desde esta óptica, por tanto, lucen inconducentes la agresión gratuita del comandante de la Guardia Nacional a factores de oposición, refrendada por el eterno ministro de la Defensa, Padrino López; la invitación a sacar a María Corina Machado del estado Trujillo “a coñazos”, proferida por su gobernador, como los ataques violentos de bandas fascistas a partidarios de Henrique Capriles y de la propia María Corina en distintos estados del interior, en ocasión de su gira electoral por las primarias de la oposición.

Ello nos pone en guardia acerca de la ilusión de que, actuando con prudencia, pero pisando firme, la oposición podría forjar un ambiente político que convenciera a Maduro de lo razonable que sería un acuerdo que abriese las puertas al cambio. Se pasa por alto que, para las fuerzas que hoy ocupan de manera excluyente el poder, la “razón” como determinante de su conducta política —en un contexto de reglas de juego compartidas— no es lo suyo. No podemos perder de vista los fuertes condicionantes de esta conducta, que las han llevado a violar las normas del Estado de derecho y a ultrajar las garantías del ordenamiento constitucional. Resaltan los intereses económicos que desnudan los análisis de economía política, que ponen de manifiesto el compromiso de factores centrales de poder con el régimen de expoliación en que ha degenerado la “revolución bolivariana”. ¿Cómo explicar las fortunas y ostentosos estilos de vida de tantos “revolucionarios”, en un país en el que las mayorías pasan hambre?

Pero, más allá de la depredación cómplice de los recursos públicos, la extorsión, el saqueo mineral de Guayana y/o el narcotráfico, solemos relativizar el fuerte condicionamiento ideológico con base en el cual también se sustenta tal conducta. Quizás lo hemos desestimado por lo disparatado de muchas de sus ideas, su falta de sintonía con la realidad y su atraso. Es decir, lo despachamos con base en criterios de racionalidad, según los cuales la retórica “revolucionaria” es incongruente y divorciada de la realidad.

Es menester recordar, empero, que una de las funciones básicas de la ideología es la tergiversación de la realidad con interpretaciones sesgadas de las cosas, capaces de refrendar las acciones de quienes se erigen ante las masas como sus grandes salvadores. Incluso la pretensión científica del marxismo se ha visto desmontada, tanto por las inconsistencias y determinismos pétreos de su formulación teórica, como por su permanente reacomodo, ex post facto, donde gobernaba el estalinismo, para que sus acciones fuesen siempre refrendadas por la teoría y ésta no fuese desmentida. Esta inconsistencia es, por supuesto, notoria en los constructos ideológicos de los que se valió el fascismo. Como bien lo explicó Umberto Eco, en absoluto se fundamentaban en una teoría coherente que sirviese de plataforma a experiencias similares. El fascismo, según él, fue un movimiento oportunista, ecléctico, que se valía de cualquier circunstancia que pudiera ser provechosa para ampliar su poder. Apelaba, como es bien sabido, a lo emocional, a despertar las pasiones a su favor mediante una simbología maniquea que sonsacaba resentimientos y odios invernados para invocar una lucha entre “nosotros”, portadores del bien —la reparación y la venganza—, contra el mal, representada por los “otros” que nos habían agraviado.

Chávez, por supuesto, fue un maestro en esta manipulación. Encontró en el culto a Bolívar, las ilusiones frustradas del rentismo al caer los precios del petróleo, y la percepción clara por parte de las mayorías de que habían desmejorado sus condiciones de vida, elementos para construir esa simbología de confrontación: identificó a un enemigo, responsable de que sus expectativas no hubieren fructificado, y logró erigirse a sí mismo como el redentor que los llevaría a la tierra prometida. Invocó la épica emancipadora con una retórica patriotera que llamaba a reemprender de nuevo la guerra del Pueblo (con mayúscula) contra sus opresores. Bajo la tutoría de Fidel Castro, reforzó sus discursos de odio con categorías cultivadas por la mitología comunista para “justificar” el desmantelamiento del Estado de derecho “burgués” y aprovechar los recursos del poder para aplastar a quienes, por no asentir sus disparates, eran enemigos contrarrevolucionarios. Maduro no ha hecho sino continuar con esa visión de la política como una guerra, en la que la prosecución de un fin superior –la “revolución”, así sea para revertir las condiciones de vida de la población a las de principios del siglo XX—, justifica los medios (inhumanos) para ello, registrados en los informes de las misiones de observación de los hechos de la ONU y las indagaciones de la Corte Penal Internacional. Lo insólito es que esta manipulación ideológica pretende hacer de la militarización del país, la violación de derechos básicos y la aplicación del terrorismo de Estado para someter a la población, expresiones de un proyecto supuestamente “redentor” de los pobres y “humanista” (¡!). El fascismo del siglo XXI ataviado ahora de progreso, de “izquierda”.

Por supuesto que son pocos los que todavía creen en semejante absurdo. Podría afirmarse que la repetición incesante de clichés como referente para blindar el apoyo de sus seguidores, resultó en la conformación de una reducida secta que se refugia en una burbuja ideológica cada vez más aislada de la realidad. Pero esa pequeña secta tiene las armas y manipula los tribunales de (in)justicia para absolver sus atropellos, criminalizar las protestas e inculpar a los luchadores sociales de “terroristas”.

Escuchar al comandante de la Guardia Nacional fabricar a una oposición propensa a la violencia, aliada con el crimen organizado como enemigo a combatir y a la que tilda de “ultraderecha” (¡!), nos da una idea del resentimiento extremo, los odios y las perversiones de quienes temen perder el control excluyente –con todas sus prerrogativas—que han disfrutado del país. Y conseguir a su compañero de caverna (Con el mazo dando), Diosdado Cabello, apelando al calificativo de “fascista” para identificar a los que luchan contra la dictadura, nos traslada al mundo de la novela, 1984, admirablemente descrito por Orwell, donde las palabras –producto de la Neolengua impuesta–, significan lo contrario de su acepción original. Proyección de trogloditas, podrá decirse, pero, ojo, ¡”revolucionarios”!

Pero en Venezuela nos enfrentamos a un fascismo de nuevo cuño, que comparte sus prácticas depredadoras con bandas delincuenciales, se alía con gobiernos gansteriles a nivel mundial –del signo ideológico que sean– para evadir sus compromisos internacionales (entre ellos, la observación de los derechos humanos), y hace un uso extensivo de consignas y categorías discursivas de izquierda para cultivar cierto apoyo “progresista” y cerrar, así, el vulnerable flanco que significaría ser retratados como “reaccionarios”. Las dictaduras, cuando son de “izquierda”, pasan por debajo de la mesa.

En lo que sí no se distingue del fascismo clásico es en su indeclinable vocación de imponerse por medio de la violencia, aupada por discursos de odio en contra de sus detractores, “enemigos de la patria”. “Está en su naturaleza”. Igualmente, solo se pliegan ante una fuerza que los obligue a hacerlo, la única “razón” que reconocen. De manera que la verdad de Perogrullo en la que tanto insisten los analistas es que las fuerzas democráticas no van a ningún lado si no son capaces de construir una fuerza que obligue al chavo-madurismo a “entrar en razón”. Para eso debe servir la movilización política en torno a las primarias y la conexión con las luchas de tantos por reclamar sus derechos a una vida digna.

Pero, además, el discurso democrático tiene que también abrirse a quienes, dentro de las filas oficialistas buscan sustraerse de las influencias suicidas de tanto fascista encapuchado de izquierdoso.

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