El canadiense Denis Villeuneve logró el cometido de salir a flote, de sobrevivir a la producción, de trascender a la historia negra de una franquicia, cuya traslaciones audiovisuales fueron devoradas por el agujero de gusano de la crítica.
De acuerdo en que sin los precedentes de Jodorowsky y Lynch, la Duna de 2021 no existiría.
De hecho, Denis les rinde tributo en el diseño de producción de los sets barrocos, de las naves con forma de libélula, de los sueños y pesadillas de sus antecesores.
Sin embargo, donde los boomers tronaron y se hundieron, el chico del milenio hace los ajustes correspondientes, en aras de obtener un trabajo digno de varias nominaciones al Oscar. Por consiguiente, las actuaciones todas despiertan interés y respeto, cada aparición secundaria suma a la historia en carisma y sorpresa, siendo un arco ascendente de situaciones y estrellas, a cual más apreciable.
La fotografía erotiza los rostros de todos ellos y ellas, a través de un look de fashion filme que seduce con su atmósfera ralentizada de campaña de Vogue. Es una estructura semiótico que encuentra belleza en la aparente fealdad y disformia corporal, pasando de los cuadros románticos y renacentistas de Oscar Isaac y Chalamet, a las esculturas trans y contemporáneas de Zendaya, sin obviar la influencia del terror apocalíptico del Barón Harkonen, quien revisita el impacto de Marlon Brando en la película de Francis Ford Coppola bajo el lente del poeta de la luz, Vitorio Storaro.
Acotar que la propuesta del autor de La Llegada se cierra en su intención de depurar, limpiar y ofrecer una mirada posmoderna que luce como un museo de atracciones minimalistas, entre japonesas, asiáticas, retrofuturistas, occidentales y neofascistas. Menos camp y kistch, menos recargada inútilmente que las clásicas aproximaciones al relato, la Dune de Denis ganará el premio de la academia en vestuario y arte, por su extrema y radical apuesta por el regreso del steampunk.
¿Es una parábola mesiánica contra el colonialismo o una síntesis del conflicto venezolano?
En origen el subtexto parece claro y cristalino, desde la contribución del libro original. Se trata de cuestionar los alcances depredadores de los imperios decadentes, en sus fases de conquista sobre la periferia de los tristes trópicos del tercer mundo, del inframundo.
Es evidente que la metáfora nos toca de cerca, por su proximidad con Venezuela, un país elevado y hundido por la explotación petrolera de sus suelos y raíces, quedando convertida en la duna del siglo XXI. Una ruina donde viven los Fremen, racionando las fuentes de agua y protegiendo los escasos abastecimientos de sus especies “naturales”.
Naturalmente, la cinta expresa un desencanto por la épica de Afganistán, fungiendo de espejo ante la salida de Estados Unidos del territorio controlado por el talibán. En Duna la simbología es profusa y evidente, remarcando el aislamiento de la mujer bajo la prisión de una burka.
De inmediato, asociamos la ficción con la realidad trágica que persigue a la condición femenina en los países islámicos y arenosos del medio oriente. Pero el largometraje no es un panfleto o una propaganda, acerca del conflicto y la lucha de civilizaciones. Hay mucho de ello, ciertamente, pero la narrativa es lo suficientemente ambigua y misteriosa, como para mostrar un colapso general, una distopía bélica que es reflejo del mundo hacia el que vamos si no atendemos al llamado del calentamiento global.
De seguir aumentando el calor y la profundidad de las llamas, Dune no será una advertencia, sino una catástrofe que se pudo evitar. ¿Un solo hombre, Paul Atreides, tendrá la capacidad de salvar al universo y traer de vuelto el milagro de la lluvia? La primera parte de Dune es bien opaca al respecto, invitando a no venirse arriba, a guardar los cohetes y las fanfarrias, para cuando se arreglen de verdad las cosas.
Estimo que Denis sea cauto a la hora de vender a su protagonista, que más que un Avenger, parece un antihéroe accidental y trágico que prefiere hacer el amor antes que la guerra.
De cualquier modo, alguien tiene que asumir el liderazgo y Paul no renunciará a su mantra original de conseguir el cese de la usurpación de la casa Harkonen, que pretende gobernar por siempre, reprimiendo y exprimiendo a la población, a cambio de magia y hechizo.
El Barón representa al típico dictador enfermo de poder, corrompido por voracidad y condenado a ser depuesto por las generaciones de relevo.
Disiento de dos problemas comunes del cine en plan colosal que cultiva el director. Primero, es imposible sostener su enfoque solemne por tres horas.
Denis quiere demostrar que tiene talento y que es un genio en cada plano. Lo hace poniendo énfasis con la composición modernista y vanguardista de un Eisenstein, con el uso de las técnicas de moda, con el montaje de un dispositivo envolvente de superproducción.
El asunto está en que Duna no se da un respiro, una pausa, un break, para desarrollar un gag o una secuencia que sea realmente de transición.
Las bromas entran tarde y recortados, porque interfieren en la gravedad que desea sumar Denis para reforzar su planteo de crear una obra maestra. La verdad es que la música de Zimmer llega un colmo de saturación, que rima con la intensidad de una película que decae en su segundo tramo, por el peso de su pretensión orquestal.
Por eso, la historia se atraviesa por tramos de vacío y redundancia, que pudieron mitigarse con cortes y elipsis. Lynch tuvo mayor capacidad de resumen y conciencia del humor negro, entendiendo el disparate. Dune de Villenievue se cava una pequeña fosa, al repetir sus gimmicks y alimentarse de un narcisismo artístico, que nos conduce por senderos estériles y predecibles.
En su descargo, Dune nos sumerge en el teatro de la mente y la psicodelia que imaginó el chileno Alejandro Jodorowsky, elaborando un discurso onírico que es puro cine como un juego de abstracciones, fantasmas y demonios.
Un filme surrealista que proyecta la cabeza borrada y escindida de un Paul Atreides, que busca recuperar su memoria multivérsica, mientras se aclara su pasado y su porvenir. Contribuye la magnífica interpretación de Timothee, en su pico de melancolía, como un arquetípico joven del milenio que no entiende bien su lugar en el mundo, que carga con rollos edípicos, que sigue a la sombra de la madre y que un clan le ha impuesto su destino. Pero el desarrollo de Paul se toma todo su tiempo y nosotros apreciamos la delicadeza del guion, para entrar en el cerebro de la última esperanza en un reino decadente.
Tal como en Juego de Tronos, tres casas se disputan el mando del universo. Yo digo que las casas son un ejemplo de las tres ideologías, de las tres estructuras de poder que se baten a duelo en la actualidad.
Los Harkonen adoptan el formato de una tiranía vertical y centralizada, alrededor del culto a la personalidad del varón, que debe derrocarse.
Los Atreides, con todo y su aire soberbio de monarquía absoluta, prefieren escuchar al pueblo, leer el momento, comunicarse con empatía, reconciliarse con sus adversarios, cicatrizar heridas y darle paso a las generaciones de relevo, en el esquema horizontal de su gobierno democrático.
Los Fremens, por su parte, encarnan a las minorías que se han hecho fuertes en los márgenes del sistema, en las dunas, en el lejano oeste, operando como un movimiento subterráneo y disidente. Curiosamente, Paul ve más futuro en los Fremens, con sus costumbres arcaicas, que en el boato y el esplendor de las otras dos casas.
Al final, Paul no responde a un fin material, sino a un llamado existencial y humano que se le perdió en el hogar. Paul busca a una nueva madre, que lo acompañe, cuando la suya perezca. Es el ciclo de la vida y es maravilloso. Tan sencillo como que un hombre sueña con ser feliz en pareja con una mujer. El chico encuentra a la chica, después de la crisis y la depresión. Lo entiendo como el mensaje en la botella que guarda el libreto, hacia el desenlace, el Rosebaud del Ciudadano Atreides. A pesar de sus deslices, Duna es la película de ciencia ficción del año.
Experiméntenla en el cine, que es como mejor se ve y disfruta.