Las desgracias muy masivas y espantosas por venir se suelen creer poco. Aunque en nuestro caso, gente de esta hora, nos ha tocado la realidad de dos hecatombes considerables, la pandemia y el inicio, solo el inicio, de los desastres del cambio climático, las cuales nos deberían hacer más crédulos sobre los abismos de nuestra condición. A los venezolanos, de añadido, la devastación del país que nunca supusimos a esa escala y en esa extensión.
Quizás las guerras sean unas de las maldiciones más crueles y permanentes que ha cultivado la especie. Y muchas veces han tenido ese carácter inesperado. Hasta la más terrible, la Segunda Guerra Mundial y sus 50 o 60 millones de muertos, tuvo sus preludios de engaños y espejismos, su Chamberlain y su Pearl Harbor. Igual número de veces, como colofón, hemos dicho “nunca más”, mirando los innúmeros cadáveres y la masiva destrucción. Hasta la hipérbole “no se puede escribir poesía después de Auschwitz” (Adorno).
Pero continuamos, después de la segunda conflagración mundial, con guerras locales. Espantosas claro: Vietnam, los Balcanes, Ruanda, Siria y muchas más, ayer, hoy y mañana… Freud concibió el instinto destructor del hombre ante el horror de la Primera Guerra Mundial, su mejor prueba –dice Fernando Yurman- fue la segunda conflagración mundial más criminal aun. Nacidos para matar.
La situación de asedio de Ucrania por el sátrapa de Putin mucho significa. 100.000 soldados rusos apostados en la frontera y armados hasta los dientes implican demasiado, involucraron ya, por lo pronto, el mundo occidental, la OTAN y a Estados Unidos irreversiblemente, y seguramente de tener lugar se extendería por todo el globo –¿no estamos globalizados?–. Una pelota abarrotada de armas nucleares. Por supuesto, no vamos a apostar, es la palabra correcta, si vencerá la violencia o la diplomacia, simplemente no lo sabemos, Pero sí que esa herida está allí, abierta y representando conflictividades muy profundas y crecientes, que puede ser subsanada hoy y no la estación entrante. Y me gustaría añadir otra desgarradura de alta peligrosidad planetaria, la anexión de Taiwán por China, ya jurada por la inmensa potencia. Y en el fondo lo que se plantea es la lucha, sin tregua, por una nueva hegemonía mundial que Estados Unidos poseía hasta no ha mucho. ¿Podremos vivir pacíficamente, o relativamente en paz, ese reto que no cesa?
No hay que olvidar que Estados Unidos, sea Trump o Biden por lo visto, atraviesa un momento de evidente debilidad (remember Afganistán), dividido como nunca y capaz de poner en cuestión lo esencial de su democracia, tratar de negar sus elecciones y violar su constitución. Eso lo aleja bastante de su superioridad y soberbia de no ha mucho. El muy agudo analista Francis Fukuyama ha escrito recientemente a propósito del sacrilegio de El Capitolio: “Estados Unidos conserva una enorme cantidad de poder económico y militar, pero ese poder no se puede utilizar sin un consenso político interno sobre el papel internacional del país… El 6 de enero selló e hizo más profundas las divisiones de Estados Unidos, y por esa razón tendrá consecuencias en todo el mundo en los próximos años”.
Por último, no olvidemos que hasta nuestro desastroso país ya ha sido involucrado en el potencial conflicto mundial, con nombre, apellido y misiles. Y para colmo de males nuestro ministro de la Defensa se encargó de decir que esa dependiente y sumisa relación con Rusia existe hace mucho y en toda profundidad. No es poca cosa.
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